Crisis democrática y una nueva unidad

La crisis argentina no se limita al gobierno de Javier Milei. Lo que está en crisis es un modo de dominación política (o, dicho de otro modo, un orden político.

10 de marzo, 2024 | 00.05

Aunque esté en declive el atractivo político del actual presidente, su nivel de adhesión sigue siendo alto, según la mayoría de las encuestas. ¿Se puede decir que ese hecho “legitima” la práctica de un gobierno determinado?. Afirmaciones de este tipo cuentan con una amplia aceptación social. Como se remite a la “voluntad” de la mayoría del pueblo (o a una parte importante de la misma) parece, en principio, que se trata de una posición “democrática”. Un problema muy evidente que tiene este modo habitual de pensar es que la fuente de esas “verdades” son un conjunto de empresas privadas que sondean periódicamente las preferencias de la población. Pero conceptualmente el problema es más complejo: la sola voluntad de la mayoría de las personas no alcanza para fundamentar un régimen. La democracia moderna es un animal más complejo que esta apelación al número de votantes. Borges dijo alguna vez que la democracia es “un abuso de las estadísticas”. Siempre se interpretó esta broma literaria como una prueba de que nuestro máximo escritor era un enemigo de la democracia y se descalificó su juicio como propio de esa enemistad. Sin embargo, el problema es muy complejo. En ningún lugar se dijo que la democracia consistía exclusivamente en el recuento de los votos. Por supuesto que en Argentina el voto libre es un asunto muy denso. Porque hubo largos períodos en los que no existía el derecho al voto para todos los ciudadanos: entre la caída de Perón y 1983 fueron la proscripción y la persecución política los que signaron nuestra vida política. Pero la democracia reducida al voto termina degenerando en su contrario. 

De ninguna manera puede subestimarse la importancia del voto popular para el funcionamiento de un régimen democrático (alguna vez dijo Alfonsín que en América Latina quien no sabe distinguir la democracia de la dictadura no puede distinguir la vida de la muerte).  La democracia no existe sin el voto popular, pero a partir de reconocerlo hay que construir, entre todos y todas, una versión más rica de la democracia política. Cuando, como en nuestro caso, asistimos a un derrumbe económico programado desde los círculos más concentrados del poder económicos que tiene además al grueso de sus víctimas en las personas y familias de menores recursos, no puede aceptarse la “extorsión” antidemocrática (la protesta “desestabiliza”. La motosierra no atropelló sino a las personas que viven de su trabajo, llegan con esfuerzo a fin de mes y sostienen sobre sus cuerpos la riqueza de un grupo muy pequeño de propietarios. Es urgente abrir un diálogo político en la Argentina, no hay futuro sin él. La actual coyuntura política argentina se cierra sobre el presente riguroso. Si ese presente no se recupera lo más pronto posible el futuro democrático no es bueno ni malo, simplemente no existe. 

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Al actual presidente no se le cae ninguna idea nueva en relación a su retórica de campaña. Considera que lo que es bueno en la pelea por el voto es bueno también en la suerte del gobierno. Hay mucha práctica que niega este supuesto: para los interesados en el tema es útil estudiar la experiencia del período de De la Rúa y Cavallo (este último, uno de los “referentes” políticos del actual presidente). Volvamos al monstruo ilusorio, a las encuestas. En noviembre de 2001, en plena vigencia de la convertibilidad, un estudio de la crisis argentina organizado por el PNUD arrojaba cifras altamente mayoritarias a favor del “uno a uno”, en la opinión ciudadana, cuando estábamos en los días inmediatamente anteriores al múltiple y terminante desenlace del gobierno. Otra vez: la democracia puede pensarse como un número, pero después hay que hacerse cargo de las consecuencias. 

