Los pronósticos sobre la evolución de las sociedades siempre están cargados de un gran relativismo, que se acrecienta cuanto más vasto es el universo al que se dirigen. En los tiempos que corren y aun cuando se registra un flagelo mundial que provee en alguna medida una cierta homogeneización, lo dispar y no lo común pareciera primar en orden al destino que los Pueblos pueden proponerse.
La acumulación sin límites
La permanencia de la pandemia y su recrudecimiento con nuevas olas que llevan a extender las medidas de prevención mucho más allá de lo que el común de la gente podía imaginar, ha profundizado una crisis mundial sin precedentes que impacta en todos los órdenes y reflejan los distintos indicadores (sociales, económicos, sanitarios, laborales, educativos).
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Las víctimas se multiplican, siguiendo un curso de contagios que -teóricamente- no hace distingos al verse cualquier persona expuesta a contraer la enfermedad o padecer sus consecuencias. Aunque, a poco que se lo analice fácil será advertir que la mayor vulnerabilidad la ostentan quienes cuentan con menores recursos tanto por los efectos directos como indirectos que la peste provoca.
Esas simples constataciones podrían hacer pensar, que frente a tamañas calamidades habría respuestas homogéneas en procura de esfuerzos mancomunados para superar las diferentes manifestaciones críticas que ponen en jaque a la Humanidad.
Sin embargo, lejos se está de una alternativa semejante. No son los gestos solidarios los que prevalecen, ni el bien común el que se antepone a los intereses individuales o sectoriales. Si pensáramos en la existencia de una “naturaleza humana” trascendente –en tiempo y espacio- no atada a cuestiones sistémicas, sus rasgos definitorios estarían reñidos con el más elemental idealismo.
Según el Informe anual elaborado por Oxfam International, durante el año 2020 los más ricos, a nivel mundial, aumentaron en 3,9 billones de dólares sus patrimonios, contrastando con más de 500 millones de nuevos pobres en igual lapso. En palabras de la Directora de esa ONG: "Estamos siendo testigos del mayor aumento de la desigualdad desde que comenzaron los registros. La profunda división entre ricos y pobres está resultando tan mortal como el virus”.
Con motivo del Foro Económico Mundial, tradicionalmente realizado en Davos, se escucharon distintas voces en similar sentido, y hasta el Presidente de la Fundación Ford afirmó que "debemos poner freno a cualquier acto e ideología que impulse la desigualdad. El desafío de la supremacía blanca y el patriarcado es un peligro para el sistema Capitalista”.
El catálogo de buenas intenciones discursivas que suelen verificarse en ese tipo de reuniones, no guarda correspondencia con los hechos ni con las conductas de quienes cuentan con los resortes para producir los cambios imprescindibles para lograr una mayor equidad. Como tampoco ahondan en las causas de tamañas desigualdades que, justamente, se vinculan con el propio sistema que las genera y se nutre de las mismas para aumentar en forma descomunal el proceso de acumulación de riquezas.
El mundo y la aldea
Fenómenos como los antes descriptos inclinan más al desaliento que al optimismo en cuanto a la evolución que sea dable esperar, o sobre una modificación sustantiva de carácter universal que conlleve a una mejora general de las condiciones imperantes.
La interconexión que la globalización ha maximizado dificulta salidas que prescindan de ese alto grado de interdependencia, como de las consiguientes restricciones en la autonomía de los Estados.
Lo que no se traduce en un destino inexorable, sino que importa límites que es necesario considerar y explorar a la hora de establecer políticas que, obviamente, estarán ligadas a las peculiaridades nacionales y a los contextos regionales.
De allí que sean particularmente relevantes la escala de valores, las prioridades y los mecanismos distributivos que se adopten para sobrellevar esta etapa tan excepcional, como el rumbo que se proyecte para la reconstrucción del tejido social y del sistema productivo con miras a remover los cimientos sistémicos deshumanizantes que la pandemia ha exacerbado y sobre los que ha echado suficiente luz que más que encandilar, escandaliza.
La salvación individual, la desaprensión por lo que le ocurre a los otros o la meritocracia constituyen postulados que parten de una misma matriz, que reproduce las directrices más perniciosas del pensamiento liberal pero desprovistas de todo apego a los enunciados doctrinarios que otrora pretendieran asignarle un rasgo humano valioso.
Eludir la naturalización de la injusticia
En la Argentina a diario observamos situaciones por demás injustas, con la mitad de la población por debajo de la línea de la pobreza e índices elevados de indigencia, con altas tasas de desempleo y avasallamiento de derechos laborales fundamentales, con serios problemas para el acceso a la vivienda y a servicios básicos, con una importante cantidad de personas que padecen hambre y deben recurrir a centros comunitarios para alimentarse.
Inconcebible en un país que hasta hace algunos años había alcanzado niveles de bienestar general que lo colocaba entre los primeros de Latinoamérica, con una extensión territorial enorme y un bajo número de habitantes, que se encuentra entre los mayores productores de alimentos y cuenta con sobrados recursos naturales para un desarrollo equilibrado que permita un crecimiento sostenido.
El paisaje urbano ofrece escenas cotidianas que se van asimilando paulatinamente, personas de todas las edades tirando de improvisados carros para el cartoneo, familias enteras viviendo en la calle, niñas y niños mendigando.
El emergente no es sólo un presente oprobioso sino la negación de un futuro digno para los excluidos, una violencia brutal que pareciera no percibirse como tal o haberse incorporado en la consideración social formando parte de un determinismo resultante de los méritos y deméritos de cada cual.
Está cada vez más claro, entre nosotros y en el mundo, que los crecientes niveles de desigualdad no son consecuencia de los efectos –sanitarios y económicos- de la pandemia, los preceden y resultan de un orden de reparto cada vez más asimétrico. También está a la vista que no será esperable que los poseedores de las grandes fortunas cedan nada para amortiguar o, siquiera, morigerar transitoriamente la profunda crisis actual.
Por el contrario, son esas personas y corporaciones las que han hecho de la crisis una “oportunidad” para acrecentar sus ganancias en desmedro de las grandes mayorías populares, las que especulan con la salud como se advierte en los manejos de los laboratorios para la provisión de vacunas por el COVID-19, los que impulsan el alza de precios por encima de cualquier medición inflacionaria, los que imponen tasas de intereses usurarias, los que siguen proponiendo negocios inmobiliarios elitistas y a despecho del impacto ambiental.
El desafío de procurarnos un futuro mejor, más equitativo, menos violento, con centralidad en el factor humano, requiere una voluntad política clara en esa dirección, pero también una conciencia social que le brinde sustento y rechace sin cortapisas naturalizar las injusticias.