En América quien no entiende la diferencia entre democracia formal y dictadura no entiende la diferencia entre la vida y la muerte; la frase es de Raúl Alfonsín. Es una certeza que cuando fue pronunciada intervenía en lo más profundo de la conciencia política de una generación, de aquella que había formado parte de grandes batallas sociales y una parte de la cual había practicado la acción armada. Una parte de esa militancia llegó a creer que el golpe de estado - cuya preparación era ya pública y notoria después de la muerte de Perón- tendría como consecuencia la elevación de la conciencia popular porque liquidaría las expectativas en la “democracia burguesa”. Por eso la cuestión de la democracia se impuso como temática general después de la elección de 1983. Porque establecía una autolimitación a la radicalidad política. Porque proponía una nueva vinculación entre militancia política e instituciones. Esa vinculación pasó por diversas etapas y es en la experiencia kirchnerista en la que ese nuevo vínculo se expresó en el ascenso de una nueva generación de la política que va a colocar a la lucha por transformaciones sociales profundas en conjunción con la ocupación de espacios institucionales “formales”.
La cuestión de las libertades democráticas pasó a ser desde la recuperación de la legalidad estatal una certeza básica de la política argentina. Y quien esto escribe está seguro de que tiene que seguir siéndolo. En el interior de esa certeza nacieron también nuevas contradicciones. Una de las principales es la que se aloja en la llamada “libertad de opinión”. El fin de la dictadura fue el agotamiento de una etapa de violenta represión a la palabra libre. Desde esa perspectiva, la libertad de la palabra no podía ser sino celebrada como una conquista trascendente. Sin embargo, la llamada “transición democrática” en la Argentina, tuvo lugar en una época de revolución mundial, curiosamente desarrollada en tiempos en que la sola palabra “revolución” desataba los conjuros más terribles en su contra. Esa “revolución” fue el tránsito hacia una unanimidad mundial a favor del capitalismo neoliberal que, en lo fundamental, sigue viviendo hasta nuestros días.
Ese consenso “poscomunista” producido en nombre de las libertades democráticas y contra el autoritarismo tuvo un animador central en los grandes medios de comunicación del mundo. Es decir que entre nosotros el consenso a favor de la democracia se mezcló con el consenso neoliberal rotundamente hegemónico en aquellos años en la fragua de un nuevo actor político central: los medios de comunicación. El santo y seña de ese proceso fue la “libertad de opinión”. Alguna vez, ya en los tiempos de Menem, un alto directivo de un medio televisivo pronunció la frase “cuando se prende una cámara se apaga el autoritarismo”. Se trata, sin duda, de un hallazgo ideológico: amalgama la recuperación de la palabra libre con la presencia fantasmal de “una cámara”, homologa la lucha contra la dictadura con la prensa libre (incluida, en primer lugar, la “prensa libre” que fue soporte central y beneficiaria directa de aquellos gobiernos criminales).
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Cada vez que se enuncia una libertad es fundamental la referencia a qué tiene que ser libre y respecto de qué. Si de libertad de opinión se trata, eso equivale a establecer en qué consiste la amenaza a esa libertad. Los que desarrollaron desde posiciones dominantes los argumentos de esa necesaria libertad establecieron un antagonismo: la palabra libre frente al autoritarismo político, absolutamente identificado este último con el Estado. A tal punto se instaló esta interpretación que fue usada exitosamente en la puja contra el propio Menem, cada vez que su política amenazaba con discutir el lugar central de poder con los principales monopolios mediáticos. De Menem (o más bien de Cavallo) se exaltaban las privatizaciones y las desregulaciones pero se criticaba su falta de ética, su corrupción; así se construyó la nueva fórmula de dominación en Argentina: plena libertad de mercado más control monopólico de la comunicación como garantía de la “incorruptibilidad” de la política.
A pesar del catastrófico final de esta etapa a fines de 2001 y a pesar del duro antagonismo que nació con el conflicto entre el gobierno de Cristina y el complejo agro-exportador en 2008, el lugar de las mega-empresas mediáticas en la formación de la opinión pública no ha dejado de fortalecerse. ¿Respecto de qué se ejerce hoy centralmente esa defensa de la libertad de opinión? Está muy claro: se ejerce contra cualquier intento de regulación antimonopólica, aun cuando su expresión actual tenga la modestia de impedir las superganancias empresarias que aseguran el control de las nuevas tecnologías comunicativas en plena pandemia global. Parece mentira que la negativa a aplicar un decreto convertido en ley para regular ganancias monopólicas pueda ejercerse en nombre de la “libertad de opinión”; pero es así. Esa demanda de libertad de opinión cuyo auge en la Argentina fue provocado por los excesos de la dictadura cívico-militar contra las fuerzas políticas y sociales que se le oponían, reaparece hoy bajo el imperio de la prepotencia y la ilegalidad de los mismos grupos empresarios que justificaron aquel autoritarismo criminal.
Es necesario desmontar ese artefacto mentiroso. La libertad de opinión no puede ser la omnipotencia de los poderosos y la casi impotencia de las voces alternativas. No puede ser la consagración de la impunidad a la hora de montar campañas de desprestigio de hombres y mujeres a causa de que sostienen posiciones contrarias a las que defienden esos monopolios. No puede ser tampoco la inacción política estatal a la hora de establecer límites a esa omnipotencia que llega a confundir la libertad de prensa con la defensa de un periodista sospechado –con múltiples pruebas hechas públicas- de espionaje ilegal y extorsión. Tampoco puede ser la insuficiente acción política para promover voces y miradas alternativas.
La herencia actual de esa histórica frase de Alfonsín con la que empezó esta nota no es el conformismo con el actual estado de la libertad de opinión. La vida democrática que contraponemos al autoritarismo y la muerte no debe ser el conformismo con la mentira, el odio y la persecución. Debe ser la lucha por una comunicación democrática y por el respeto a la diversidad política e ideológica.