Hay un tiempo para cada cosa. No es una cita bíblica en tiempos de pascuas.
En este mismo espacio se señaló que en Argentina existían dos coaliciones “redistribucionistas”, el neoliberalismo siempre presto a redistribuir en favor del capital, y el movimiento nacional popular, que busca redistribuir en favor de los trabajadores. Las dos coaliciones, que fueron cambiando de forma y matices, sintetizan los dos polos de la puja distributiva, de la lucha de clases.
La inflación local, casi única en el mundo por la persistencia temporal del fenómeno, es la expresión de la irresolución histórica de esta puja distributiva. Las ciencias sociales encontraron muchas formas para nombrar lo mismo, desde la ciencia política se habló de “empate hegemónico”, desde la economía se utilizó la metáfora del “péndulo”. Cualquiera sea el caso, el dato base es que las clases dominantes locales, las que conducen el proceso de producción material, no encontraron una vía de resolución para la puja distributiva y el efecto es la persistencia de la suba generalizada de precios.
Esta irresolución sobre el modelo de desarrollo y el reparto del excedente guarda una fuerte relación con el proceso de industrialización inconcluso. Hasta ayer nomás se seguía discutiendo si debía avanzarse o no con la industrialización. Vale recordar que el modelo del macrismo para la industria se llamaba “Plan Australia”, un programa cuya esencia era desandar la industrialización para recostarse en la producción del agro pampeano. El mismo ingeniero a cargo de la presidencia hablaba de transformarse en el “supermercado del mundo”, la forma moderna de retroceder al “granero” de la tardía Belle Époque liberal de fines del siglo XIX y comienzos del XX, cuando para crecer bastaba con expandir la frontera agrícola y delegar la construcción de infraestructura en el capital extranjero.
Difícil imaginar algo más conservador que volver a un modelo que alcanzó sus propios límites un siglo antes. Tal el estado intelectual de la porción de la burguesía que avanzado el siglo XXI sigue creyendo que la economía puede limitarse a la actividad agropecuaria y desentenderse del destino de las clases creadas por la industrialización. La alternativa es políticamente inviable, como lo demuestra la imposibilidad de esta derecha para mantenerse en el poder sin el apoyo financiero del exterior. Sus gobiernos endeudan y caen. Sin embargo, los gobiernos nacional populares, favorables a la diversificación productiva, tampoco lograron sustentabilidad política porque tampoco lograron resolver las contradicciones básicas en la lucha de clases.
Los gobiernos 2003-2015 alcanzaron su límite porque enfatizaron la redistribución sobre la producción. Hubo limitaciones en la transformación de la estructura productiva (es más fácil escribirlo que lograrlo) y tras la crisis financiera internacional de 2008-2009, a comienzos de la segunda década del siglo, reapareció la restricción externa y, en consecuencia, la inestabilidad cambiaria y un nivel de inflación más alto, lo que agudizó la puja distributiva, es decir el descontento de los trabajadores, que es el caldo de cultivo ideal para los cambios de signo de gobierno. La sociedad realmente creyó que con la vuelta del neoliberalismo viviría mejor, pero pudo creerlo porque primero existió descontento con el conflicto permanente que genera la alta inflación.
La síntesis que podía obtenerse tras los más de 12 años de gobiernos kirchneristas y la fallida experiencia radical-macrista, es que el problema distributivo era posterior al productivo. Cualquier gobierno, de cualquier signo, debe alejar la escasez relativa de dólares si quiere crecer y distribuir en el camino. Pero este alejamiento de la restricción externa debe hacerse en forma genuina, es decir ni a costa de la perdida crítica de reservas internacionales ni a costa del endeudamiento insostenible. Para la verdadera transformación de largo plazo el cambio debe producirse en el ámbito de la producción. La síntesis es que se necesitaba crecer productivamente exportando y sustituyendo parcialmente importaciones. En la tercera década del siglo XXI, dado el desarrollo de las llamadas “cadenas globales de valor”, ya no se piensa en sustituir todo, sino sólo en sectores elegidos donde esta sustitución es posible.
Ahora bien, en el presente se produjeron cambios muy favorables para la transformación y consolidación de un modelo de desarrollo “políticamente sostenible”. La pandemia fue una desgracia, en especial para cada uno de los millones de muertos que provocó y sus familias, pero su efecto en la economía global resulta muy favorable para el lugar que ocupa en ella la economía argentina. La razón es que se aceleraron algunas tendencias que se prefiguraban. En concreto su principal efecto, potenciado por la guerra en Ucrania, fue el aumento de los precios de los productos que el país exporta o –y este es el punto clave– “que tiene capacidad potencial de exportar en cantidad”. Hablamos de los productos agropecuarios y de origen agropecuario, pero especialmente de toda la cadena de minerales e hidrocarburos. El escenario se vincula además con la “transición energética” que será altamente demandante de minerales como el litio y el cobre y de hidrocarburos como el gas.
