La derecha argentina ha colocado en el lugar de promesa central de su campaña electoral la idea de “terminar con el kirchnerismo”. Cíclicamente reaparece en los sectores poderosos de nuestra sociedad la idea fija de la “desaparición” de un enemigo. Después del golpe de 1955, la necesidad era la de “terminar con el peronismo”, en los años setenta de ese mismo siglo la consigna fue “terminar con la subversión”; en ambos casos las secuelas prácticas de esa prédica fueron tiempos de violencia, persecuciones y proscripciones. Pero tan importante como revisar el pasado de esta historia es develar la naturaleza de esta singular promesa electoral.
El kirchnerismo es el nombre de la reaparición de una historia y de un símbolo: el peronismo. En los años noventa el Partido Justicialista fue el portaestandarte de una profunda contrarrevolución económica, política, social y cultural. Bajo la primacía de ese símbolo se desarrolló un proceso de desmantelamiento de las formas argentinas del “estado de bienestar”, en un proceso de desmantelamiento del estado, enormes concesiones al capital financiero global, transformaciones regresivas en el terreno del trabajo asalariado y una política internacional plenamente alineada con la principal potencia mundial: todo eso durante un gobierno peronista. El kirchnerismo nace de esa frustración que terminó en el terrible derrumbe de fines del año 2001. De esa crisis emergió la figura de Néstor Kirchner, en principio uno de los tres candidatos peronistas en 2003, el que finalmente ganó la elección y gobernó desde mayo de ese año. Es decir, el kirchnerismo nació en el interior del embrión peronista, aún cuando su jefe trabajaba en la perspectiva de un nuevo sujeto político, sostenido en la estructura justicialista, pero, a la vez, impulsor de una política abierta a otras expresiones políticas progresistas. Ese discurso se enriquecería luego con el despliegue de iniciativas reparadoras de los daños sociales que se fueron acumulando con las experiencias del menemismo y la alianza conducida por la UCR.
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La experiencia de Néstor y Cristina Kirchner tuvo como rasgo más virtuoso la reparación social. El mejoramiento del salario, la protección social a los más desposeídos, la recuperación de la fortaleza de los sindicatos y organizaciones sociales populares. Al mismo tiempo se avanzó (parcialmente) en la recuperación del rol del Estado, debilitado al extremo durante el menemismo. Es decir, el kirchnerismo tuvo su programa reivindicativo y su política de construcción de bases materiales para una orientación nacional diferente de la de los años que lo precedieron. El fenómeno kirchnerista creó además un vocabulario popular, en parte heredado del peronismo, pero aclimatado a los nuevos tiempos; es decir, construyó un nuevo relato político. Los alcances de esa transformación pueden medirse a través de una referencia clara y precisa: la alianza de Macri y el radicalismo hizo campaña electoral en 2015 prometiendo conservar los avances sociales conseguidos durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner; la única promesa “propia” era la de acabar con la corrupción. No viene al caso de este comentario el resultado del gobierno de Macri en esa materia, que exigió el auxilio de la corrupción judicial y mediática para silenciar el abuso macrista del poder, con el objetivo de mejorar la situación de su clan empresarial y financiero.
El caso es que la nueva promesa de la derecha es “terminar con el kirchnerismo”. El argumento para su instalación es que el kirchnerismo formó una grieta entre los argentinos, creó dos bandos separados por el odio y el mutuo rencor. ¿Pero cómo se lograría ese milagro? Tal vez dos referencias muy actuales puedan proveer pistas al respecto: una es la frase dicha por Macri al periodista Majul hace unos meses: “el líder tiene que estar dispuesto a todo”, sin el límite del respeto por la vida del otro. Es decir, que la necesidad de “terminar con el kirchnerismo” no puede renunciar a la violencia estatal, aun cuando eso cueste vidas humanas. La otra referencia fuertemente actual son los hechos que ocurren en estos días en la provincia de Jujuy: allí asistimos a una reaparición del terrorismo de estado en nuestra patria. La constancia de una represión que no rechaza ningún método ni tiene ningún límite a la hora de intentar frenar una movilización que hasta ahora luce imparable. La deskirchnerización que se pregona (y se practica con un nivel importante de violencia) es un regreso a los tiempos posteriores al derrocamiento de Perón, Es decir, a los tiempos en que la sola mención al ex presidente tenía pena de cárcel. Cuando se piensa en la violencia política que surcó al país en la década de los setenta, la derecha suele explicarla como un delirio generacional, con lo que pretende enterrar un proceso histórico que fue el que engendró esa etapa. Y ese proceso histórico está marcado por una proscripción, por el intento de cierre violento de una determinada época histórica y por la larga ruptura de las prácticas democráticas, a través del fraude, la persecución, la proscripción y la violencia estatal.
En la verborragia de estos días reaparece la idea de erradicación, de eliminación de un actor político. Es decir, la solución para el antagonismo nacido y desarrollado en las décadas iniciales del siglo en nuestro país es, lisa y llanamente, la eliminación de una de las partes. A esa parte, al kirchnerismo, se lo descalifica unánimemente desde los grandes medios de comunicación corporativos, se lo persigue judicialmente, se lo intenta excluir de la competencia política. Como suele ocurrir cuando se predica la expulsión de la escena de un actor político central, la cuestión no termina en ese sujeto colectivo: el problema es el kirchnerismo, pero se extiende a quienes tienen alguna simpatía con él, y hasta a quienes, sin tenerla, no están de acuerdo en su descalificación absoluta. Ese es el clima que se intenta imponer en estos días. Alcanza con escuchar a las voces de las fuerzas de derecha cuando comentan los hechos de Jujuy: todo lo que ocurre es responsabilidad del kirchnerismo y de su referencia jujeña, la de Milagro Sala. Prisionera en su domicilio, la líder social es, según el gobernador provincial, la responsable de los graves hechos de violencia que se producen. Es decir, el kirchnerismo es el nombre del mal pronunciado desde el poder. Para proceder a su represión violenta no hace falta ninguna prueba de su “culpabilidad”: ser partidario (o simplemente simpatizante, o no cómplice de su persecución) alcanza para ser perseguido.
El antikirchnerismo sistemático y violento es el nuevo humor de la derecha en nuestro país. Es el preparativo intelectual y moral de la nueva Argentina que tienen en mente las mentes más calenturientas de las derechas. Y es además la condición de posibilidad de una transformación regresiva de la sociedad argentina que los principales candidatos de la derecha no vacilan en anunciar. Vaciamiento del estado, redistribución fuertemente regresiva del ingreso y persecución a quienes se opongan son un programa común del neoliberalismo en la Argentina. Un programa que contra lo que era común en los años posteriores a 1955, hoy no se oculta, se lo enarbola orgulloso y triunfante. Solamente una unidad amplia, generosa y activa, puede torcer el rumbo que se proclama a los gritos. La decisión electoral que tomemos los argentinos y argentinas tendrá una profunda consecuencia histórica.