En nuestro país no existe poder más desprestigiado que el judicial. Ni siquiera los arquitectos, tan generosos en promesas incumplidas, logramos equiparar ese odio ciudadano. Los jueces, fiscales y camaristas dictan sentencias muchas veces injustas, pletóricas de todo tipo de prejuicios, políticos, de clase o de género. Nuestras cárceles están repletas de jóvenes pobres, en su mayoría en preventiva, es decir que son inocentes que esperan 2 o 3 años en condiciones infrahumanas que un juez termine de dar clases para ocuparse de su caso. Ocurre que a diferencia de la enorme mayoría de sus conciudadanos, nuestros jueces no tienen ninguna obligación de resultado ni tampoco límites de tiempo para llevar adelante su tarea. Las sentencias pueden tardar años o décadas, o simplemente nunca llegar.
Como suele decir Martín Böhmer, un gran profesor de Derecho: “La Justicia es como un sistema de Salud desquiciado en el que la gran mayoría de los enfermos no sabe que están enfermos, la mayoría de los que saben que están enfermos no sabe que hay un hospital donde se los puede curar, quien sabe que hay un hospital, vive a 100 Km y quien logra llegar, se encuentra con una pared de médicos en la puerta que le exigen un pago antes de poder entrar. Finalmente, quien logra ser atendido, debe esperar 5 años para tener el diagnóstico.”
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Así como un gobernador que permanece en su cargo a través de elecciones cada 4 años transforma a su provincia en un feudo, los jueces vitalicios que nadie votó y se desempeñan en sus juzgados incluso más allá de su vida biológica son los garantes de la república y coso. La alternancia es el pilar de nuestras instituciones, nos repiten nuestras almas de cristal, salvo en el caso del poder judicial ya que por una extraña pirueta dialéctica en ese caso lo que vale es la continuidad.
Los integrantes del poder judicial se autoperciben como una aristocracia que por mandato divino merece esos privilegios que es menester proteger. Hablan en una lengua franca incomprensible para el común de los mortales, un jeringoso que requiere de traductores para que sus destinatarios, es decir nosotros los ciudadanos, logremos entenderlo. Como escribió la abogada Natalia Salvo, “el Derecho es un discurso de poder”. Hacerlo ininteligible es una manera de conservar ese poder.
Sin embargo, pese a esas calamidades que percibimos todos los días, pese a las quejas que oímos sobre las penurias de la justicia laboral, los laberintos de la justicia comercial o los plazos canónicos de la justicia penal, nuestros medios serios y la oposición de Juntos por el Cambio (dos colectivos que cada día cuesta más diferenciar) nos explican que en realidad nadie quiere reformarlas y que es urgente no hacer nada.
Los integrantes del poder judicial se autoperciben como una aristocracia
La Santísima Trinidad conformada por la justicia federal, los servicios y los medios serios sería en realidad una garantía de virtud cívica. En ese reino del revés, es normal espiar las conversaciones entre acusados en preventiva y sus abogados, perseguir opositores, mantener durante años pobres diablos en preventiva o leer en los medios sentencias todavía no publicadas. Un fiscal procesado declarado en rebeldía o un juez que gracias a un bolillero mágico acumulaba casi todas las causas relacionadas a CFK fueron transformados en héroes de la lucha contra la corrupción.
Quien sabe, tal vez la razón de esa urgencia en mantener un sistema desquiciado, repleto de fallos injustos, antipobres, reaccionarios y machirulos, se deba a que además de generar un tendal de víctimas entre la gente de a pie, esta justicia permite consolidar los privilegios de unos pocos, muy pocos, ciudadanos ilustres.
Imagen: Un oficial de La Cámpora acciona el dispositivo para controlar mentes a través de la vacuna rusa (cortesía Fundación LED para el desarrollo de la Fundación LED)