A los economistas que rompen la cuarentena para ir a la televisión a quejarse de la cuarentena se les pasó por alto el detalle de que las finanzas argentinas tuvieron su mejor semana en mucho tiempo: la inflación de mayo cerró abajo del 2 por ciento; el riesgo país se desplomó hasta los 2500 puntos, el valor más bajo en tres meses; la bolsa porteña subió un 20 por ciento y el Banco Central pudo comprar dólares para fortalecer las reservas en 500 millones. Por supuesto, la economía real es otra cosa, dirán, con toda la razón del mundo. Enhorabuena. Un salto de calidad enorme desde que celebraban el PyMEcidio en nombre del progreso y una palmada en la espalda en los foros internacionales, como hasta diciembre del año pasado. Parece que hubiera sido hace un siglo.
Con la negociación ante los acreedores externos encaminada a una resolución exitosa antes de fin de mes, el gabinete económico comenzó a reacomodar sus piezas lentamente para afrontar el siguiente desafío, más difícil aún que el anterior, como corresponde a toda epopeya: la recuperación de la economía después de la doble depresión causadas por la crisis que dejó el tercer ciclo neoliberal en el país y el crack económico mundial durante la pandemia de coronavirus. Existe un plan en marcha, con tres ejes: la creación de empleo público mediante pequeña obra pública, la recuperación de la capacidad industrial instalada y la creación de un mercado de capitales en pesos que permita financiar a las grandes empresas y ofrecer una vía alternativa de ahorro a los argentinos.
En ese sentido, vuelve a tomar fuerza en el gobierno la idea de plantear, una vez que comience a quedar atrás lo peor del invierno, un “nuevo pacto social” que siente las bases para que el país pueda volver a crecer. Bajo ese paraguas (un concepto que utilizó Cristina Fernández de Kirchner cuando anticipó la creación del Frente de Todos en la presentación de su libro Sinceramente, hace algo más de un año), el presidente Alberto Fernández podría proponer un esquema integral de precios, salarios, incentivos y cargas fiscales, compatible con las posibilidades y necesidades de este momento tan particular. El ámbito para avanzar en ese acuerdo sería el hasta ahora postergado Consejo Económico y Social, cuya conducción fue ofrecida nuevamente a Roberto Lavagna esta semana.
Para implementar un modelo así, hay tres condiciones necesarias que deben cumplirse antes, según advierten en el gobierno: una reforma impositiva, una regulación mayor de la cadena de formación de precios de alimentos y el control efectivo de las exportaciones, en especial sobre productos agrícolas, que quedaron como un colador después de cuatro años de gobierno de Mauricio Macri. Sobre la primera se está trabajando ahora en al menos dos versiones, que plantean con distintos niveles de osadía un reparto más equitativo del peso de los impuestos. Uno de ellos llega a proponer una reducción del IVA, compensada con una carga sensiblemente más grande a las principales empresas. También está sobre la mesa una suba importante del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias.
En lo que hace al control de precios de alimentos y del mercado de granos, la solución al problema necesariamente estará atada a lo que suceda con un caso cuyo desarrollo estará íntimamente ligado al devenir de la política argentina en los próximos años: el de Vicentín. Una de las principales empresas del negocio agroindustrial, con participación en todos los eslabones de la cadena, desde el acopio hasta la fabricación de envases y la administración de puertos, pidió la quiebra luego de declarar el default por un pasivo de 1400 millones de dólares. Su principal acreedor es el Banco Nación, que le otorgó créditos de manera irregular por 18 mil millones de pesos durante la gestión ruinosa del infalible Javier González Fraga, imputado en una causa que investiga esta operación.
Este viernes, el juzgado volvió a postergar los plazos del concurso de acreedores, amparado en las dificultades por la pandemia. La demora favoreció a los dueños de Vicentin, que buscan evitar la quiebra sin desprenderse de activos. Para eso necesitan un socio que aporte liquidez; en el sector se menciona al Grupo Glencore, que ya participa de la compañía y parte de cuyas acciones están en manos del fondo de inversión BlackRock, el principal de los acreedores de deuda externa argentina. Las investigaciones penales, sin embargo, los acorralan. Están acusados de haber gestionando préstamos y comprado granos sabiendo que no estaban en condiciones de responder por esos compromisos. De los 72 empréstitos que originan la deuda con el Banco Nación, 28 se autorizaron en noviembre del año pasado.
Por otra parte, el proceso en la justicia comercial podría demorar más de un año en resolverse y existen otras urgencias. Hoy la operatoria está parada. Hay más de siete mil empleados en la firma, casi todos concentrados en un puñado de localidades santafesinas que corren el riesgo de una hecatombe si cierra la empresa. Hay cientos de empresas proveedoras que emplean al triple de personas y pueden entrar en quiebra si no cobran lo adeudado. Hay pequeños productores que necesitan financiar la siembra de la próxima campaña. Y está el Estado, principal acreedor, interesado, a su vez, en evitar que Vincentin quede en manos de una multinacional. El peligro es triple: la pérdida de puestos de trabajo, la descapitalización del Banco Nación y el riesgo sobre la soberanía alimentaria.