En la Argentina de hoy existe una profunda crisis política en pleno proceso de gestación. Entre otras cosas la va alimentando activa y sostenidamente el estilo del presidente Milei. Cuando abrió las sesiones parlamentarias del período utilizó cada minuto de su intervención para descalificar adversarios y anunciar que iba a terminar con sus prácticas políticas. Y al final de sus sonoras agresiones y provocaciones, anunció que quería organizar un “pacto político”. Aunque nada se aclaró mucho respecto de su eventual contenido, el gobierno sigue remitiendo la propuesta a la aprobación de la ley que fue rechazada por la cámara de senadores y de la “ley ómnibus” que no es otra cosa que la letra del desguace del Estado nacional, uno más en la tradición cultivada por Uriburu, por los golpistas de 1955 por el tándem Menem-Cavallo y por el período presidencial de Macri. 

Claro que la crisis argentina no se limita a su gobierno. Lo que está en crisis es un modo de dominación política (o, dicho de otro modo, un orden político. ¿Necesita Argentina fortalecer a su Estado como agente político de una distribución -hoy altamente y crecientemente concentrada en pocas manos- de la riqueza nacional? ¿Se supone que la injusticia social debe ser soportada por lo que hoy ya es una mayoría estadística que vive con menos recursos que los básicos para la existencia? La justicia social es demonizada en el violento repertorio discursivo del presidente; dice que es un robo. Puede decirse que éste es el corazón del pasaje por el que estamos atravesando: si un círculo muy reducido de grandes empresarios alcanza un poder económico altamente concentrado, las posibilidades de una democracia duradera son muy limitadas. Si la democracia discute los medios, pero no los fines. Si desde el máximo nivel de responsabilidad política se practica la segregación de los sectores menos pudientes. Si se habla de “pactos democráticos” pero se perjudica gravemente a las provincias en la distribución de los recursos estatales, entonces estaremos ante una nueva crisis que habrá de sacudir los soportes sociales, morales y políticos de nuestra patria. 

El proyecto de Milei es exactamente contrario a las orientaciones ecuménicas del papa Francisco. La nueva derecha ha perdido todo respeto por la ciudadanía y por los derechos humanos. En la cruzada lo acompañan los grupos económicos más poderosos (más que la “compañía” son el alma misma del plan de desnacionalización, estancamiento y pobreza). Alcanza con revisar los antecedentes en la función pública de algunos ministros para saber su absoluta indiferencia por lo que no sea acumulación de poder, riquezas e influencia política. Acaso pensaba en ellos y ellas Cristina Kirchner cuando en 2020 propuso un amplio acuerdo político, económico y mediático como agregó, para sorpresa de muchos. Esa es la discusión democrática en nuestro país. Algo se empieza a mover en el plano nacional: los agrupamientos de gobernadores provinciales anuncian una puja distributiva diferente a la resignación a la concentración financiera, económica y urbana que tiene su sede en el AMBA. Quienes dicen que el “poder” de los gobernadores es un riesgo para la democracia y para la unidad territorial de la Argentina están copiando las artes engañosas del tero: gritan en un lado y ponen los huevos en otro. El repertorio político neoconservador (“gorila” hablando de nuestra historia) tiene como uno de sus ejes políticos un fondo geopolítico; la velocidad con la que se volvió atrás la decisión del anterior gobierno de incorporarse al BRICS, que era -y es- una enorme oportunidad para el desarrollo independiente y cooperativo de nuestro país está mostrando una vez más cuáles son los resortes decisivos para el sector más concentrado, para los “dueños del país”. 

¿Qué significa hoy defender la democracia en nuestro país? Significa no darle tregua al proyecto privatizador, concentrador y sistemáticamente provocado que está hoy en el gobierno. Y la clave parece estar en una palabra que no siempre fue bien pronunciada ni respetada en nuestro país: la unidad. Una unidad que abarque a todos en la defensa de la integridad y de la recuperación de la patria.  Y que, en el interior de ese impulso, se vayan tejiendo acuerdos programáticos (nuevos y muy amplios y generosos) para el tiempo posterior a esta tragicómica experiencia que estamos viviendo. Para lograrlo hay que terminar con lo que Gramsci llamaba “orgullos de partido” que según él mismo reconocía eran importantes para sostener la actividad militante pero insuficientes para gestar una nueva hegemonía.

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