La significación política de un aniversario

03 de septiembre, 2023 | 00.05

Es muy probable que el fallido magnicidio de hace poco más de un año resulte un punto de referencia importante para todo un período de la vida política argentina; digamos que podría ser definido como el de la no violencia política entre los argentinos a partir del fin de la dictadura cívico-militar. Casi no hace falta aclarar dos cosas: en ese tiempo ocurrieron graves hechos de violencia y la ruptura del pacto democrático empezó bastante antes del hecho en cuestión; por otro lado, nunca hay un momento preciso para demarcar la transición entre dos períodos históricos. Curiosamente hemos asistido a un acto de violencia que parte las aguas de la historia, pero no produjo la muerte de su víctima.

Así y todo, no puede seriamente negarse que hay un antes y un después del episodio -del atentado en sí mismo y de su repercusión en la vida política. Y el hecho fundante es tanto el magnicidio fallido como el clima de paulatino silenciamiento que se creó a su alrededor, algo así como un temprano negacionismo. En aquel momento, la maquinaria mediática se colocó inmediatamente al frente de un operativo de vaciamiento de sentido: impúdicamente el diario La Nación sostenía la inexistencia del hecho, nada menos que por medio de una encuesta según la cual “la gente” negaba el hecho. Por su parte, el espacio político del cual la víctima era y es referencia principal anunciaba un acto de masas para su repudio que nunca tendría lugar.

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A estas reacciones inmediatas seguiría el tratamiento judicial del episodio plagado de arbitrariedades claramente dirigidas a restringir las consecuencias del hecho: casi todo el proceso luce claramente orientado a convertir el acontecimiento en un simple hecho policial montado por un grupo de desquiciados sociales, aún cuando prontamente apareció el vínculo orgánico de alguno de esos “loquitos” con importantes funcionarios del gobierno nacional en tiempos de la presidencia de Macri. Podría decirse que, por acción u omisión, gran parte de nuestra sociedad “digirió” el hecho.

Para que así fuera era necesario cierto “acostumbramiento” de la sociedad argentina a la convivencia pacífica con discursos de odio, como tales totalmente opuestos al gran consenso democrático inmediatamente posterior a la caída de la más horrible noche de terrorismo de nuestra historia. No es un hecho menor que la principal dirigente del espacio antagónico al que conducía la víctima no aceptó repudiar el hecho. Un tiempo después se le oyó explicar que se le había exigido hacerlo con tal o con cual palabra: no era tan difícil la cuestión; para repudiar el hecho bastaba con decir “repudio el hecho”. 

La no consumación del intento de magni-femicidio tiene que ser reconocida como una fortuna para la convivencia entre argentinos y argentinas; evitó una crisis terminal del sistema político democrático, la consumación de las consignas con que “los loquitos” del caso recorrían las calles infectando el aire de odio, revanchismo y reivindicación de los peores años de la historia argentina contemporánea. Llamativamente después del atentado fallido, el ruido neofascista amainó, por lo menos circunstancialmente. Pero claramente eso no alcanza para desarmar la crisis en el interior de la convivencia política argentina.

Esa crisis podría ser explicada centralmente como el resultado de la recuperación de espacio político por parte de sectores que nunca asimilaron el hecho de la rápida derrota del gobierno militar autoritario después de la derrota en Malvinas. Como no asimilaron el esclarecimiento del terror de aquellos años ni el castigo -parcial pero real- de sus responsables. Hoy ya no rige entre nosotros el pacto de hecho que hegemonizó política y culturalmente los años posteriores al derrumbe de la dictadura: el del nunca más a las prácticas de terror y de la persecución política. El enlace entre el magno atentado fallido y el desarrollo político-orgánico de fuerzas ultra-reaccionarias en la Argentina no es ocasional, es orgánico y señala la satisfacción de lo más reaccionario de la sociedad argentina con los nuevos vientos de la política en los que pueden practicar su revisionismo autoritario a la luz del día. 

Hasta aquí las fuerzas reivindicadoras del terrorismo de Estado habían crecido en sus espacios de dirección y de influencia en los grandes medios de comunicación, en los sectores más corruptos del poder judicial, en las zonas oscuras del aparato estatal: hoy tienen organizaciones políticas sólidas e influyentes y tienen -además- la sensación de una plena impunidad. En estos días han mostrado también una fuerza electoral muy importante, por lo menos si nos negamos a considerar este estado de cosas en la derecha como una simple continuidad del episodio macrista entre 2015 y 2019. La amenaza que este curso supone para el régimen democrático y para la convivencia entre los argentinos no necesita demasiadas palabras. 

Frente a esta deriva altamente peligrosa hay que empezar a pensar en un nuevo reagrupamiento del sistema político en Argentina, de manera de crear y fortalecer acuerdos políticos entre todos los sectores que quieren sostener el pacto democrático de 1983, sin perjuicios de diferencias -en algunos casos muy importantes- en otros aspectos. El duro momento que atravesamos desafía nuestra visión política y debería ayudar a encontrar nuevos acercamientos entre quienes no tenemos nada que ganar en un país desmadrado y violento que -como sucedió muchas veces- termina desembocando en grandes tragedias. Necesitamos que se fortalezca en el interior del cuadrante “no peronista” de la política argentina una visión liberal-democrática.

Las palabras obligan a una aclaración. Lo liberal no equivale a lo que pretende representar Milei. No está en el sentido del vaciamiento del Estado, del abandono de la lucha por mejorar las condiciones de vida de quienes más sufren esta crisis. No consiste tampoco en el propio abandono del sueño y de la lucha por transformaciones profundas en el orden político nacional -que deberían hacer pensar incluso en una nueva constitución. Hablamos de liberalismo en términos de respeto mutuo, de acuerdo en una convivencia pacífica en el interior de diferencias políticas y filosóficas a las que nadie debería renunciar. 

El hecho es que muchas de estas cuestiones traídas a la presencia central por el aniversario del intento fallido de magnicidio tendrán un enorme peso en la lucha electoral de este período. Claramente no se trata de una invocación sectaria contra los partidos que difieren de nuestra mirada. Significa poner en el centro la cuestión del hábitat que queremos vivir. ¿Será el clima de la amenaza, la persecución, la muerte o el de la convivencia democrática aún en la diferencia?

Vista la cuestión desde la mirada de en qué tipo de sociedad queremos vivir, tenemos que saber que el curso hacia un proyecto de país para todos con libertad y con inclusión social pasa prioritariamente por frenar el impulso procesista y revanchista. La cuestión podría plantearse en términos de mejorar la capacidad de castigo político y electoral a quienes medran con la división y el odio entre quienes habitamos este país.