El “pacto” neoliberal y la constitución

Es altamente probable que el “pacto” que propone Milei no sea más que un intento de recuperar iniciativa política (muy debilitada en el corto tiempo pasado desde su asunción). El derrumbe que traen las políticas del actual gobierno crea la necesidad de repensar el país y su constitución.

03 de marzo, 2024 | 00.05

Un discurso violento y provocador que persiste en una interpretación refundacional y en un designio mesiánico desembocó, de pronto, en una convocatoria. La convocatoria a un “pacto” que, podría pensarse, quiere sembrar las bases de nuestro orden político, basado sobre el respeto de la diferencia y el pluralismo. Claro que, a la hora de ponerle nombre, de forma sintética, al contenido de la iniciativa que dio a conocer el presidente, parecería que el propósito es darle jerarquía institucional al proyecto de reestructuración neoliberal del país. Pero más importante hoy es que no conocemos en qué situaciones (sociales, económicas, políticas y morales) podría llegar nuestro país a la instancia de una definición compartida sobre nuestro futuro, después (o durante) una virtual guerra conducida por el estado nacional contra las condiciones básicas de vida de gran parte de nuestra población. Si estamos viviendo el verano y se nos anuncia para el invierno una convocatoria para un gran proceso instituyente allá por el mes de julio, sería bueno saber qué se va a hacer durante ese interregno para evitar un proceso social disgregador, regresivo y potencialmente violento, incompatible con ningún diálogo pacífico sobre el futuro de nuestra patria. No hay nada en el discurso de Milei que aporte a tener claridad sobre esa cuestión.

El esquema conceptual con el que se presenta el “pacto” no contiene otra cosa que la retahíla de lugares comunes con aquellos que enunciaron (e impusieron a sangre y fuego) las dictaduras (todas) que en nuestro país han sido. Achicar el gasto público, disminuir el costo de la política, favorecer de todas las maneras posibles el proceso de concentración capitalista a favor de los grupos económicos concentrados locales y extranjeros constituye una fórmula demasiado conocida, practicada (y fracasada) como para situar sobre esos pilares la idea de un renacimiento nacional. Si la idea es “refundacional” debería empezar por despejar el camino de aquello que se dijo siempre desde el lugar de los poderosos y que ninguna experiencia real confirmó. 
Desde ese punto de vista puede asegurarse que el pacto de Milei nace muerto. Y a eso hay que sumar que la realidad económica y social insinúa más certidumbre para un derrumbe político general que para la creación de condiciones para un renacimiento democrático; el conflicto entre el gobierno nacional y la casi unánime mayoría de los gobiernos provinciales es una ilustración muy clara de la situación. El propósito de acercarse a cualquier horizonte de acercamiento, diálogo y acuerdo institucional necesitaría de un cambio copernicano en la lectura política y en los comportamientos prácticos de este gobierno. Por ahora carecemos de insinuación alguna de este cambio. A eso hay que agregar que el modo en que el presidente presenta la iniciativa adelanta sus contornos principales: todo se dirige a restringir la política, bajo la figura de sus “privilegios”. Parece que nada de lo que necesita el país pasa por la acción estatal en relación a las prácticas ilegales, monopolistas y, a veces, directamente mafiosas, del poder económico, como si no formara parte de la realidad que hay que transformar. ¿Cómo se hace para sostener semejante idea de lo que ocurre entre nosotros cuando se observa el proceso de concentración y centralización de la riqueza y la propiedad en forma simultánea con el empobrecimiento de vastos sectores de nuestro pueblo, que vienen alcanzando niveles extremos y vergonzosos? Un pacto nacional auténtico debería tener este punto como su centro excluyente: el problema es que si se lo coloca en ese lugar hay que encontrar las causas profundas del fenómeno, y en ese punto los amigos y socios del presidente tienen una posición tomada. 

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Es altamente probable que el “pacto” que propone Milei no sea más que un intento de recuperar iniciativa política (muy debilitada en el corto tiempo pasado desde su asunción). En ese punto vale considerar que la cuestión de la misma supervivencia del gobierno podría aceptarse como una premisa política más importante que la generación de pactos que solamente podrían prosperar en situaciones políticas totalmente diferentes a las que hoy tiene la Argentina, en gran parte por la mezcla de impericia e irresponsabilidad del gobierno desde su asunción. Dicho de otro modo, el “pacto político” tendría que estar sustentado en pilares más sólidos que la “ley ómnibus” y el “mega DNU”. Es muy habitual en la historia de los gobiernos antipopulares (Aramburu, Onganía, Videla, etc.) el intento de reemplazar la realidad por las consignas publicitarias: hasta ahora esos intentos no han terminado muy bien que digamos.

Ahora bien, ¿deberían las fuerzas populares ignorar la propuesta del “pacto”? Por supuesto que esto no puede dictaminarse en abstracto, sobre todo sin seguir de cerca la explosiva situación social y sus consecuencias. Nadie puede seriamente creer que la población puede involucrarse en algo tan abstracto como un “gran pacto” cuando todos los días chocamos con la injusticia, con las carencias, con la caída abrupta del nivel de vida de las personas. Desde ese punto de vista, se podría salir de cualquier duda vinculada a la estrategia política y esperar que el “gran acuerdo” mileísta naufrague en sus propias inconsistencias. Pero es posible otra estrategia. La de participar, la de discutir el pacto. La de explotar la oportunidad para exponer otro rumbo, otro proyecto, otra idea de cómo reconciliar al país y poner en marcha un proceso distinto. Y esto no es un sueño absurdo. Venimos de un episodio extraordinariamente importante: el de la virtual rebelión de un amplio -casi unánime- frente de gobiernos provinciales contra las consecuencias de las políticas nacionales irresponsables ante las consecuencias de la crisis. Una rebelión políticamente amplia. De la que nadie puede decir que surgió de una componenda “kirchnerista”, que es el nombre con el que los servicios (de comunicación y de inteligencia) llaman a los conflictos sociales en nuestro país. La rebelión de los gobernadores es un punto de no retorno en la vida política nacional. Por supuesto que la ruta de esta rebelión no está escrita. Que va a ponerse en marcha un operativo de disuasión, de persuasión, de presión y de amenazas de todo tipo para revertir esta crisis. Pero parece ser que la crisis de las provincias (del federalismo trucho, de los abusos del poder central, del unitarismo de facto que funciona en la Argentina) llegó para quedarse. Y, además, está en la agenda permanente de las fuerzas mundiales poderosas. Volvamos a la crisis de 2001. En esos tiempos circuló profusamente en nuestros medios de comunicación una declaración de “expertos economistas del mundo” que postulaban la entrega del poder de decisión en nuestra patria a una comisión de “expertos internacionales” que asumieran las responsabilidades que la constitución asigna a los gobiernos legítimos. 

Los argentinos y argentinas vivimos “tiempos constitucionales”, de definición de las normas que tienen que regir para recuperar lo que Aldo Ferrer llamaba “densidad nacional”. Por supuesto que esto no puede sino poner en escena una discusión sobre nuestra constitución. La guardia pretoriana que los poderosos han montado contra cualquier intento de discutir la carta magna y sus soportes intelectuales y morales es la prueba más profunda de ese designio. Por eso es necesario que las fuerzas nacional-populares no rechacen la discusión institucional. El derrumbe que traen las políticas del actual gobierno crea la necesidad de repensar el país y su constitución. El pacto, desde la perspectiva nacional es la Constitución.