Un diálogo importa una interlocución, o sea, voces que se entrecruzan y, también, oídos dispuestos a escuchar. Una conversación en sentido lato, cualquiera sea su tono, con la serenidad o la vehemencia que adopten quienes participen; acompañada de una disposición a considerar –se compartan o no- las ideas, convicciones, reflexiones o proposiciones que se formulen. ¿Cuál o cuáles son los diálogos que cabe proponer desde el Estado y el Gobierno? La respuesta no es sencilla, ni puede prescindir del contexto histórico, de las políticas que los definan y de las coyunturas que se afronten.
Con la ciudadanía en general
La relación con el Pueblo es fundamental en una democracia, lo que supone explorar diferentes vías de interrelación para conocer las demandas, su legitimidad y oportunidad; las necesidades que involucran, en función de un determinado orden de prioridades; los cuestionamientos que puedan expresarse, en consonancia con el debido respeto de las minorías, pero partiendo de la imprescindible consideración del mandato recibido de las mayorías y del apego a los compromisos que fundaron esa subjetividad colectiva prevalente.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
A la par, tener aptitud para informar sobre qué se hace, por qué se hace y cuál es el propósito que guía ese quehacer gubernamental.
No son ninguna novedad las dificultades comunicacionales que padecen los gobiernos no alineados con los poderes fácticos, ni las graves falencias de que adolecen con frecuencia esos gobiernos, a lo que no escapa el actual.
Esa afirmación corroborable sin requerir análisis ajenos a la percepción de cualquiera del común, tampoco puede soslayar que la multiplicidad de alternativas que las tecnologías de la información y la comunicación (TICs) ofrecen no pueden usufructuarse en general de igual modo, sino que responden a los mismos patrones que rigen desde siempre y que denotan abismales desigualdades.
La prensa –comprendiendo todas las plataformas de las que puede servirse- tiene una gravitación innegable, al punto que ha sido calificada desde antiguo como “el Cuarto Poder” adicionándolo a los tres clásicos de la República (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). Siempre ha tenido una influencia preponderante en la formación de la opinión pública, en la conformación del “sentido común” aunque es sabido que éste se trata del menos común de los sentidos.
No porque sea nuevo, pero sí por resultar novedoso, el papel de la prensa ha adoptado un cariz singular en estas últimas décadas.
En primer lugar, por perder paulatinamente todo código periodístico en la mayoría de los grandes medios. En segundo lugar, por instalar una inexistente identidad entre noticias y prensa como fuente de las mismas. En tercer lugar, porque las grandes usinas mediáticas no sólo son “multimedios” sino empresas que trascienden, y mucho, las fronteras que definen a los medios de comunicación, operando en ámbitos económicos de lo más diversos y en emprendimientos –productivos y financieros- por completo extraños a lo que es inherente a la “prensa”, pero amparándose en una declamada “libertad de prensa” para defender prebendas e intereses que en nada se corresponden con aquélla.
Más allá de esas caracterizaciones que hacen a la singularidad señalada, cobra hoy particular relevancia la recurrencia a la mentira (las falsas noticias) como práctica de comunicación y la grave promiscuidad que exhibe con uno de los formales Poderes del Estado (el Judicial).
Si bien es necesario mejorar sustancialmente la aptitud comunicacional de los gobiernos populares, valiéndose de los medios tradicionales y también de los muy variados que proveen las TICs, parece insuficiente la “virtualidad” como instrumento de comunicación pues difícilmente podrán competir con los medios hegemónicos en ese terreno.
Desde esa perspectiva, entonces, pareciera indispensable mejorar las poleas de transmisión a través de las organizaciones identificadas con esos gobiernos, tanto las que responden a una institucionalidad consolidada (agrupaciones y partidos políticos, sindicatos, organismos de derechos humanos), como las que poseen un implante territorial ostensible a través de diversas formas de organización, nucleamiento y representación social.
Son imperativos que cobran mucha mayor entidad en situaciones excepcionales, en momentos tan extremos como los que vivimos en razón de la pandemia y que fueron –y aún son- analogados por muchos como una “guerra”.
