Escuché más de una vez en los últimos días la frase “Cristina se equivocó en 2019”. De modo inequívoco el dicho significa que fue un error de Cristina la fórmula encabezada por Alberto Fernández. Es estremecedora la manera en que las pasiones políticas excitan la razón hasta el punto de terminar entendiendo la historia política como una cadena lineal de causas y efectos interpretados de modo aislado de los acontecimientos, de las luchas y solamente atada a la voluntad de sus actores centrales. Se elimina así la aleatoriedad de la política y se la reemplaza por una interpretación burdamente determinista.
Si quedaba alguna duda del fracaso de ese determinismo infantil, el siglo XX terminó de eliminarla. Pero la expresión “fracaso” termina siendo parte de la misma mirada determinista. El determinismo fracasó en el terreno de las ideas de minorías intelectuales. Está, en cambio, muy vivo en la mentalidad popular. No habría fuerzas realmente políticas si no permaneciera vivo el mito de los grandes personajes de las naciones y del mundo, a quienes debemos la libertad, o el progreso, o la revolución. Para creer en esos valores se necesita la ceremonia de reconocimiento a quienes los crearon, lo difundieron y aseguraron su permanencia en el tiempo. Sin el mito (sin la “religión” diría Maquiavelo) no existe el Príncipe.
Pero vayamos al “aquí y ahora”. La noción “Cristina se equivocó” es el santo y seña de uno de los humores más activos e influyentes en el interior del espacio que se reconoce a sí mismo en la estela de las presidencias de Néstor y, especialmente, de Cristina Kirchner. La idea de error presupone que había una opción “correcta” en el momento del sorpresivo mensaje de mayo de 2019. Suponiendo que pudiéramos hacer que el reloj camine al revés, la decisión debió haber sido elegir a otra persona más identificada con el proyecto político o de asumir la propia Cristina la principal candidatura. El “proyecto político” está claramente referido a lo que vivió el país en los tiempos posteriores al estallido de 2001 y especialmente a los días que empezaron con el conflicto entre el gobierno de Cristina y las patronales agrarias.
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Claramente nació en esos días una nueva configuración de la política argentina, en cuyas consecuencias estamos viviendo. No nació de un impulso individual o de grupo. No nació como producto de una ideología o una identidad preexistente que esperó el momento indicado para relanzar añejas y heroicas tradiciones políticas. Nació de la lucha. De la contradicción. Del antagonismo. Los gobiernos kirchneristas no fueron el resultado de un proceso de puesta en marcha de un plan preestablecido. Fueron una dinámica de conflictos, de ataques y contrataques. El acta de nacimiento de la etapa no corresponde a una acción voluntaria, planificada y exitosa. Fue una resolución mal redactada, luego modificada y finalmente derrotada en el recinto del Senado. Fue cualquier cosa menos un plan estratégico de operaciones. Fue como es la política: contingente, rodeada de casualidades y de paradojas. Lo que no contiene esos ingredientes no merece llamarse política: perfectamente puede llamarse ideología, ciencias sociales o economía, pero no política, justamente porque la política no se deja explicar por ninguna teoría. Es la acción que no se desprende exclusivamente del cálculo, pero no puede prescindir del cálculo. Que puede (y debería) tener un sentido guiado por determinada concepción del mundo pero que está abierta y atenta a la emergencia de lo imprevisible. Virtud y fortuna, dijo Maquiavelo; y toda la historia política le da la razón.
En los días que corren en Argentina se han puesto al rojo vivo las contradicciones en el interior del Frente de Todos y no podía dejar de aparecer el interrogante que remite al punto en que nació esta situación. Situación de recientes derrotas electorales, de promesas incumplidas o cumplidas de modo insuficiente. Situación, en fin, que es el producto de una “desviación en el camino” que es lo que habría constituido la designación como candidato de Alberto Fernández. Vamos aquí a prescindir de la herencia del macrismo, de la pandemia, y ahora de la guerra que conmueve al mundo. Porque con eso se construye una explicación que pretende ignorar problemas que no tienen que ver con el exterior sino con el interior de las fuerzas del frente, tal como se constituyeron históricamente. La unidad es siempre unidad de lo diverso. Hace unos años Francisco habló sobre la cuestión del ecumenismo religioso, es decir el diálogo entre diferentes culturas religiosa y dijo más o menos esto: “yo tengo que ir a ese diálogo como católico, si no lo hago así no aporto nada”.
