Si se leen los comentarios de los lectores de cualquier nota periodística se tendrá un compendio de la ideología de dichos lectores que, en general, suele coincidir con la mirada de la publicación. A lo sumo puede haber alguna injerencia “troll”, pero sin mayores desvíos. De la misma forma, lo que leemos en nuestras redes sociales recorta la visión de seguidores y amigos. Aunque exista alguna retroalimentación, en ambos casos lo que presenciamos no es la opinión pública, sino representaciones de micromundos.
Sin embargo, lo que sí podemos sondear en nuestro micromundo de redes sociales, por la naturaleza de quienes somos, es el estado de ánimo de la militancia más intensa, esa que usa las redes como espacio de expresión política y en cuyos “muros y timelines” pueden encontrarse más fotos de Néstor y Cristina que de mascotas, viajes y platos de comida.
Buena parte de esta militancia propia aparece hoy muy enojada con el gobierno que votó. Le reclama al presidente que sea quien nunca fue y considera que la actual administración es literalmente un desastre con una furia más digna de opositores furibundos que de quienes alguna vez fueron cercanos al oficialismo. Curiosamente los argumentos utilizados por esta porción de la militancia son los mismos que pueden leerse en la gran prensa opositora, una dinámica que terminó de redondearse con la profundización de la feroz y agotadora interna. No obstante, el núcleo del descontento exacerbado se basa también en datos objetivos y medibles: la alta inflación y, por extensión, los efectos de esa alta inflación, en concreto, la demora en la recuperación de los niveles salariales pre macrismo, factores ambos que seguramente, junto con el cansancio por la pandemia, se cuentan entre las causas de la pérdida de las elecciones de medio término.
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La suma de malos ánimos demanda repasar si efectivamente los datos económicos son tan malos y, también, lo que sucede con la inflación. Vale recordar que la actual administración debió lidiar con la herencia del descalabro macrista, con una pandemia y, muy recientemente, con una guerra que alteró los mercados globales de energía y alimentos. Sin embargo, cuando se miran los números lo que se observa no es un desastre sino una economía en franca recuperación. Un breve repaso muestra que en febrero la actividad económica registró un crecimiento interanual del 9,1 por ciento, la industria y la construcción del 8,6 cada una y el sector automotor del 12,9, siempre interanual. En paralelo, el número de asalariados privados creció (datos de enero) en 3,7 millones de personas, mientras que los salarios privados lo hicieron el 54,8 por ciento, también interanual. El balance preliminar es el de una economía que crece, con niveles de empleo que se recuperan, pero con salarios que, en el mejor de los casos, le empatan a la inflación. Es probable que los millones de personas que en la pospandemia recuperaron sus empleos se sientan mejor, pero también es lógico que quienes tienen sus salarios reales estancados en niveles bajos desde hace al mensos cuatro años estén con razón enojados. Es aquí donde no se cumplieron las expectativas y no precisamente porque no se estatizó Vicentín y la hidrovía o no se reformó al poder judicial.
Esto último conduce nuevamente a la inflación. Como reseñó la consultora PxQ en su último informe, el shock de precios internacionales durante la pos pandemia, reforzado por los efectos de la guerra en Ucrania, provoca en la economía local un salto de por los menos 10 puntos en lo que los economistas llaman “nivel de nominalidad”. La inflación que había quedado cerca de los 30 puntos en 2015 subió a 50 en 2019 y alcanzará los 60 en 2022. Con tarifas, dólar y salarios bajo control la causa de este nuevo salto, más allá de los componentes inerciales (que no son autónomos), fue predominantemente el producto del shock externo. La inflación reapareció como problema en la economía mundial, aunque no con los niveles de “nominalidad” que alcanza en Argentina.
Claramente el próximo paso es intentar resolver el problema de la persistencia de la suba generalizada de precios, lo que no se traduce sólo en la limitación para mejorar la distribución del ingreso en favor de los salarios, sino que impide la recomposición de la función de la moneda como reserva de valor, otro de los grandes problemas. Dicho de otra manera, no importa solamente que los salarios no pierdan contra la inflación, sino que debe bajarse la nominalidad. Luego, recuperar la moneda propia demandará, como condición necesaria, muchos años de estabilidad relativa de precios. Siempre existe el sueño de los programas de estabilización de shock, como en su momento fue la convertibilidad o en el presente la propuesta de convertibilidad plus encerrada en los proyectos de dolarización, pero como lo demostró la convertibilidad, fijar el tipo de cambio no termina con la puja distributiva, es decir no termina con la resistencia a la baja de los salarios. La experiencia mundial indica que el combate contra la inflación es un proceso de largo plazo, es decir que demanda continuidad más allá de un solo período de gobierno, y requiere de un buen diagnóstico y mucha voluntad política.