Acerquemos la lupa: la economía local basa su provisión de divisas en Productos Primarios y Manufacturas de Origen agropecuario. El sector proveedor de divisas es el campo y la industria alimenticia. Históricamente estos dólares no fueron estructuralmente suficientes para financiar un proceso de desarrollo sostenible, lo que se tradujo en situaciones cíclicas de restricción externa, es decir en procesos de expansión que terminan en devaluaciones, alta inflación y recesiones, panoramas que fueron empeorados por el endeudamiento externo tomado por los gobiernos neoliberales. Las divisas del agro y la agroindustria sólo alcanzan en los ciclos de altos precios de las commodities. Lo que aparece en el presente frente a la nueva realidad de los mercados mundiales es la posibilidad, muy cierta y real, de contar con otros dos sectores proveedores de divisas en cantidad, la minería y los hidrocarburos. La suma de los dólares que generarán los tres sectores alejará definitivamente el problema cíclico de la restricción externa, lo que abre la posibilidad de consolidar un modelo de desarrollo con estabilidad macroeconómica, es decir un modelo de desarrollo de largo plazo.
Ahora bien, este panorama abre algunos escenarios “inquietantes”. El primero es que, dada la historia del desarrollo de los países capitalistas periféricos, estos suelen sumarse al sistema global sobre la base de la demanda mundial, es decir se suman exportando lo que el mundo demanda en base a lo que tienen. Lo que Argentina tiene hoy para ofrecer son sus recursos naturales, que son bastante más abundantes de lo que se pensaba poco tiempo atrás, tanto en minería como en hidrocarburos. Ya existen en marcha proyectos mineros con inversiones milmillonarias en dólares y se sabe que en el mar argentino existen recursos hidrocarburíferos superiores a los del continente. Hablamos de decenas de miles de millones de dólares anuales de potenciales exportaciones nuevas en ambos sectores. Lo “inquietante” es que más rápido o más despacio, el desarrollo de estos sectores ocurrirá de todas maneras y “cualquiera sea el signo del gobierno que esté al frente del Poder Ejecutivo”. Se trata, otra vez, de una ventana de oportunidad histórica. Como en tiempos de la Belle Époque agroexportadora el país puede aprovechar la oportunidad para consolidar un modelo de desarrollo o verla nuevamente pasar. Este es el gran desafío histórico.
Dicho de otra manera, aunque en los últimos años la historia económica local parezca haber entrado en loop, la economía presenta datos nuevos muy potentes. Un gobierno neoliberal disfrutará del desarrollo de estos sectores, el ingreso de divisas le brindará continuidad política, pero al final del camino no habrá quedado nada. Solo un gobierno nacional popular puede transformar estos ingresos inminentes en un proceso de desarrollo. La continuidad a partir de 2023 será determinante, pero para eso será necesario primero ganar las elecciones del año próximo.
Y llegamos a la coyuntura. La economía se recuperó fuerte en 2021. Cayó el desempleo y aumentó el empleo industrial, porque la industria creció a mayor velocidad que el resto del producto. Los acuerdos con acreedores privados y con el FMI despejaron el horizonte financiero al menos hasta 2024. Sin embargo, es un dato que mientras ocurría la recuperación también se perdieron las elecciones de medio término. El que perdió fue el gobierno que gestionó de manera brillante la vacunación, que pagó ingresos de emergencia y salarios a las empresas. El que ganó fue el malhumor social, que no fue creado por los medios de comunicación del adversario, que apenas logran machacar las lastimaduras e incentivar el odio social. La causa fue la alta inflación que impidió la recuperación de los ingresos.
En promedio los ingresos de los trabajadores caen desde fines de 2017 y en lo que va de la actual administración no se recuperó lo perdido. Reapareció el trabajador pobre, el que tiene trabajo y salario pero no cubre una canasta de pobreza. En 2022 la inflación volvió a escalar a un nuevo nivel, lo que seguirá limitando la recuperación de los ingresos y muy posiblemente deteriorándolos. Esto no sólo amenaza con detener la recuperación del PIB por caída de la demanda agregada, sino que asegura la continuidad del mal humor social, es decir acentúa la posibilidad de perder las elecciones de 2023 y sufrir una nueva recaída neoliberal.
Muchos en el gobierno creen que como 2022 es un año par se puede evitar expandir el Gasto. En paralelo proliferan las teorías falsas sobre la inflación, desde que es un problema fiscal que se resolverá manteniendo estable el tipo de cambio y conteniendo el Gasto (Economía) a que es un problema de oligopolios, comercialización concentrada y control de precios (Secretaría de comercio interior). La ideología de la inflación oligopólica le hizo tanto o más daño a la economía local que la ortodoxia en tanto se cuenta como una de las causas del fracaso de los gobiernos populares. Los malos diagnósticos generan malas soluciones. Allí está la historia para corroborarlo. Pero en el presente ya no alcanza con un diagnóstico correcto sobre la inflación y un plan de estabilización, que dicho sea de paso todavía no se vislumbra. Ambas pueden ser condiciones necesarias, pero no suficientes.
Los salarios quedaron demasiado retrasados, desde 2018 perdieron casi un cuarto de su poder adquisitivo. Luego, el poder de negociación de los trabajadores, salvo en unas pocas ramas, no alcanza para conseguir una recomposición. Para una recuperación salarial real resulta indispensable la intervención del Estado. El camino debe estudiarse. En principio no existe una restricción de divisas que impida impulsar la demanda, aunque el límite siempre es delicado. Las opciones van desde aumentos de suma fija por decreto a un ingreso universal de emergencia. Todas las opciones tienen pros y contras. El riesgo es siempre la ilusión monetaria, pero esperar hasta 2023 puede ser demasiado tarde.-