Se suele escuchar también que la unidad no podía sobrevivir al hecho electoral. Y, en general, la visión fatalista concluye en que cada segmento va a defender su propio interés por sobre los intereses de los otros. Y no conviene subestimar ese argumento porque ese es el modo en que funciona de modo habitual la política realmente existente. Hace falta recoger el guante del pragmatismo porque sin su concurso no avanza ningún proyecto. La cuestión – tan fácil de formular como difícil, y más de una vez imposible de resolver- se resuelve si se trabaja por un punto muy alto de articulación política en el frente, lo que hoy está lejísimos de construirse. Y tampoco está asegurado por ningún “viento de la historia”, sino que es una necesidad de construcción política. El punto de articulación orgánica entre el mundo político-ideológico de Cristina y Alberto no existe. ¿Debería intentarse construirlo? Hoy existe la unidad porque fue necesaria para terminar con la pesadilla macrista. ¿Debería ser mantenida sobre la base de la misma necesidad? Desde ya que hoy es más real que en 2019: ninguna de las fuerzas que integran el frente podría, por separado, tener demasiadas esperanzas de ganarle a la derecha. Pero el problema, ¡siempre el mismo!, es el problema del poder. Está claro que las tensiones en el interior del frente son tensiones de poder. Y por eso son incómodas para ser discutidas porque el poder se asocia con el egoísmo, con el cálculo individual y de grupo. Pero el problema supremo del poder no está vinculado con el egoísmo individual: el poder es la suerte de la patria, de la república. El más villano de los políticos egoístas y especuladores tiene que construir un sentido para él y para quienes lo acompañan, una distinción, una identidad. En el Frente, gran parte de ese bagaje está marcado por la historia del peronismo. Su historia, sus logros, sus contradicciones y hasta su tragedia conforman el marco “religioso” de cualquier distinción en su interior. La interpretación de qué es hoy ser peronista parece ser el marco más adecuado de una necesaria y urgente conversación en el frente. Qué es la justicia social en un país socialmente devastado como el nuestro. Qué es la independencia económica en un país que fue llevado a su virtual quiebra por un proyecto claramente colonialista, abierta y públicamente apoyado y socorrido por Estados Unidos. Que es la soberanía nacional en un mundo signado por la globalización y el poder inmenso -y hasta ahora indetenible- de las megacorporaciones económicas y financieras transnacionales. Qué es la tercera posición en la nueva configuración geopolítica signada por la indiscutida decadencia del imperio norteamericano y el surgimiento de nuevas potencias y nuevos agrupamientos políticos regionales. Y en qué contexto hablamos de patria en el interior de este convulsionado -hoy hasta la frontera de una guerra de alcance destructivo inédito- mundo en que vivimos.
No queda mucho tiempo: después de la lamentable experiencia del debate de estos días en Diputados que desembocó en que la oposición pudiera quedar como el cuadrante que aseguró el éxito de la propuesta del gobierno, los tiempos se aceleran. El eventual punto central de la conversación tendría que ser algo así como un plan de emergencia y de urgente reparación social, enfrentando todos los obstáculos políticos que se pongan en el camino. Sin un dramático giro en la política económica y social del gobierno no será posible recuperar el apoyo popular perdido. Para ponerle fin al deterioro. Para ganar la elección del año próximo. Y para acordar una hoja de ruta de mediano y largo alcance para la justicia social, para la recuperación de la soberanía política y para el fin de la condición bimonetaria de la economía que es el nombre técnico que expresa hoy a la dependencia económica.
No queda mucho tiempo.