Si así fuese, o pudiera ser de ese modo asimilado: ¿Quién se atrevería a poner en cuestión que el gobierno recurriese a medidas extraordinarias para proteger al país y a sus habitantes? ¿Quién podría válidamente anteponer libertades individuales al bien común, a la salud pública, a la defensa de la vida? ¿Quién podría alegar la libertad de prensa y de expresión como justificante de una irresponsable –e incluso, deliberada- propagación de información falsa, que pusiera en riesgo nuestra soberanía –sanitaria-, nuestra población?
Con la juventud
La vocación de diálogo con los jóvenes es imprescindible, en tanto en ellas y ellos depositamos nuestro futuro, porque es natural que desde esa franja etaria se interpelen creencias y prácticas que constituyen paradigmas cuya validez pueda haber perdido vigencia o que, quizás, jamás la tuvieron.
En la juventud se pone en crisis la propia existencia, se alientan utopías necesarias para revisar lo que nos ha sido dado, se desarrollan ideas disruptivas que impulsan la evolución de la sociedad.
Reconocer esas cualidades no importa soslayar la necesaria articulación con los saberes que, la misma vida y las experiencias acumuladas, aportan quienes han dejado atrás la juventud.
Menos todavía cabe entender legítimo, que se admitan conductas irreflexivas animadas sólo por el deseo personal, prescindentes de las consecuencias sociales que pueden deparar, o claramente irresponsables.
La falta de cuidados en esta segunda ola pandémica no debe tolerarse, ni minimizarse la entidad de las infracciones a protocolos elementales. Sin embargo, debemos apreciar algunas diferencias a la hora de asignar responsabilidades.
En el caso de los adolescentes menores de 18 años, prima la responsabilidad de los adultos a cuyo cargo –familiar o circunstancialmente- se encuentren. Es a ellos a los que deben dirigirse los reproches, por la desatención de actitudes que facilitan los contagios.
Los mayores de edad, más allá de su juventud, deben hacerse cargo de sus propios actos y, con ello, de las consecuencias de infringir deberes sociales primarios en la crítica situación sanitaria actual.
Son inaceptables “rebeldías” juveniles de esa índole, ni puede confundirse el inexcusable ejercicio de la autoridad estatal para neutralizarlos con “autoritarismo”. Confusiones que, lamentablemente, abonan adultos que hace rato dejaron de ser jóvenes, imbuidos de ideas o motivaciones antisociales e insolidarias.
Con empresarios y sindicalistas
La incidencia en el mundo del trabajo y la producción que la peste ha tenido, y continúa teniendo, genera razonable preocupación.
Otro tanto sucede con la común exigencia por la recuperación de la actividad económica, que en algunos sectores causa desesperación.
Admitirlo no significa que, para mitigar esos temores o satisfacer tales demandas, se acentúen los peligros que resultan del vertiginoso crecimiento de la curva de contagios.
Entre empresarios y sindicatos existe un ámbito propio de diálogo, que mucho puede contribuir para encontrar alternativas que demuestren una efectiva responsabilidad social.
El Estado puede, y debe en las actuales circunstancias, propender a ampliar la temática clásica de la negociación colectiva y comprometer aportes que permitan recomponer salarios como sostener empresas; otorgando prioridad a la salud, derechos e intereses de las y los trabajadores.
Los recursos estatales no son infinitos, por lo cual el direccionamiento de esos aportes debiera ser selectivo y dirigido a aquellas actividades más castigadas por la pandemia, y en las cuales sea mayor el impacto que provoquen las restricciones, indispensables, para contener el ritmo exponencial de propagación del virus.
Los controles estatales para morigerar lo rebrotes inflacionarios injustificados, derivados de la pretensión de compensar las pérdidas o recuperar márgenes de ganancias acotados en el año 2020, no pueden depender de consensos sino de decisiones gubernamentales.
Con ese propósito no sería, justamente, con los empresarios que asumen esas actitudes con quienes debe buscarse un diálogo, sino con los sindicatos que son agentes fundamentales para hacer más eficientes y realmente eficaces esos controles.
