Uno.
En la vida rara vez las cosas son blanco o negro. Por ejemplo: el escándalo por las vacunaciones de privilegio, probablemente el más severo que tuvo que enfrentar Alberto Fernández desde que llegó a la presidencia de la Nación, con repercusiones políticas cuyo alcance aún no se alcanzan a ver, tuvo como contrapartida positiva que al menos durante cuarenta y ocho horas la oposición dejó de hacer campaña contra las vacunas y coincidió en la importancia de que se inmunicen lo antes posible todas las personas en riesgo, desde trabajadores expuestos hasta adultos mayores. Esperemos que dure.
El daño político difícilmente pueda ser reparado, pero más allá de los cálculos electorales, el gobierno tiene ahora la obligación de desplegar un operativo de vacunación masiva de forma rápida, eficiente y de una transparencia prístina. Como anticipó El Destape, esta semana se espera que lleguen al país dos millones de dosis de vacunas Sputnik y Sinopharm. Para los primeros días de marzo, las inyecciones deberían estar dándose a un ritmo no menor a las cien mil por día. Quizás no ayude a reparar la confianza que se perdió pero permitirá que puedan volver a levantar la frente para mirar a los argentinos a los ojos una vez más.
Es un lugar común decir que lo urgente no deja tiempo para la importante, y a partir del viernes Fernández se cargó con una urgencia más. A las agendas económicas y sanitarias, que hoy ocupan los primeros lugares entre las preocupaciones de los argentinos, deberá agregarle la de la confianza. Una carga demasiado pesada para cualquiera. Detrás de esos problemas, asoma en el horizonte otro, cuyas consecuencias quizás no se noten en lo inmediato pero que puede definir no solamente el destino de este gobierno sino la factibilidad de una democracia en la Argentina y la región.
Dos.
En Australia, ante la posibilidad de que el parlamento sancione una ley que establezca un arbitraje entre las plataformas de internet y los medios de comunicación para acordar un canon que rescate a estos últimos de la anemia económica que viven actualmente (uno de cuyos motivos, no el único, es que la publicidad estatal y privada se vuelca cada vez más a las redes y menos a los generadores de contenido), Facebook decidió hacer un apagón informativo: dejar de reproducir noticias generadas por medios australianos. La medida puso en manifiesto la debilidad de los Estados a la hora de regular a estas corporaciones.
El argumento de Facebook es que son ellos los que brindan un servicio a los medios, al dirigir tráfico en esa dirección, y no al revés. En realidad, se apalancan en que la dependencia mutua es asimétrica: las noticias sólo representan un cuatro por ciento del total de la actividad en esa plataforma, mientras que los medios de comunicación, sin ella, ven reducido su caudal en un veinte por ciento, o más. La posición monopólica de las corporaciones (no solamente Facebook, sino también Google y Amazon, entre otras) termina de pintar un cuadro desfavorable para cualquiera que deba sentarse a negociar.
A la espera de que Australia acepte dar de baja la legislación propuesta so pena de un apagón informativo inédito, Facebook cerró un acuerdo con NewsCorp, el principal conglomerado de noticias local. El resultado será una mayor concentración que perjudicará a los medios de menor envergadura, que, a su vez, son los que más necesitan de las redes sociales para difundir su contenido. Con otra dinámica, el reciente acuerdo de Google con Clarín y La Nación, en Argentina, puede tener efectos similares: la monopolización del periodismo en manos de corporaciones privadas y el desempoderamiento del Estado.
Tres.
El viernes por la noche se confirmó el ballotage en Ecuador entre el candidato del correismo, Andrés Arauz, y el banquero Guillermo Lasso. Antes que eso, Lasso y el candidato que salió tercero, Yaku Pérez, intentaron un acuerdo entre ellos para recontar votos sin consultar al Consejo Nacional Electoral ni a Arauz. El sponsor de ese acuerdo espurio fue la misma OEA que protagonizó el golpe de Estado en Bolivia. La transparencia de la segunda vuelta aún no está garantizada y el organismo con sede en Washington otra vez está operando contra la democracia de un país sudamericano.
El golpe de Estado contra Evo Morales sucedió durante el mandato de Donald Trump, pero el cambio de color político en la Casa Blanca no modifica algunas cosas. Por el contrario, la alianza entre el Partido Demócrata y las corporaciones digitales le da al Joe Biden una herramienta que su sucesor no tuvo y sufrió en carne propia: la posibilidad de eliminar discursos, dar de baja cuentas y hasta remover plataformas enteras. Cuando el que estaba en la mira era el antipatiquísimo Trump, era fácil caer en la tentación de aplaudir la censura. Las ramificaciones de esta novedad son bastante más complejas.
Más allá de la guerra comercial entre Estados Unidos y China, que tendrá a América Latina como campo de batalla, asoma en el horizonte del siglo XXI otra guerra, de consecuencias impredecibles, entre dos modelos de capitalismo corporativo: el de Silicon Valley, donde el poder recae en manos de unos pocos empresarios, y el de Beijing, con sustento estatal. Ninguno de los dos es compatible con la democracia en el largo plazo ni tiene incentivos para encontrar una compatibilidad. Urge la búsqueda de un tercer modelo, alternativo a ambos, que siga poniendo a las sociedades en el centro del esquema.
Cuatro.
El viaje de Fernández a México para participar de las celebraciones por el bicentenario de la independencia de ese país debe leerse no solamente en el marco de una alianza estratégica entre ambos países fortalecida por el aislamiento voluntario del Brasil bolsonarista, sino como el intento del presidente argentino de apostar por una suerte de tercera vía en la guerra comercial que se avecina. Una suerte de movimiento de no alineados donde también aparecen el resto de América Latina, la Unión Europea, Rusia y la India. Un mundo que no puede darse el lujo de prescindir de la relación con ninguna de las dos potencias.
A la luz de las novedades, esa alianza debería explorar caminos conjuntos para ponerle un dique a la expansión del poder de las corporaciones digitales sobre los poderes nacionales y las convenciones democráticas. Ese límite no puede ser más autoritarismo estatal sino algún tipo de regulación global que establezca límites, responsabilidades y consecuencias. La Unión Europea es el espacio más avanzado en ese sentido y su experiencia puede servir de punto de partida, aunque es necesario poner metas más ambiciosas, que solamente pueden alcanzarse a través de una estrecha cooperación internacional.
No será sencillo: la pandemia ha demostrado el último año la dificultad de encontrar puntos de encuentro entre distintos países y bloques regionales, incluso cuando existen más incentivos que nunca para dejar de lado las diferencias y trazar un camino común. La campaña de vacunación, un esfuerzo genuinamente global, nos encuentra muy lejos del nivel de colaboración necesario para imponer una respuesta común a esta amenaza a la democracia. Será una epopeya cuyo éxito no está, en absoluto, garantizado, más bien al contrario. No hay, sin embargo, ninguna excusa para dejar de intentarlo.