Brasil atraviesa la peor crisis sanitaria de su historia. Chile está pasando el momento más difícil de esta pandemia, a pesar de tener una tasa de inmunización top a nivel mundial. Paraguay recién está recibiendo este fin de semana su primer lote de vacunas. En los tres países resulta difícil, y para muchos es imposible, conseguir una cama de terapia intensiva o un respirador a tiempo. Los pacientes mueren esperando. A un año del comienzo de la primera cuarentena, la Argentina todavía no tuvo que pasar por ese trance.
Esa es la medalla más brillante en el pecho del presidente Alberto Fernández a esta altura de su mandato. El logro más resonante de la gestión que hizo su gobierno de esta crisis sanitaria, económica y política. Incuestionable. Indiscutible. Se construyeron y se equiparon hospitales en todo el país. Se contrataron profesionales, que están en la primera línea a la hora de recibir las vacunas. Se compraron respiradores, insumos. Se investigaron terapias experimentales. Se cumplió un año y el sistema de salud resistió los embates.
Ese logro está en peligro. El epicentro de la pandemia volvió a posarse en América Latina, particularmente en el Cono Sur, donde todos los países experimentan un nuevo pico de casos y muertes. La Argentina todavía se encuentra en la ladera de esa montaña, unas semanas por detrás de sus vecinos, pero el cambio alcista en la tendencia es notorio. La curva la empuja CABA, que en las últimas dos semanas aumentó un 25 por ciento las infecciones registradas. Ya aprendimos que puede expandirse rápidamente a todo el país.
Lo que se pone en juego es muy caro para Fernández. Con o sin medidas de confinamiento, un rebrote de la magnitud que se ve del otro lado de las fronteras puede herir de muerte el frágil equilibrio económico que planea conducir hasta las elecciones de medio término. La recuperación del poder adquisitivo es una condición necesaria para ser competitivo en las urnas con el objetivo que se trazó el gobierno en voz alta: capturar una mayoría de las bancas en ambas cámaras. Menos que eso será leído como una derrota.
La peligrosidad de las nuevas variantes puede resumirse en un dato: el martes, una de cada tres personas que falleció por Covid en el planeta lo hizo en Brasil. El riesgo es que la expansión de estas cepas, que por ser más infecciosas acaban por colonizar rápidamente la mayoría de los casos, ponga a todo el mundo en una situación que haga empalidecer los peores recuerdos del 2020. Y la única forma que existe de frenar ese avance es la que conocemos desde el primer día: aislamiento y restricciones.
En todo el mundo, ante el avance de un nuevo pico de la enfermedad, se vuelven a tomar medidas para detener la velocidad de los contagios:
Francia reestableció esta semana una cuarentena parcial. París y otras quince áreas, donde viven 21 millones de personas, quedarán bajo este nuevo régimen. Las escuelas permanecen abiertas, pero todos los negocios no esenciales deben cerrar y están prohibidos los viajes interurbanos. Se permite el ejercicio en exteriores pero para salir de la casa, en las zonas afectadas, es necesario llenar una declaración jurada. Hay toque de queda en todo el país entre las siete de la tarde y las seis de la mañana.
En Italia, hace una semana se dictó un nuevo confinamiento. Escuelas, restaurantes y comercios permanecerán cerrados hasta después de las pascuas en la mitad del país, incluyendo las ciudades de Roma y Milán. La gente sólo puede salir a la calle para trabajar, por motivos de salud o para hacer compras esenciales. En España hay vigente un toque de queda que durará por lo menos hasta mayo. Las escuelas cerraron en Grecia y República Checa. En Irlanda confirmaron que continúan las medidas más duras al menos hasta abril.
En América Latina la situación no es muy distinta. A pesar de la resistencia del gobierno de Jair Bolsonaro, los gobernadores brasileños impusieron sus propias restricciones. Las ciudades más populosas llevan ya varios días y hasta semanas de lockdown. Santiago de Chile también regresó a la fase más estricta de su plan de aislamiento. En Uruguay se suspendió la obligatoriedad de las clases. En Paraguay, las protestas que cercan al presidente Mario Abdo piden, entre otras cosas, una cuarentena dura para frenar al virus.
El gobierno argentino considera que no están dadas las condiciones en el país para volver a imponer un régimen estricto. El éxito de la cuarentena temprana dictada hace un año, que demoró algunos meses el aumento exponencial de casos, dando tiempo para reforzar el sistema de salud, quedó empañado por las marchas y contramarchas posteriores, en las que se desgastó el vínculo entre las autoridades y un sector de la sociedad, azuzado por una oposición irresponsable y sus necesidades más urgentes.
Uno de los motivos por los cuales una nueva cuarentena no es una opción es que sería necesario complementar cualquier decisión en ese sentido con un desembolso de recursos (vía IFE, ATP y/o un nuevo programa) que permita sostener a la sociedad mientras duren las restricciones. Eso no está en los cálculos del gobierno para este año y, mientras Martín Guzmán negocia en los Estados Unidos el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, las chances de que eso cambie tienden a cero.
Si la apuesta va a ser apelar a la responsabilidad colectiva, algo que fracasó el año pasado, con la ayuda inestimable de quienes, en los primeros días, prometían que al virus lo frenaban entre todos, resultará imprescindible que el gobierno afine la puntería comunicacional. Es necio apostar a la conciencia sin dar las herramientas informativas para que todos tomen una buena decisión. Tercerizar eso en los medios de comunicación que hacen oposición abierta es desentenderse de la sociedad.
La velocidad de vacunación aumentó mucho en los últimos quince días pero encontró un cuello de botella en la cantidad de dosis que hay disponibles. A un ritmo que hace diez días superó las 150 mil inyecciones diarias, las partidas de un tercio o medio millón de dosis apenas alcanzan para un par de días. Se vuelve imprescindible la llegada de vacunas en otra escala, algo difícil de garantizar por motivos que son ajenos a la Casa Rosada. La llegada de tres millones de Sinopharm que se espera para esta semana pueden traer alivio.
Los rusos prometen que en abril se normalizará la producción de la Sputnik, y podrá garantizar un flujo constante hacia el país. Lo mismo habían dicho para marzo y antes para febrero. La coproducción con México de vacunas de AstraZeneca se demoró primero por cuestiones logísticas y ahora por trabas administrativas. El laboratorio de mAxience en Garín envía seis millones de dosis por semana pero todavía no volvió al país ni una sola. Entre estas y aquellas, los contratos prevén más de 40 millones de dosis.
Incluso si la llegada de vacunas se destrabase y la Argentina pudiera llevar su ritmo de vacunación a un millón por semana (por ahora el tope fue de 800 mil), tomaría todo el otoño terminar de inmunizar a los grupos definidos como prioritarios. La vacuna nos va a salvar del coronavirus pero no llegará a tiempo para evitar esta nueva ola. Mientras trabaja para inocular lo antes posible a todos los argentinos, el gobierno solo tiene tres herramientas posibles: convencer, obligar o resignarse. Hay dos que son difíciles. La tercera es suicida.