Con la clase política
El diálogo forma parte inexorable de la política en democracia, cultivarlo en todos los ámbitos e instancias es una misión principal de quienes despliegan una actividad de esa índole, cualquiera sea el rol que desempeñen (funcional orgánico, de representación institucional o simplemente militante).
Por cierto que, desde esa perspectiva, es al Estado y al gobierno a quienes cabe una responsabilidad principal por fomentarlo, practicarlo y sostenerlo. Sin embargo, existen cuanto menos dos cuestiones que es preciso considerar al exigir un comportamiento semejante.
Una, es la irrenunciable obligación de ejercer su autoridad toda vez que sea requerida para el debido cumplimiento de los mandatos constitucionales, así como para impulsar las medidas que integran políticas de Estado. Otra, que exista una verdadera disposición de las fuerzas opositoras a prestarse al diálogo, cualquiera fuere el modo en que pueda efectivamente concretarse brindándole sentido a esa interlocución, por más ríspida que pudiera resultar.
En el principal segmento opositor hace tiempo que no se dan muestras de vocación alguna por una apertura al diálogo, ni siquiera en los espacios formales de los poderes públicos en los que supone una ineludible exigencia y de lo que es un ejemplo emblemático lo que se verifica en el Congreso de la Nación.
El rechazo sistemático de toda iniciativa del gobierno es permanente, al punto de llegar a verdaderos absurdos, como se advirtiera al oponerse Juntos por el Cambio a las últimas medidas preventivas y paliativas adoptadas -superados los 20.000 casos diarios de infectados-, antes de que el Presidente diera a conocer en qué consistían y cuáles serían las nuevas restricciones.
Esa inviabilidad se registra en otros muchos casos, como en el reciente episodio generado por las amenazas que recibiera el Secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación (Jorge Solmi) en Pergamino, ciudad donde reside con su familia.
En un audio por WhatsApp muy difundido en esa localidad por las redes sociales, se proponía: “Lo tenemos en la calle a Solmi, a la mujer y las basuras de los hijos. Hay que cagarlos a trompadas en la calle, que por lo menos en Pergamino no puedan caminar”. Mensaje, que se reprodujo en similares términos en una nota dejada en el parabrisas del automóvil de un colaborador suyo, como en otra depositada en el buzón de la oficina del Secretario de Estado.
No hubo condena ninguna desde la oposición ni de las “fuerzas vivas” de Pergamino que se identifican con JxC, más allá del presumible origen de las amenazas que -cuanto menos- partió de personas que le son afines, vinculadas con productores agropecuarios disconformes.
Aunque tanto o más inconcebible, fue la respuesta del propio Solmi, quien luego de condenar ese tipo de comportamientos violentos, pidió que “quienes critican su incorporación al Gobierno nacional, se acerquen para establecer un canal de diálogo”. Qué diálogo puede proponerse a aquellos que, por acción u omisión, asumen o son indiferentes frente a esa clase de conductas mafiosas.
La salud pública y el país federal
La salud pública, a pesar de ser un país federal y de las atribuciones conexas que ostentan las autoridades provinciales, es de indiscutible competencia del Gobierno nacional.
En consecuencia, todo cuanto hace a la política sanitaria –particularmente ante una epidemia tan extendida y excepcional- como su proyección en otros muchos ámbitos (educación, trabajo, producción, vivienda, tránsito intra e interprovincial, circulación comunitaria, los consiguientes poderes de policía), son responsabilidad indeclinable de las autoridades nacionales.
La gravedad que ha alcanzado la expansión del virus, como su previsible incremento a corto y mediano plazo, requiere un ejercicio pleno y rotundo de las facultades propias emergentes de esa competencia, para frenar o atemperar los efectos de esta segunda ola de contagios.
La persistencia en dialoguismos inconducentes, condicionar medidas más drásticas y eficaces al humor de la población o a consensos deseables pero que no son esperables, depositar en la responsabilidad individual y social respuestas oportunas que no se verifican, no tiene otro destino que el fracaso y el paulatino debilitamiento del Gobierno que es, claramente, uno de los propósitos perseguidos por los enemigos de la democracia.