Esta semana, un grupo de dirigentes políticos que incluye funcionarios oficialistas elevó una carta al presidente Alberto Fernández titulada “Vicentin debe ser una empresa pública no estatal”, donde advierten sobre el riesgo de que el saldo del fraude cometido durante los últimos cuatro años sea “una mayor concentración y extranjerización del comercio exterior de granos y de la cadena de producción alimentaria”. La propuesta señala que “Argentina necesita hoy una empresa testigo en el comercio exterior de granos y en la producción de aceite y alimentos” y que “Vicentin es estratégica y clave para la soberanía y el control sobre la producción de alimentos”, por lo que sugieren “que el gobierno impulse los pasos necesarios para transformar a Vicentin en una empresa pública no estatal”.
El plan, escrito por dirigentes santafesinos de distintos orígenes políticos y respaldado por las firmas de Victoria Donda, Juan Grabois, Pino Solanas, Alcira Argumedo, Claudio Lozano e Itai Hagman, entre otras, impulsa la creación de una empresa pública mixta, donde el Estado tome el control como socio mayoritario a partir de las deuda con el Banco Nación y donde se conforme un directorio con participación de los trabajadores y cooperativas de productores. Se trata de una propuesta que permitiría al Estado intervenir directamente en la industria alimenticia y la exportación de granos sin necesidad de ninguna expropiación ni práctica que no esté contemplada en las regulaciones de la OMC ni amparada por el espíritu de época. Una ocasión demasiado buena para dejarla pasar, según sus impulsores.
Una segunda propuesta comenzó a circular durante los últimos días por los pasillos virtuales de este gobierno atípico en épocas de coronavirus. Reúne a un puñado de inversores locales, con respaldo de bancos internacionales, detrás de un proyecto en el que el Estado permanecería dentro de la empresa pero como socio minoritario. Venden una salida mixta como solución al problema de la extranjerización sin costo para el fisco. Creen que el costo de volver a poner en marcha la industria excede la capacidad actual de las arcas argentinas y prometen un esquema que puede llegar a dejar 700 millones de dólares en retenciones solamente durante el primer año, incluso con la pandemia en marcha. Dos nombres vinculados a esa maniobra encendieron las alarmas: José Luis Manzano y Cargill.
Lo cierto es que el empresario y exministro de Carlos Menem es uno de los inversores locales interesados por el negocio. Eximio en la práctica del cabildeo, es difícil creer que se mantenga totalmente al margen del asunto, pero no está al frente de la operación. Tampoco participará la multinacional Cargill, aunque sí hubo diálogo con el fondo de inversión CarVal, que formaba parte de ese grupo empresario hasta el año pasado. Se trata de uno entre varias entidades financieras internacionales con las que se buscarán créditos por 250 millones de dólares anuales, la suma que se requiere para costear el capital de trabajo de Vicentín. El proyecto, en realidad, fue presentado por pxq, la consultora que encabeza Emmanuel Álvarez Agis, uno de los economistas que más escucha Alberto Fernández.
Más problemática, que la presencia de Manzano o Cargill, puede resultar la empresa que encabezaría la operación: Allaria Ledesma, uno de los actores históricos de la city argentina, que actualmente se encuentra en conflicto con el Banco Central por las operaciones en el mercado de dólares paralelos. Como sociedad de bolsa, fue una de las grandes ganadoras del negocio del contado con liqui, que llegaba a dejar a los intermediarios comisiones de 180 millones de pesos diarios antes de que las nuevas restricciones redujeran ese número a 60 millones por día. Nada mal. Según publicó Horacio Verbitsky el mes pasado en El Cohete a la Luna, una de cada cuatro de las operaciones que presionaron para hacer escalar el dólar bolsa durante la última corrida pasó por Allaria Ledesma.
Cuando el BCRA intentó conocer la identidad de los clientes que utilizaron ese mecanismo, encontró una enorme resistencia. En un primer momento, las sospechas recayeron sobre el titular de la Comisión Nacional de Valores, Adrián Cosentino. Pero lo cierto es que la información nunca llegó a la CNV, sino que quedó en el camino antes: los datos fueron retenidos por BYMA, la sociedad surgida durante el macrismo para englobar al Merval y la Bolsa de Comercio de Buenos Aires. Esa operación, “unificar todas las bolsas en una sola para facilitar la operación desde el exterior”, fue denunciada por CFK en mayo de 2018 como uno de los reclamos históricos del sector financiero concedido por Macri al establishment. El presidente de BYMA es desde el primer día Ernesto Allaria, fundador de Allaria Ledesma.
Los dos proyectos en pugna anticipan una pulseada en el interior del gobierno, entre tantas que surgirán una vz que pase lo peor de la pandemia y la crisis económica. Se sabe: el crecimiento y las oportunidades de negocios invitan al conflicto. Uno de los sectores cree que dejar el negocio alimenticio en manos de una firma que se enriqueció con la especulación sólo puede tener un final desgraciado. Otro sostiene comprometer a los capitales financieros nacionales en la economía real y asociarlos con el Estado en políticas de desarrollo es el camino para transformar la matriz económica y, al mismo tiempo, garantizar soberanía alimentaria. Es uno de los tantos dilemas que enfrentará el Presidente en los próximos meses, cuando tenga que abocarse a diseñar el futuro de la Argentina.