El precandidato a gobernador de Michigan por el Partido Republicano Ryan Kelley, un empresario de bienes raíces devenido influencer a través de su canal de video de Youtube, puso en palabras la tensión que subyace al crecimiento de la ultraderecha en todo el mundo. Con un estilo más cercano al de un humorista de stand up que al de un candidato tradicional de la derecha en el centro de los Estados Unidos, Kelley dijo: “¿A alguien más le da repelúsa cuando escuchan decir que hay que proteger a nuestra democracia? Si, ¿verdad? Es lo peor. Es como una piña en la cara, ¿no? Somos una república constitucional pero no dejan de hablar de democracia, proteger nuestra democracia, democracia… la democracia es igual al socialismo que es igual al comunismo. Quieren promover esa idea de democracia que es un ticket hacia la izquierda. Las democracias siempre se convierten en socialismo, que siempre se convierte en comunismo”.
Kelley es un figura outsider del republicanismo tradicional que participa por primera vez de una elección. Como tantos otros que hicieron un recorrido parecido al suyo, sus intervenciones políticas comenzaron a partir de 2017, con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, y se profundizaron durante la pandemia. Una hoja de ruta de la nueva derecha global. En el año 2020 fundó el Consejo Patriótico Americano para coordinar protestas armadas ante las medidas de cuidado dispuestas a causa del coronavirus. El APC (por sus siglas en inglés) organizaba manifestaciones que desafiaban las cuarentenas, de las que participaban grupos paramilitares supremacistas y se llamaba a destituir a la gobernadora Whitmer Gretchen por disponer esas medidas. Eran, según ellos mismos decían en sus mitines, “la punta de lanza en la lucha contra la tiranía”. Las protestas contaban con el respaldo de Trump, que los alentaba desde su cuenta de Twitter.
En mayo de 2020 un grupo de manifestantes armados con fusiles de asaltos y los rostros cubiertos con máscaras ingresó a la legislatura de Michigan para evitar que se apruebe una prórroga del estado de emergencia. La maniobra tuvo éxito y torció el sentido de la votación. Meses más tarde, en octubre, el FBI detuvo a catorce milicianos que complotaban para secuestrar a la gobernadora y tomar el poder. Al menos siete de ellos fueron identificados como asistentes a las convocatorias que hacía el APC. El 6 de enero del 21, durante el histórico asalto al Capitolio, en Washington DC, que buscaba torcer el resultado de las presidenciales que llevaron a la Casa Blanca a Joe Biden, numerosas piezas de video lo muestran a Kelley con un rol protagonista, alentando a otros a sumarse al ataque. En un video que circuló en las redes sociales se lo puede observar subiendo las escalinatas del edificio al grito de: “¡Vamos! ¡Es ahora! ¡Esto es la guerra, baby!”
Nadie dudaría en calificar a este tipo Kelley como un exponente de la nueva ultraderecha en boga en todo el planeta, que algunos llaman neofascismo. Tampoco a Trump, o al brasileño Jair Bolsonaro, o a otras expresiones que operan bajo esas coordenadas, como los españoles de Vox e incluso las figuras más prometedoras del viejo Partido Popular, por ejemplo la alcaldesa de Madrid, Isabel Días Ayuso. En algunos casos, como el de ella, el prefijo “neo” puede resultar confuso o de dudosa aplicación, pero está claro que se trata de expresiones extremistas que gozaron, durante el último lustro, de vigor y potencia: entran en esa lista también los grupos paramilitares ultracatólicos y racistas que perpetraron el golpe de Estado contra Evo Morales en 2019 en Bolivia, el partido postmussolinista Fratelli d’Italia, la formación promilitar Cabildo Abierto que forma parte de la coalición de gobierno en Uruguay o el excandidato presidencial pinochetista José Antonio Kast en Chile.
Sin embargo, cuando se habla de la política argentina, los dirigentes que trabajan bajo las mismas premisas, proponen soluciones parecidas y hasta se asocian con aquellos referentes en el plano internacional reciben apelativos muy diferentes: moderados, centristas, palomas, en el peor de los casos se les dice de centroderecha o les aplican ese comodín ideológico que se volvió la palabra libertario. Nadie los llama por su nombre ni advierte el peligro real que representan para el sistema democrático. Por el contrario, la mayoría de las veces se los pinta (se pintan a sí mismos) como la alternativa sensata, razonable o democrática al peronismo, al que caricaturizan adjudicándole muchas de las peores características de sus adversarios, como si la arena política fuera una costosísima sesión de terapia para los ricos & poderosos del país, o un espejo deforme que solamente muestra de cada uno lo que cada uno está dispuesto a asumir. La autopercepción al palo.
Alcanza con repasar algunas definiciones recientes de los principales precandidatos presidenciales de la oposición, que en las últimas semanas desfilaron por las vidrieras que organiza la élite para escuchar todas las ofertas antes de empezar a decidir cuánto van a poner en cada campaña. El espectáculo por estos días mostró una intensa competencia para amontonarse cada vez más a la derecha: hoy la agenda de ese sector pasa por discutir la dolarización de la economía, como blanqueó Patricia Bullrich y arenga Javier Milei; la prohibición del derecho a huelga, como propuso Mauricio Macri; una reforma laboral profundamente desreguladora, como prometió Horacio Rodríguez Larreta; cuando no directamente el asesinato de delincuentes que promovió desde sus redes sociales José Luis Espert, “el teletubi”, en un video donde se lo ve practicando tiro con un rifle, posteado junto a la frase “Cárcel… o bala”.
