Las oscuras nubes de guerra que asoman en el horizonte en Europa oriental alcanzan a echar sombra sobre el futuro de la Argentina. La escalada de tensiones en la frontera entre Ucrania y Rusia es simultánea a los momentos finales de la negociación con el Fondo Monetario Internacional y la incertidumbre que arroja la posibilidad de una guerra convencional (o postconvencional) entre potencias nucleares mete la cola en la confección de los últimos detalles, previendo escenarios que hace pocas semanas parecían casi imposibles. Lo imprevisible reemplaza a lo contingente, un patrón que se repite con demasiada frecuencia en los últimos años como para pasarlo por alto.
Un improperio no publicable, nacido de la sorpresa y el fastidio, resume, en boca de un funcionario de primera línea, la sensación que impera por estas horas en la Casa Rosada. Una traducción apta para todo público podría ser: “Qué mala suerte tenemos, una vez que empieza a quedar atrás la pandemia nos toca lidiar con este conflicto”. El original es bastante más enfático. Las consecuencias que podría acarrear para el país una guerra abierta, escenario posible, quizás probable, aunque todavía no seguro, son varias, impactan en diferentes áreas y tienen efectos en ocasiones hasta contradictorios. A fin de cuentas, sin embargo, los peligros exceden por mucho a las posibles buenas noticias.
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En el plano económico, el más evidente de los problemas pasa por la cuestión energética. Esta mañana, el canciller alemán Olaf Scholz confirmó la interrupción del gasoducto Nordstream 2, que iba a proveer de gas ruso a buena parte de Europa. Si Moscú decide responder a esta decisión, a las sanciones económicas o a cualquier otra acción cortando la provisión de energía al continente, o si hay daño a la infraestructura a partir de acciones violentas, es probable que el precio de los hidrocarburos, que viene en subida en las últimas semanas a causa de la tensión bélica, termine por consolidar un salto en sus valores de referencia, lo que tendría consecuencias en todo el planeta.
En la Argentina, donde la reducción de los subsidios energéticos es uno de los puntos más álgidos de la negociación con el FMI, la suba de precios registrada hasta ahora ya obligó a actualizar algunos de los cálculos previstos en el acuerdo que todos esperaban firmar esta semana (y la mayoría aún espera). El margen para hacer frente a fluctuaciones importantes es limitado: todo lo que no se cubra recurriendo al déficit fiscal debe solventarse mediante un aumento de tarifas cuya viabilidad social y política es sumamente dudosa y que, si no se segmenta de manera inteligente, puede darle un golpe letal al consumo, que se recupera bastante más lentamente que la actividad económica.
Pero no es el gas el único de los problemas argentinos que puede verse afectado por los acontecimientos en Donbass. Las estepas que se extienden a ambos lados de la frontera entre Rusia y Ucrania son uno de los principales proveedores globales de grano. Particularmente, casi un tercio del trigo que se produce en todo el mundo viene de esa región. El efecto de la escalada en el precio de los commodities alimenticios ya se hizo sentir en estos días y en la medida que se profundice el conflicto puede seguir trepando el valor de esos productos, que son la base de la dieta de cientos de millones. En estas latitudes no estamos exentos.
El aumento del precio de los cereales y oleaginosas que se cultivan tanto en la estepa europea como en la Pampa Húmeda es un arma de doble filo para la Argentina. Por un lado, la suba de precios compensará la caída de cantidades y permitirá planificar una cosecha más valiosa para este año, lo que significa más dólares frescos para las sedientas arcas del Banco Central. Al mismo tiempo, si no se encuentra un mecanismo efectivo que logre desacoplar los precios del mercado interno, la presión sobre los precios de la comida, que ya suben por el ascensor, puede seguir empujando más personas bajo la línea de la pobreza, mientras las ganancias extraordinarias quedan en pocas manos.
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En tiempos de conflictos, por otra parte, los capitales suelen tornarse conservadores, priorizando la seguridad de los depósitos en países que ofrecen garantías antes que las posibles ganancias que prometen los que prometen mejores tasas de rendimiento. En concreto eso significa una salida de dólares de los mercados periféricos con destino a plazas menos riesgosas. Para esta Argentina sin dólares y sin crédito el efecto resultará más leve que para otros países más conectados con el sistema financiero internacional. De todas formas, la novedad puede aumentar la presión sobre las cotizaciones del dólar: igual que los alimentos y la energía, otro vector inflacionario.
Por último, si la situación no se reencauza y varios actores regionales y mundiales terminan involucrados en un conflicto a gran escala, ya sea en modalidad caliente o fría, los países que promueven una multilateralidad equidistante tendrán cada vez más dificultades para sostener ese equilibrio inestable. Para la Argentina, que necesita imperiosamente de la influencia de los Estados Unidos en el FMI tanto como de las inversiones rusas y chinas, será un desafío enorme en un momento sumamente inoportuno. Una profundización de la integración regional y una respuesta conjunta con sus vecinos a esta crisis puede ser una forma inteligente de minimizar riesgos y costos.