En política se suele hablar de procesos, pero en ocasiones, en muy contadas pero fundamentales ocasiones, asistimos a cambios abruptos y felices. El 10 de diciembre de 1983 por la mañana, Argentina vivía en una dictadura militar, responsable del desastre económico nacional y el ejercicio del terrorismo de Estado en un nivel escalofriante; apenas pasado el mediodía ese mismo país tenía un presidente democráticamente electo, un Congreso Nacional, gobernadores provinciales, intendentes municipales, espacios legislativos en ambas jurisdicciones. Se abría a partir de un acto institucional, una nueva esperanza para nuestro futuro. Desde luego desembocaba en aquel día un largo proceso desde que aquel 24 de marzo de 1976, las FFAA y sus auspiciantes, decidieran que la sociedad no tenía derecho a gobernarse. Pero un día la noche terminó y la democracia con su sola vigencia modificó radicalmente la vida cotidiana llenándola de libertad y de derechos.
Frente a todas esas frases huecas que vociferan hay en nombre de la libertad, en aquellos días, de un instante para otro una gran cantidad de derecho dejaron de ser letra en el olvido; y eso no sucedió como abstracción sino como hechos concretos: desde la libertad de circulación y de acceso a bienes (leer, escuchar lo que uno quiere o vestirse como mas le gustara a cada quien) hasta recuperar la vigencia de un habeas corpus y el derecho a huelga. Un acto de política institucional establecía una nueva realidad para un país entero y por sobre todo algo que deseábamos en aquellos años, pero no lo podíamos saber con certeza: significaba el inicio de un ciclo democrático inédito para nuestra historia.
En pocos días cumpliremos 38 años desde que el último dictador abandonó la Casa Rosada y que se inició el ciclo en el cual el sillón de Rivadavia fue ocupado únicamente por representantes del voto popular. Lo que hoy es lo cotidiano, lo habitual como cualquier otra norma, fue una durísima construcción que demandó clausurar 50 años de planteos militares pretendiendo tutelar a la sociedad y llevar adelante políticas de proscripciones, persecuciones, desapariciones, crímenes de Lesa Humanidad, empobrecimiento de la sociedad, desindustrialización, endeudamiento. El retorno a la vida democrática fue la posibilidad y luego la certeza, de abandonar aquello que durante décadas había constituido “la normalidad”. Por eso durante los primeros años la democracia avanzaba con pasos casi temblorosos temiendo el retorno de aquel pasado. Pero no fue así y logramos construir aquello que, para no pocos analistas, parecía imposible: una democracia institucionalmente fuerte y perdurable.
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En ocasiones escuchamos que no es así, que hay regiones del país que son “feudales”, que nos encontramos hundidos en prácticas clientelares que impiden el desarrollo de la democracia; mi pregunta es simple ¿cuáles son los indicadores que nos permiten semejantes afirmaciones? Todos los partidos han ganado y perdido elecciones en contexto sumamente variados sin que exista ningún planteo serio que nos lleve a concluir que existió un fraude. El sistema electoral argentino aporta transparencia en todo su ciclo que ha llevado a vencedores y vencidos a reconocer el resultado, incluso cuando los oficialismos fueron derrotados. Hoy se vuelve a escuchar planteos por cambiar el sistema de votación y surge otra pregunta simple ¿Qué es lo que se quiere mejorar y que estaría funcionando mal? Sin una respuesta precisa y apoyada en datos a esa pregunta, se corre el riesgo de desarticular algo que está funcionando democráticamente bien. Hay otra dimensión fundante de esta democracia: la paz. La salida de la dictadura hizo conocer a toda la sociedad argentina los crímenes que aquella había llevado adelante; la democracia implicó el inicio de juicios a los responsables con todas las garantías constitucionales que inició el gobierno de Raúl Alfonsín.
Los organismos de derechos humanos fueron los actores que lograron deslegitimar a la dictadura militar bajo la consigna “Aparición con vida”. Esa lucha histórica fue clave para que los juicios de llevaran adelante, pero su rol no terminó allí. Las mujeres y los hombres del movimiento de derechos humanos aportaron una piedra fundamental para la democracia en construcción: su opción por la paz, por la justicia y el rechazo a la venganza. Nuestra democracia, invadida por el dolor de todas esas muertes, no cuenta en sus 38 años con una sola acción de venganza; ni siquiera cuando Carlos Menem indultó a todos los militares condenados o cuando Alfonsín sancionó antes la obediencia debida. ¿Quiénes nunca pudieron ir a llorar a una tumba de sus hijos, no se les podía admitir un hecho de venganza, una manifestación de odio? Decidieron no tomar ese camino. Nuestra derecha aun hoy casi cuatro décadas después, no logra comprender el enorme significado de esa decisión ética y política de un conjunto de madres, padres, hermanos o compañeros de militancia. Esa decisión fue un aporte clave a la construcción democrática que nos hemos dado y del que todos podemos aprender.
Luchar contra el olvido, fue también oponerse a la venganza. Hoy tenemos algunos temores; escuchamos algunas voces que gritan desentonando con lo que hemos logrado en todos estos años. Son un pequeño grupo, que la amplificación de algunos medios nos hace tomar por mayorías. No lo son. Las mayorías siguen creyendo en esta democracia, aun cuando tiene muchas deudas con ellas en una sociedad donde se sufren extremas desigualdades. Pero no es la democracia lo que discuten, sino las injusticias que persisten en ella. Por eso es importante celebrar este camino hacia los 40 años, para fortalecer siempre el espíritu democrático para impedir el crecimiento de la intolerancia y el autoritarismo; que curiosamente o no, no provine de los sectores populares que aun sufren injusticias de diverso tipo, sino de los sectores que pretenden incrementar sus privilegios.