Argentina atraviesa uno de los períodos más críticos de su historia, en la que no escasean las crisis. La mitad de los argentinos viven mal o pésimo, después de una década de estancamiento coronada por tres años de recesión y nueve meses de la peor tragedia económica de la que se tenga registro, y que arrastró a todo el mundo al barro. Cerraron decenas de miles de empresas, llevadas a la quiebra por la doble tragedia del macrismo y el coronavirus. Esa enfermedad se cobró más de cuarenta mil vidas y por momentos estuvo fuera de control. La desocupación está en niveles récord.
El lawfare, que limita en los hechos las capacidades legítimas de un gobierno surgido de la voluntad popular, sigue vigente. El presidente Alberto Fernández por momentos parece no dar la talla de su responsabilidad. Ya nadie discute que el gabinete tiene varias piezas que nunca funcionaron. En el Congreso, el oficialismo no pudo en ningún momento consolidar una mayoría en ambas cámaras ni partir al bloque opositor para facilitar la agenda parlamentaria al Poder Ejecutivo. El establishment dio una guerra sin cuartel desde el primer día. La estrategia del diálogo a ultranza no dio el resultado esperado.
Hasta aquí, el vaso medio vacío. Una descripción crítica pero honesta de la realidad argentina en los últimos días del peor año de la historia. No se parece, sin embargo, en nada a la caracterización que inventa (y en algunos casos se cree) la oposición política y empresarial, denunciando un gobierno no plenamente democrático, poco respetuoso de la separación de poderes y de las libertades civiles, alineado globalmente con una especie de eje del mal imaginario entre Rusia, China, Cuba, Venezuela e Irán, hundido en el caos social y el delito, sin otra deriva que un mayor grado de autoritarismo en el futuro.
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Esa descripción cierra los ojos ante la evidencia. El saneamiento de la AFI ha sido el avance institucional más importante que ha tenido la Argentina en décadas; el gobierno ha retrocedido ante fallos de jueces de primera instancia, como en el caso Vicentín, y se ha mostrado impotente ante la arbitrariedad de la Corte Suprema en causas sensibles; la libertad de prensa es total e incluso permite discursos que atentaron contra la salud pública en plena pandemia y geopolíticamente mantiene una posición de pragmatismo sin claudicar en ciertos principios vinculados a los derechos humanos y el multilateralismo.
Lo cierto es que el escenario, sin ser bueno, está lejos de ser el peor de los que se delinearon para este año. En el plano económico, no hubo default ni hiperinflación ni el dólar se fue a 200 pesos ni se acabaron las reservas. En el plano social, se evitó el estallido que algunos vaticinaban desde marzo. En el plano político, el Frente de Todos goza de buena salud y llegará competitivo a las elecciones de medio término. Todo en el contexto de la crisis global por el coronavirus, que ha desarmado los planes de cada país del planeta. Cualquier análisis que omita esa circunstancia no es un análisis, es un asalto intelectual.
El gobierno, que había heredado de Macri una tarjeta de crédito en rojo, tuvo que hacer frente a un esfuerzo fiscal extraordinario que sostuviera el músculo sanitario y atajara a los que se caían de la economía pandémica. La inflación le puso límite a la capacidad de emisión. Administrando carencias, el gobierno desplegó en tiempo récord una estrategia de contención sostenida en el IFE y el ATP. Salió a buscar a tres millones de personas para ayudar y descubrió nueve. Las ayudó a todas. Puso comida en la mesa de un cuarto de la población del país. Todo, mientras renegocia la deuda más grande e impagable de la historia.
Un trabajo extraordinario de militancia territorial apoyada por el estado a nivel nacional, provincial y municipal pudo poner límite al descontento obvio en un sector de la población que lleva demasiado tiempo a la intemperie. Nada puede darse por sentado de ahora en más, pero no deja de resultar llamativo que en este contexto estemos transitando uno de los diciembres más tranquilos en muchos años. Es un equilibrio que siempre resultará precario hasta tanto no se resuelvan problemas estructurales. Sostenerlo durante la pandemia es una buena noticia, pero no puede ser la medida de las cosas en el futuro.