Los tópicos se reiteran en todas las latitudes del planeta, aunque adquieren particularidades locales. Rechazan cualquier intervención del Estado en la economía y cualquier forma de impuesto. Exigen una reducción del gasto público en todos los ámbitos, excepto en las políticas de seguridad contra el delito y la protesta social, que piden endurecer o amenazan con ejecutarlas por mano propia. Durante la pandemia, se abroquelaron para resistir las medidas dispuestas con el objetivo de disminuir la circulación del virus. Se proponen minar la confianza en el sistema electoral denunciando fraudes imaginarios sin presentar pruebas o impulsando reformas electorales cuyos efectos resultan siendo contrarios a la universalidad y/o transparencia del acto. Están mayoritariamente en contra de los avances en materia de derechos humanos, laborales y ciudadanos, de la igualdad de género y la diversidad sexual. Siempre proponen una mirada clasista de la sociedad.
Los vínculos no se limitan a una afinidad política e ideológica sino que se retroalimentan con afinidad personal, como exhibió recientemente Macri junto Trump en la intimidad de la residencia del magnate neoyorquino en Mar-a-Lago. Javier Milei estableció un vínculo fluido con Eduardo Bolsonaro, el hijo del presidente brasileño, diputado y articulador de la extrema derecha en toda la región, que lo comparó con su padre y le prometió inversores para su campaña. La cooperación alcanza niveles operativos, como quedó demostrado a partir de la colaboración de las autoridades argentinas con el golpe de Estado en Bolivia, sobradamente probada por investigaciones en ambos países. No debe pasarse por alto la coordinación en materia de persecución judicial, de la que el ejemplo más grotesco fue el intento fallido de armar, en Ecuador, una causa por cuadernos de corrupción siguiendo el mismo guión que se usó en Argentina, y que se cayó con el peritaje de los susodichos.
También une los puntos de esta figura la disposición al uso de la violencia estatal, paraestatal y privada en defensa de la propiedad y como herramienta para imponer reformas políticas que no cuentan con el aval popular. Un hilo que une el asesinato de líderes sociales en el gobierno de Iván Duque en Colombia (van 70 solamente en 2022, fueron 145 el año pasado); la cruentísima represión de las protestas por el gobierno de Sebastián Piñera en Chile (34 muertos, 3500 heridos de bala, 400 personas perdieron la vista, hubo cientos de denuncias por torturas y violencia sexual) y el homicidio de la concejala carioca Marielle Franco; el racismo sistémico en las fuerzas de seguridad y el crecimiento de grupos neonazis en fuerzas armadas de todo el planeta. La doble vara con que se mide esos fenómenos es imposible de ignorar. Basta observar la reacción que hubo esta semana tras el asesinato de la reportera de Al Jazeera Shireen Abu Akleh en Israel.
En octubre del año 2020, por iniciativa de Santiago Abascal, líder de Vox, se publicó la Carta de Madrid, piedra fundacional de un Foro que buscaba posicionarse como la contraparte de ultraderecha del Grupo de Puebla, el Foro de San Pablo y otros ámbitos de articulación de la izquierda. Abascal había intentado en un primer momento que Trump, por entonces presidente, apadrinara la iniciativa, pero no tuvo éxito así fue que se decidió por la vía epistolar. El texto declara la guerra cultural al progresismo y establece en iberoamérica el campo de batalla. “Una parte de la región está secuestrada por regímenes totalitarios de inspiración comunista, apoyados por el narcotráfico y terceros países (...). El avance del comunismo supone una amenaza para el desarrollo de nuestras naciones, así como para las libertades y los derechos de nuestros compatriotas?”, dicen. Gracias al candidato a gobernador de Michigan ahora sabemos qué quieren decir cuando hablan de comunismo.
Esa carta, que tiene entre sus firmantes, además del propio Abascal, a Bolsonaro hijo, a la líder del neomussolinismo italiano Giorgia Meloni y al pinochetista Kast, cuenta con el aporte de varios dirigentes de la derecha argentina, entre ellos un exmiembro del Consejo de la Magistratura, Alejandro Fargosi, Milei, Espert y nada menos que ocho (8) dirigentes de Juntos por el Cambio. Pusieron su estampa junto a la crema y la nata de la extrema derecha internacional los diputados y exdiputados Francisco Sánchez, Waldo Wolff, Alfredo Schiavoni, Carla Piccolomini, Hernán Berisso, Pablo Torello, Jorge Assef y Juan Aicega. Sánchez es referente de una agrupación, Unión Republicana, que se atribuyó colgar bolsas de cadáveres con los nombres de dirigentes oficialistas en una protesta frente a la Casa Rosada. En esa agrupación también participa Jimena de la Torre, jefa de despacho de Cristian Ritondo, flamante candidato a gobernador bonaerense de la escudería Macri.
No tiene que sorprender este entramado que mezcla dirigentes de distintas vertientes de la derecha de todo el planeta; después de todo la nueva derecha parece tener inquietudes y métodos bastante similares a la que ya conocíamos. La disyuntiva que plantea Kelley entre democracia y república no es otra cosa que una manera de poner en palabras la tensión histórica entre la libertad y la igualdad. La república en este caso no representa la libertad del pueblo, sometido por la desigualdad y la violencia, sino, por el contrario, los obstáculos que la clase dominante pone a la voluntad popular cuando ésta decide avanzar en direcciones imprevistas. Una especie de derecho a veto institucional de los dueños del capital. En la Argentina, ese es el verdadero cepo, que impide dejar atrás el ciclo histórico de crisis recurrentes. Democracia o no son los únicos dos modelos en discusión, como entendió bien Lula en Brasil. Todo lo que nos distraiga debería quedar en un segundo plano.