Cuando se supo que CFK le mandó a Alberto Fernández “Diario de una temporada en el quinto piso” de Juan Carlos Torre como obsequio para su último cumpleaños, las ventas del libro –que ya venían muy bien- treparon hasta convertirlo en un boom editorial. De las lecturas posibles sobre las íntimas razones que animaron el regalo, ninguna pudo obviar como marco la frialdad que hoy domina las relaciones personales entre el presidente y la vice que lo encumbró en 2019. ¿Pero cuál sería el mensaje cifrado en aquel gesto?
Una gran mayoría fue a buscar sentido en la coyuntura política y económica que rodeó la escena. En concreto, se cumplía un mes del anuncio del acuerdo con el FMI que Máximo Kirchner repudió con su voto en Diputados. Otra parte indagó más en la memoria de los años revisitados por el autor, un sociólogo integrante del equipo de Juan Sourrouille, padre del Plan Austral y de la “economía de guerra” con la que, en 1985, Raúl Alfonsín intentó cumplir las recetas del FMI en materia de déficit fiscal e inflación. En 18 meses de gobierno, Alfonsín había acumulado un enorme prestigio social, incluso por fuera de sus electores originarios, pero la economía seguía siendo un desastre y, al líder ético que recitaba el preámbulo de la Constitución, se le comenzaba a pedir resultados en materia económica, que no asomaban por el horizonte.
Una aclaración necesaria, indispensable para los rastreadores de significados en el gesto analizado: el “quinto piso” aludido por Torre es el del palacio de Hacienda, donde un jovencísimo abogado, Alberto Fernández, oficiaba de subdirector de Asuntos Jurídicos.
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Volviendo a los ’80, casi en la misma semana en la que comenzó el “Juicio a las Juntas”, hito democrático indiscutible de la transición, el presidente lanzó desde el balcón del Cabildo un “plan de estabilización” que llevaría adelante Sourrouille, desatando aplausos y silbidos a la vez. Con el desplazamiento de Bernardo Grinspun y el arribo de Sourrouille, el centro de gravedad del gobierno alfonsinista se desplazó de la centroizquierda a la centroderecha.
De la algarabía juvenil de la Junta Coordinadora Nacional, capaz de soñar que los lineamientos de “La contradicción fundamental”, su documento ideológico fundacional de los ‘60, eran aplicables a la nueva administración, al posibilismo fiscalista que comenzó a impregnar toda la gestión y endureció las facciones del presidente y aumentó el tamaño de sus ojeras.
Un año después, en medio de un alza del conflicto social, los silbidos eran la banda de sonido cotidiana de un gobierno, además de errático en sus decisiones, jaqueado por las corporaciones del país y del extranjero. Pero todavía faltaba una instancia dramática, que volvería irremontable la estrategia oficial de pelear con Ronald Reagan en la Casa Blanca, con la Sociedad Rural y Clarin y, en simultáneo, querer aplicar un ajuste impopular para evitar otro Rodrigazo.
En estos días se cumplieron 35 años del levantamiento carapintada que comandó Aldo Rico, y concluyó con el tristemente célebre “la casa está en orden” frente a una Plaza de Mayo colmada, preludio a las leyes de impunidad que forzaron los sublevados con su asonada. Ese episodio -con sus secuelas ulteriores, entre ellas, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final- marcó un quiebre por mucho tiempo irreversible. Como toda “pascua” o “pésaj” fue un pasaje, el de la ilusión a la frustración democrática.
Cinco meses después, el peronismo ganaba las elecciones en la provincia de Buenos Aires, la mitad del país, victoria cafierista que preparó el terreno para la llegada de un caudillo popular, riojano como el Chacho Peñaloza y que hablaba de “revolución” y “salariazo” y en contra del FMI. ¿Hace falta recordar que Carlos Menem traicionó todas sus promesas y se convirtió en garante del ajuste, del remate del patrimonio nacional y de la impunidad para los genocidas?
Si Alfonsín fue el pasaje de la esperanza a la frustración, Menem fue el triunfo con votos del cinismo. No el de 1989, sino el de 1995.
Tal vez, el regalo de CFK a Alberto no hable del FMI, ni del ajuste de Martín Guzmán comparándolo con el plan de Sourrouille, ni de la economía de guerra de hace tres décadas y de la guerra a los precios de ahora; ni quiera abonar ninguna metonimia ramplona entre la figura Alfonsín y el actual presidente con su gesto. Eso es lo más probable porque ella es más inteligente que sus habituales exégetas.
Tal vez, haya querido hablarle sin hablar, simplemente, del papel que cumple la ilusión en la vida política, y punto. Como siempre, seguido; porque esta es una historia sin punto final.