En el plano político, con muchos claroscuros, puede anotarse varios triunfos en apuestas que no siempre tenían el éxito garantizado: el saneamiento de la AFI, la regulación de tarifas de servicios públicos, el difícil acuerdo con los acreedores privados, la recuperación de los fondos que Macri había asignado de manera irregular a la ciudad de Buenos Aires, el aporte extraordinario a las grandes fortunas del país y su intervención tras el golpe en Bolivia, salvando la vida de Evo Morales y colaborando con la recuperación de la democracia son puro capital que Alberto Fernández puede anotarse en la columna de haber.
A pesar de la pandemia y el obstruccionismo bobo de la oposición, el Congreso tuvo un año prolífico, duplicando la actividad de los ciclos 2018 y 2019, cuando Juntos por el Cambio mantuvo prácticamente cerrado a cal y canto al Poder Legislativo. Seguirá trabajando hasta las últimas horas del año, porque el martes se dirimen dos leyes de alto impacto político: la interrupción voluntaria del embarazo en el Senado y la nueva fórmula de movilidad jubilatoria en la cámara de Diputados. En ninguno de los dos casos hay certeza sobre el resultado de la votación. El oficialismo arriesga y a veces gana.
A veces no. La reforma judicial sigue en el tintero y ni siquiera hay un acuerdo claro entre los socios del Frente de Todos sobre cuál debería ser su sustancia. El boicot a la elección de Mauricio Claver Carone al frente del BID terminó con una derrota previsible. La designación de Daniel Rafecas para el Ministerio Público Fiscal está trabada. Apuestas que no pagaron y generaron un costo político importante sin ofrecer nada a cambio. Vicentín sigue siendo una mácula que no se le puede atribuir a ningún virus, probablemente el peor momento del primer año de Fernández. Pero el balance está lleno de grises, lejos de la catástrofe.
La respuesta sanitaria a la amenaza del Covid se puede medir con una vara similar. El éxito era una quimera, como terminó de demostrar la segunda ola de la pandemia, que arrasa incluso en aquellos lugares que habían capeado con éxito el primer embate: ya no existe el milagro japonés, ni la estrategia sueca, ni el ejemplo uruguayo. Argentina empezó bien ante una emergencia que todos imaginaban podría durar algunas semanas y tuvo problemas para adaptar su estrategia cuando el peligro demostró tener un aliento mucho más largo. Ni los campeones del mundo ni los peores, con lo que había, que no era tanto.
El esfuerzo para fortalecer a contrarreloj el sistema de salud fue titánico y dio resultado: Argentina puede jactarse de que no hubo un colapso y casi siempre se pudo dar atención a quienes lo requerían, algo que no pudieron garantizar otros países con mejor infraestructura y más recursos. En consecuencia, la cantidad de muertes en exceso no se disparó. Hubo respuestas rápidas y eficientes del sector científico, que ofreció tratamientos novedosos (como el plasma y el suero hiperinmune) y participó de múltiples estudios que facilitaron la evaluación de las vacunas, acelerando el proceso de inmunización en todo el mundo.
Esta semana, la llegada de la Sputnik V volvió a desarmar los relatos de mediocridad y puso en perspectiva el trabajo del gobierno argentino en un mercado de oferta limitadísima y demanda casi infinita. Argentina forma parte del segundo lote de países en el mundo que comienza su campaña de inoculación, prácticamente al mismo tiempo que la Unión Europea, Israel, Corea del Sur, Chile y México. Como la mayoría de esos países, ya tiene acuerdos para acceder a suficientes dosis como para inmunizar, a lo largo de 2021, a toda su población adulta. Es uno de los pocos que, además, fabricará vacunas.
Así las cosas, no se hizo todo tan mal. Al principio del 2020, incluso antes de que la amenaza del Covid fuera palpable, el economista Emmanuel Álvarez Agis hizo un vaticinio: “Si todo sale bien va a ser un año de mierda”. Consultado por su visión actual, con el diario del lunes ya en rotativas, llega a una conclusión parecida: “Desde lo económico, se hizo todo lo que se podía hacer e incluso un cachito más. Alberto Fernández, con 2 escarbadientes, sacó un 2020 bastante digno. Fue el peor año de la historia, no hubo crisis social, salvaste a muchas empresas y no volamos por el aire. Estaba todo dado para que sí. Gran mérito.”