“Le hicieron creer al empleado medio que podía comprar celulares e irse de vacaciones al exterior”. Así explicó González Fraga el tiempo político del kirchnerismo. En realidad, este hombre no inventó nada: simplemente le puso palabras ingeniosas a un modo de mirar el mundo. Para quien quiera adentrarse y profundizar en esta concepción del mundo y en su crítica es recomendable la visita a los textos del Papa Francisco. El Papa argentino es, acaso, el más lúcido testigo y protagonista de una inflexión histórica de época: le toca ejercer su rol ecuménico en un tiempo en que la desigualdad social y el descarte de masas de personas han alcanzado escalas desconocidas en la historia. Podría decirse que es una época exactamente inversa -en sus valores y en sus prácticas- al tiempo de la segunda posguerra. Esa era la época del auge de los “estados de bienestar”, un tiempo de incorporación de masas a consumos antes impensables: no eran celulares o viajes a otros países, era el acceso a la enseñanza básica, a la dignidad de las comidas en los hogares populares. No fue igual en todo el mundo, pero fue una innegable tendencia de la época. El peronismo es el nombre argentino de aquella época. En eso se basa la perduración de su influencia popular, aun en tiempos duros y difíciles para las mayorías.
El mileísmo es la voluntad expresa de terminar definitivamente con ese sentido común: el sentido común de las encíclicas papales de la época, de la retórica de la socialdemocracia europea, en fin: la época de oro de los populismos. Solamente desde la perspectiva de esa radicalidad actual del capitalismo es explicable la emergencia de una ofensiva política y propagandística que es un gigantesco paso atrás de la humanidad. Ya no funciona ni el modesto vocabulario de lo “políticamente correcto”: el sentido común de la época está en el límite ideológico de la convivencia social pacífica y cada vez más ubicado en el exterior de ese límite.
La experiencia argentina es muy particular: es la primera vez que este vuelco combina dos dimensiones: la violencia en su aplicación y su aceptación relativamente pacífica. En la Argentina se ha roto el pacto democrático de hecho que se estableció en 1983. Y nada asegura -más bien lo contrario- que las fuerzas armadas no pasen a ser convocadas como el reaseguro último de “la paz y el orden en el país”: ese sería el punto de no retorno. El obstáculo -relativo pero realmente existente- para esos designios está en la enorme tradición popular-sindical de la sociedad argentina: no casualmente todos los cañones apuntan a enfrentarla bajo la aceptación de cualquier costo. Por ahora la represión está controlada en un “lugar intermedio”: es decir, no se usan balas de plomo para enfrentar manifestaciones, pero se intenta crear el clima social para su uso.
En el centro de esta situación está la “cuestión de las palabras”. La inaudita violencia verbal del presidente contra cualquier tipo de oposición debe ser tomada muy en serio: no son, como a veces parece pensarse, bravuconadas de un personaje no muy centrado en términos emocionales (aunque eso forme parte innegablemente de la cuestión). El insulto incesante de Milei hacia la oposición no es, como parecen creer algunos, la emanación de una mente desordenada: más bien constituyen un clima político. Que no es espontáneo ni circunstancial; y que va a avanzar tanto como se lo permita la respuesta política democrática.
Es en estas circunstancias, que Cristina Kirchner ha intensificado su presencia pública y político-institucional. Su desembarco en la conducción del PJ es un hecho relevante. La promesa es la jerarquización del rol del partido en un proceso de extraordinaria complejidad. El desembarco parece haber sido exitoso. La palabra política de Cristina tiene un enorme peso en la política argentina. Por ahora, el género en el que se despliega sigue siendo el diagnóstico “estructural” del drama argentino, ordenado alrededor del problema del dólar. Se podrá aceptar o rechazar la mirada crítica del “bimonetarismo”, pero el problema no puede cerrarse en un debate técnico que deje de lado la cuestión principal. Y la cuestión principal no es el dólar sino el poder. Por qué la Argentina vive un péndulo permanente. Por qué no puede consolidarse una visión nacional-popular aún cuando la experiencia última del peronismo alcanzó metas muy importantes. Esas preguntas no tienen respuestas economicistas. O acaso las tenga, pero sean escasas e incompletas.
Tal vez haría falta una visión centrada en la política. Y para no hacerlo en abstracto, convendría formular la pregunta: ¿dónde y por qué el peronismo perdió las mayorías electorales?, ¿dónde y por qué la experiencia peronista kirchnerista perdió su potencia ganadora? No son preguntas fáciles de abordar, sobre todo porque la política vive en las pasiones más que en la reflexión. A esto hay que sumar la cuestión de las alianzas. La desdichada experiencia de la “transversalidad,” que desembocó en el drama de un vicepresidente que trabajó fuertemente para la desestabilización del gobierno de Cristina, parece haber cerrado el debate sobre la necesidad de la unidad en la diversidad. Naturalmente no puede ignorarse la enorme capacidad de la política conservadora en la Argentina que predica el pluralismo, pero practica sistemáticamente la desestabilización de cualquier proyecto que cuestione su hegemonía.
El Consejo Superior del PJ puede ser un ámbito propicio para elaborar una política de frente amplio y plural con un claro sustento programático y una gran flexibilidad para interpretar la etapa política argentina. La cuestión del “programa” no se reduce a una receta para superar tal o cual problema: es una necesidad si se quiere crear una herramienta sólida y flexible orientada a recuperar lo perdido en este último período y volver a colocar a la Argentina en el mundo multipolar que ya es una realidad indetenible.