Y hacer un buen diagnóstico sobre la inflación demanda, primero, descartar todos los malos diagnósticos, pero especialmente los malos diagnósticos que persisten al interior de las fuerzas populares. Las recetas equivocadas que se derivan de estos diagnósticos errados terminan en fracaso y desencanto. Por ejemplo, el diagnóstico ortodoxo que señala que la inflación es un problema monetario derivado de la monetización de los déficits fiscales conduce a recetas de ajuste y contracción monetaria. Aunque estos planes se aplicaron una y otra vez y jamás dieron como resultado la baja de la inflación, cuando se señala esta consecuencia fáctica la ortodoxia se escuda en que ajustes y contracciones no se llevaron lo suficientemente a fondo, un pase que los habilita a seguir proponiendo ad eternum la misma receta ya fracasada que, sin embargo, cumple con otro fin: la destrucción del Estado.
Pero el problema no es sólo de la ortodoxia. Dentro del extenso campo de “las heterodoxias” también abundan los malos diagnósticos que conducen al fracaso de las políticas. Quizá uno de los peores de estos diagnósticos sea el de la “inflación oligopólica” muy difundido entre las fuerzas del Frente de Todos. En Argentina esta visión tiene nombre y apellido, su fuente es el “Área de economía y tecnología” de Flacso, creadora también de una larga lista de categorías económicas y sociológicas fallidas, desde los empresarios fugadores a la “reticencia” inversora, las que no se abordan aquí.
La falsa teoría de la inflación oligopólica posee una falla de origen que debería resultar inadmisible para cualquier economista medianamente formado: la grave confusión entre niveles de precios y variaciones de precios. Acerquemos la lupa. La teoría económica convencional demuestra que la existencia de mercados oligopólicos posibilita a las firmas del oligopolio tener precios más altos que en la imaginaria competencia perfecta, es decir que en el precio final a la ganancia normal se le suma una “renta oligopólica”. Ahora bien, establecer un precio más alto no significa que ese diferencial crezca constantemente. Una cosa es un “nivel” de precios más alto y otra cosa es la “variación” constante de ese precio. Si tal cosa ocurriese la tasa de ganancia también crecería constantemente hasta el infinito, lo cual es otro absurdo económico. Luego, en perspectiva histórica, un oligopolio se vuelve tal porque las firmas que lo integran ganaron la competencia en el mercado ¿Y cómo se gana en mercados capitalistas? Por calidad y precio. Para ganarle a las firmas de un oligopolio hay que ofrecer, por ejemplo, la misma calidad a menor precio. Si el oligopolio aumentase constantemente sus precios, como dice la falsa teoría, a partir de cierto nivel podrían entrar a competir productores “menos eficientes” de fuera del oligopolio. Tampoco cierra. Aunque parezca contraintuitivo los oligopolios se volvieron tales porque son los que producen a menores precios, lo que no significa que una vez ganados los mercados no puedan establecer barreras de entrada a sus competidores y renta oligopólica, pero estas barreras no son infinitas. Precisamente para evitar estas barreras es que existe la legislación antimonopólica, pero nótese que lo que se busca evitar es la renta oligopólica (nivel de precios más alto) y no la inflación (la suba constante de ese precio). De nuevo, no se debe confundir nivel con variación. Finalmente, un dato empírico: en todos los países capitalistas existen oligopolios ¿por qué sólo en el mercado local provocan alta inflación?
Ahora bien, en economía las teorías que intentan explicar la realidad entrañan determinadas recomendaciones de política. La falsa teoría de la inflación oligopólica es la que llevó a todos los gobiernos populares del siglo XXI a creer que la inflación podía combatirse desde la Secretaría de Comercio a través de distintos mecanismos de controles de precios. En la interna oficial esto derivó en la acusación al ministro de Producción de no combatir la inflación. La disputa llevó al último cambio de titularidad de la Secretaría de Comercio Interior. Cualquiera que conociese la falsedad de la teoría de la inflación oligopólica sabía que dicho cambio sería absolutamente inocuo en materia inflacionaria, como el transcurrir de los meses demostró una vez más. ¿Cuál fue la reacción de los sostenedores de la falsa teoría? Al igual que la ortodoxia que se escuda en que nunca se va lo suficientemente a fondo y por eso sus políticas fracasan aquí ocurrió lo mismo. El argumento fue que el secretario de Comercio interior no pudo bajar la inflación porque el ministro de Producción no lo apoyó o no lo dejó. La realidad fue bien distinta. No se trata de cuestiones personales, son problemas teóricos. La mala teoría conduce a malas políticas y a malos resultados o, en el mejor de los casos, como en el presente, no conduce a resultado alguno. De nuevo, si se quiere superar el problema inflacionario el primer paso es descartar los malos diagnósticos derivados de las malas teorías.