Bruscamente y a escasas horas del fin de la campaña electoral, la derecha decidió incorporar a la agenda nada menos que una cuestión constitucional. Puesto que el artículo 14 bis mandata al estado a asegurar el respeto por una serie de derechos básicos de los trabajadores, entre los que incluye la “protección contra el despido arbitrario”, la propuesta macrista de abolir el derecho a la indemnización patronal por tales despidos es ni más ni menos que una propuesta de reforma constitucional. Bienvenido el sinceramiento del macrismo: es una autenticidad programática de la que plenariamente careció la campaña presidencial de 2015. En aquel entonces toda la promesa de la derecha fue mantener todas aquellas medidas de los gobiernos kirchneristas que gozaban del apoyo de los sectores más humildes de la población. Hoy, en lugar de mentir descaradamente como lo hizo Macri en el debate presidencial con Scioli (el aniversario de ese encuentro tendría que ser recordado hacia el futuro como el “día nacional de la mentira”), la derecha decide dar la pelea en un terreno distinto. Confía en la posibilidad histórica de discutir de igual a igual contra un sentido común mayoritario al que no pudo enfrentarse cara a cara ni aún en los momentos más violentos del terrorismo de estado dictatorial. En efecto, en febrero de 1977, en pleno auge de los asesinatos, secuestros y persecuciones a militantes gremiales, Videla y los suyos decretaron la caducidad de las afiliaciones sindicales. Y abrieron, entonces, un proceso de “transparencia” que disponía que los trabajadores debían ratificar de modo explícito su pertenencia a las respectivas organizaciones gremiales. El resultado fue inesperado: masas de trabajadores ratificaron su afiliación a los sindicatos, desafiando las represalias del régimen terrorista neoliberal. La derecha vuelve hoy a uno de sus puntales; en realidad no vuelve, porque nunca abandonó su interpretación del movimiento obrero argentino como un subproducto de la manipulación sindical burocrática que constituyó y constituye un obstáculo para la liberalización económica, para el pleno funcionamiento de las leyes del mercado. Por eso Macri habló de las mafias sindicales y la mafia de los abogados laboralistas (curiosa tanta preocupación por las mafias en el nieto de un capo mafioso calabrés).
Hoy predomina la impresión de que el viraje “programático” en el último minuto de la campaña es un golpe de efecto dirigido a reducir los daños que, se supone, puede producir la emergencia de una derecha despreocupada de cualquier prurito democrático, como la que encabeza Milei. Es posible que la impresión tenga visos de realidad. Y que lo que esté ocurriendo sea algo simple de observar: el festival de los globos y las movidas publicitarias de Durán Barba terminó mal. Mal para la derecha y también mal para el país. Entonces alcanza centralidad el odio en estado puro, el odio de clase, la sensación de superioridad moral de la cúspide oligárquica acompañada por la “derecha aspiracional”, que prospera en algunos sectores medios. Por ese sector que cree que para salvarse de la amenaza de empobrecimiento que el capitalismo colonizado le ofrece todos los días, el mejor camino es apoyar la concentración delirante de recursos porque esa concentración derramará riqueza entre sectores “cultos” de la sociedad y bloqueará la amenaza principal: la insubordinación de los pobres. Y los pobres de hoy no son, como en los tiempos del primer peronismo, tanto los asalariados objeto del abuso de las patronales como los despojados, los desheredados, los que no tienen inscripción legal y legítima en la sociedad argentina.
El desafío del macrismo es una oportunidad para las fuerzas populares, para el Frente de Todos, para el gobierno. Una oportunidad para revelar la trama íntima del antagonismo argentino: quién se queda con qué. Y en el interior de esa trama está el complejo sojero-multinacional, los beneficiarios de la privatización del transporte hídrico del país, los grupos financieros especulativos, los brokers de intereses ajenos y opuestos al interés nacional. Nombrados así parecen muchos. Pero claramente su fuerza no descansa en su número: constituyen una minoría exigua de la población. Su potencia está, ni más ni menos, en su capacidad de influir en la interpretación del mundo de millones de personas que no tienen nada para ganar en el contexto de una creciente concentración de recursos en pocas manos (en la nación, en la región y en el mundo).
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Y ya que el desafío de la derecha atañe al artículo 14 bis de la Constitución Nacional, sería oportuno dejar de endiosar, dejar de considerar un hecho natural la letra de la constitución actualmente vigente. Una constitución que fue “repuesta” después de la reforma legítima de 1949, sobre la base de un decreto firmado por una dictadura, la de Aramburu, que aplicó la persecución y el terror contra las fuerzas que habían apoyado al peronismo y a su reforma constitucional. Es decir, una constitución impuesta a punta de pistola. Una constitución cuya letra opera como una especie de reaseguro de las posiciones de privilegio. Con toda razón el espacio político favorable al gobierno se manifiesta indignado por la temeridad clasista de la derecha. Pero no sería bueno que la indignación se limitara a la defensa del estatuto legal y constitucional bajo el cual vivimos los argentinos y argentinas. El Frente de Todos no debería ser el “partido del orden” destinado solamente a neutralizar los designios ilegales del gran capital nacional y externo. Convencidos de que entramos en una etapa particularmente conflictiva en términos políticos (y que ningún resultado electoral cerraría drásticamente) tendríamos que abrir un proceso de discusión sobre lo que Perón llamó “el modelo argentino para un proyecto nacional”. No para revivir o reproducir literalmente aquel memorable discurso de mayo de 1974 sino para reactualizarlo, para situarlo en el contexto de nuevas amenazas y nuevas oportunidades. Nuestra ubicación en el mundo, nuestro compromiso con la integración regional, nuestra independencia nacional, las formas y los tiempos de un desarrollo nacional autónomo -lo que no equivale a “aislarse del mundo” sino a asociarnos con amplitud y audacia preservando siempre nuestro patrimonio y velando de modo irrestricto por los derechos de nuestro pueblo.
La derecha nos ha amenazado con tomar la iniciativa en las cuestiones de fondo (el trabajo es, sin lugar a duda, una de esas cuestiones). No alcanza con rechazar e impugnar sus propuestas. Hay que construir – de modo amplio, generoso e incluyente- aquello que Cristina llamó un Contrato social de responsabilidad ciudadana. Para que llegado el momento ese contrato se efectivice y se materialice en una nueva Constitución nacional.