La idea de proyecto, modelo, visión de futuro, estuvo siempre ligada a una idea superior de la política. Es la política que busca trascender, llegar más allá de lo cotidiano, construir futuro para una sociedad, uno que sea mejor que el presente, que brinde certidumbre, pero también mayor justicia. La otra política sería la que se detiene en las pequeñas pujas de intereses limitados, individuales, no pocas veces mezquinos. Al mismo tiempo, cuando el proyecto se propone en términos de construir y contener una nación tiene necesariamente una referencia colectiva y amplia; porque es imposible imaginar siquiera que un proyecto nacional refiere a un sector, a un grupo, por el contrario, su fin es generar la capacidad de contener intereses, expectativas, identidades, culturas, tradiciones. En el siglo XIX, esa contención tendió a basarse en modelos cerrados refractarios a las diferencias; hoy, y es una de sus marcas principales, albergar la variedad y heterogeneidad de la sociedad es parte imprescindible de todo proyecto con aspiraciones.
En términos históricos nos atraviesan al menos dos proyectos con vocación de construir una nación: el emanado por la generación del 80, que creía profundamente en la importancia del Estado, sustentado en la agroexportación, bajo un sistema económico y político oligárquico y por lo tanto restrictivo. Ese modelo convirtió a la Argentina en un referente mundial en producción agrícola y ganadera, abasteciendo a distintos mercados del mundo…pero segmentadamente al propio. El otro modelo es el que nace al calor de los cambios que genera la II Guerra Mundial y que en Argentina lo construye el peronismo, con los antecedentes del Yrigoyenismo e incluso de iniciativas en la década del 30. Un Estado interventor en la economía con el objetivo tanto de incrementar la producción, como de establecer principios de justicia social ajenos al mercado, de la mano de un proceso de industrialización.
Así como la crisis de la economía mundial y el ascenso de los sectores populares a la vida política le puso límites al primer modelo, el segundo encontró rápidamente las resistencias de sectores de la clase dominante que condujeron al país a la inestabilidad política con la intervención de las FF.AA. (Desde luego, la sustitución de importaciones tenía sus propios problemas, pero no era eso lo que los militares pretendían corregir).
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No es cierto que los perfiles económicos de ambos modelos no podían convivir, es decir, una producción agraria acompañada de una industrial; fue la proyección de política de los sectores dominantes los que no estaban dispuestos a un nuevo lugar para los sectores populares y tampoco, para las clases medias. De hecho, es recién desde 1983 que todos los partidos pudieron presentarse a elecciones libremente y que con esa misma libertad la ciudadanía pudo elegir.
Pero la última dictadura militar impuso un nuevo modelo en donde la idea de nación, esto es, como sostiene Zygmunt Bauman, la nación como un espacio de historia compartida, y por lo tanto de algo común que vincula, dejó de tener presencia. El modelo impulsado por la dictadura carecía de cualquier idea de construcción común, colectiva, dialogada, de allí que el terror fuera su herramienta de imposición.
El retorno a la democracia reconstruyó la posibilidad de una vida en común, mediante las normas de convivencia y respeto a los derechos que impone la democracia, pero no tuvo la misma suerte para reconstruir una idea de nación. Los 90 entronaron al mercado como el centro que podía organizar una sociedad a partir de la competencia y la búsqueda de intereses individuales.
Fueron sin dudas durante los hechos del 2001, que en estos días recordamos, que se hizo evidente que un modelo de esas características era inviable en una sociedad con algunas expectativas de vida digna. Y allí comienza otra historia, de carácter regional.
Son varios los gobiernos que se animan a pensar un nuevo modelo, un proyecto que tenga dimensiones colectivas, de crecimiento económico pero desde una noción de desarrollo, con pretensiones inclusivas. Fue un período importante que al menos alcanzó hasta el año 2015, cuando derrotas electorales o golpes institucionales truncaron el camino (de nuevo mas allá de sus propios límites). En esos años retornó el debate en torno de una idea de nación, acerca de que un proyecto de desarrollo no podía omitir esa dimensión.
El giro a la derecha apenas si pudo insinuarse y sucesivas derrotas electorales (en Argentina, en Bolivia, en Chile) consagraron a otras coaliciones. Esa tensión iniciada con el siglo, no parece haber finalizado. Hoy gobiernos calificados de populistas se ven sometidos a fuertes tensiones y ello se trasparenta en las dificultades que tienen para imponer nuevos cambios.
Sobrevuela en cada una de esas instancias críticas, la dificultad por implementar un modelo económico centrado en la producción y el trabajo, antes que en la especulación financiera, y la notable ausencia de un proyecto que incluya un modelo de nación. Surgen si, caricaturas de esa idea de nación sostenidos en la intolerancia, la violencia y el racismo, todo lo enemistado con la idea de nación que referí mas arriba.
Un proyecto de nación demanda incluir, aceptar lo diverso y a la vez una política en favor de la igualdad. La intransigencia de los sectores dominantes a dialogar sobre este punto, está en la primera fila de las dificultades para reconstruir una nación, en un mundo, además, globalizado.
Pero si esta nueva instancia de gobiernos populares desea reconstruir un camino mas duradero, pareciera que les es imprescindible plantear un debate, y unas políticas, acerca de un proyecto económico que incluya una idea de nación, que le de sustento, certidumbre y lo sostenga en la ampliación de su legitimidad. No hay últimas oportunidades, pero ello no quiere decir que sea menos necesario.