Los dos tiros en la cabeza que mataron a Lucas González los dispararon efectivos de la policía porteña que transitaban de civil en un auto sin identificación, práctica habitual de esa fuerza en los barrios pobres de la zona sur de la ciudad. "Esto pasa todos los días. Policías falopeados matan a pibes inocentes y quieren hacer pasar los hechos por tiroteos", denunciaron los familiares de la víctima. Lo que no dicen, porque no hace falta, porque en esas calles lo saben todos, es qué salen a hacer esos policías falopeados en vehículos que muchas veces ni siquiera tienen patente.
Al conocerse el episodio se puso en marcha una maquinaria política, mediática, policial y judicial para encubrir el crimen y exonerar a los responsables. Durante varias horas, en el expediente figuraba un arma de juguete plantada en el baúl del auto, los portales hablaban de un tiroteo con delincuentes que habían abierto fuego contra la policía y los funcionarios del gobierno de la Ciudad encargados del asunto guardaban un estratégico silencio. La brutalidad de la noticia terminó por romper el cerco; aunque la impunidad tiene más capas que una cebolla, no será fácil barrer este caso bajo la alfombra.
Es inevitable preguntarse cuántos Lucas hay que no llegan a la tapa de los diarios o, peor, cuya muerte termina exhibida en una pantalla como un trofeo, por comunicadores y políticos que promueven la justicia por mano propia o de las fuerzas de seguridad, con pena de muerte y sin juicio previo. Y cuántos pibes que no terminaron muertos, como Lucas, pero sí asaltados por estas bandas parapoliciales para sacarles lo poco que tienen, algo de plata o de droga, o el auto, o para encajarles la culpa de otro delito, como sucedió con Fernando Carrera en la Masacre de Pompeya, en el año 2005.
A diferencia del lamentable asesinato de Roberto Sabo, el kioskero de Ramos Mejía que sirvió de plataforma para la campaña opositora días antes de las elecciones, el de Lucas no fue un crimen común sino un episodio que destapa una olla de delito organizado, corrupción policial, violencia institucional, connivencia política y judicial, racismo y clasismo en el corazón del proyecto de país de la derecha argentina. Por eso no alcanza con separar, investigar y eventualmente condenar a los culpables. Debe ponerse en cuestión un sistema criminal y un discurso ideológico que habilita este tipo de desenlaces.
No es un problema que se acabe en la General Paz o el Riachuelo. La policía violenta es endémica en la Argentina y se manifiesta en todo el territorio nacional, bajo las condiciones y conducciones políticas más variadas. El fenómeno porteño, en todo caso, reviste especial interés porque se trata de una fuerza de seguridad nueva, planificada y ejecutada desde el primer día por un mismo sector político, que pudo moldearla a su imagen y semejanza. Dijo María Eugenia Vidal hace 10 días: “En la Ciudad te sentís más seguro porque un día con Mauricio Macri empezamos una policía de cero”. Puede fallar.
Macri decidió crear una Policía Metropolitana apenas asumió como jefe de Gobierno porteño. El anuncio se hizo en marzo de 2008 y dos años más tarde la nueva fuerza ya desplegaba unos 500 efectivos en las calles de la Saavedra y Villa Urquiza. En teoría, su rol era el control de faltas menores, como los trapitos o la venta callejera. En la práctica, ese despliegue era una excusa para montar una estructura de inteligencia paraestatal, una práctica que el líder del PRO repetirá y perfeccionará a lo largo de su carrera política. Desde el minuto cero, la policía porteña se dedicó a espiar.
El 5 de febrero de 2010, cuando entró en funciones esa primera dotación, además de Macri encabezaron aquella ceremonia su jefe de Gabinete, Horacio Rodríguez Larreta, el ministro de Seguridad Guillermo Montenegro y el jefe de la fuerza, Eugenio Burzaco. Pero Burzaco no era la primera persona que ocupó ese cargo. En la breve vida que llevaba hasta entonces la policía, antes de poner un solo agente en la calle, dos personas habían salido eyectadas de la cúpula de la Metropolitana: Jorge “el Fino” Palacios y Osvaldo Chamorro, ambos involucrados en una investigación por escuchas ilegales.
La fuerza que imaginaron Macri y Rodríguez Larreta fue creciendo rápidamente. Para el año 2013 operaba en todo el territorio porteño, en simultáneo con la Federal y, en los barrios del sur, grupos de gendarmes. En esa coexistencia con reglas poco claras, la Metropolitana tenía su papel principal como brazo armado del gobierno porteño en conflictos con sentido político. Primero, el desalojo de manteros. Luego, la represión en el Hospital Borda y en el Centro Cultural San Martín, donde hubo heridos con balas de plomo. Allí se inauguró otra tradición: apuntar contra la prensa que cubre los operativos.
La Policía de la Ciudad, que otra vez planificaron juntos Macri y Rodríguez Larreta, fue la continuación lógica de ese proceso, con más presupuesto y sin tener que compartir territorio con otros uniformados. La doctrina Bullrich de seguridad derramó desde la Casa Rosada: autogobierno, disparar antes de preguntar, cobertura institucional ante actos de violencia. El día que cumplía 5 años en la calle, tres agentes de civil en un auto sin identificación mataron a Lucas. Fue la víctima fatal número 121 de la bala rápida de los cobanis PRO. Uno cada dos semanas desde octubre de 2016.
En el interín fue perfeccionando otras funciones, ninguna de ellas previstas por la ley nacional ni las normas locales, pero todas sumamente provechosas para el proyecto político de los amarillos. A partir de la proliferación de manifestaciones en contra del gobierno, la Policía de la Ciudad comenzó a plantar infiltrados para hacer disturbios y justificar la represión posterior. Por otra parte, según investigaciones judiciales, colaboró con al menos cinco agentes que trabajaron bajo la órbita de la AFI como parte del esquema de espionaje que montó Macri a partir de su desembarco en la Casa Rosada.
Una policía así no se corresponde con las necesidades de una ciudad como Buenos Aires sino con las prioridades de sus jefes políticos. La contrapartida es carta blanca para circular por los barrios pobres del sur levantando pibes por el color de la piel o cómo se visten, para robarles o plantarles evidencia de los robos que ellos cometieron. No se puede entender cabalmente el asesinato de Lucas si no se lo considera en este contexto: el de una policía diseñada, “desde cero”, para ser muchas cosas (espías, represores, infiltrados, chorros, mafiosos, homicidas) menos lo que necesitan los vecinos.
Tampoco se puede soslayar, a la hora de poner en contexto el crimen, la penetración del discurso ultra punitivista de algunos dirigentes políticos y muchos comunicadores, empezando por el expresidente Macri, la exministra de Seguridad Patricia Bullrich y el respaldo irrestricto al policía Luis Chocobar, que asesinó a un delincuente por la espalda, o a los efectivos de Gendarmería y Prefectura involucrados en los homicidios de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. Todo forma parte de un peligroso toma y daca ubicado en los bordes de la convivencia democrática. No son casos aislados, es un modus operandi.
En un país en el que candidatos mainstream piden en campaña “transformar en queso gruyere a un par de delincuentes”, el peronismo todavía no encontró cómo hablarle de seguridad a la gente. Ni la severidad impostada de Sergio Berni, ni los análisis universitarios de Sabina Frederic ni las estadísticas que esgrime en cada entrevista Aníbal Fernández pudieron dar respuesta a una demanda popular cada vez más extendida. Es necesario encontrar una solución a ese problema porque todo lo que no haga ahora lo hará la derecha, a su manera, en cuanto se le presente la oportunidad.