Los disensos se manifiestan a diario, se potencian en el plano social y también en el político tanto dentro como fuera de las estructuras partidarias. Se traducen en una más extendida conflictividad, que pueden derivar en conflagraciones en cuanto a la mayor violencia que lleguen a adquirir y que impone, por ende, determinar los caminos para encauzar los conflictos asumiendo los enfrentamientos inexorables que ello impone.
No estamos en guerra
La inclinación por las metáforas es común en la poesía, como en otros campos literarios y, también, en la política. Sin embargo, las llamadas licencias poéticas no son sino adecuadas a aquella literatura y se traducen en forzados -muchas veces, desafortunados- recursos en su traspolación a otros ámbitos. La “guerra” reconoce diversas acepciones o valoraciones y constituye siempre un hecho desgraciado, aún, cuando se torne inevitable, e implica el enfrentamiento entre enemigos.
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Si bien importa un “conflicto”, en tanto bélico, no es analogable a otros muchos que pueden verificarse en diferentes ámbitos de la vida personal, familiar o social.
Cuando se proclama una “guerra contra la inflación”, más allá de no ser una estrategia recomendable anunciar cuándo se va atacar, pareciera ser una exageración -por el bajo nivel de confrontación, por su objeto y la falta de individualización de los involucrados- utilizar esa palabra para enunciar una política que atienda a eliminar -más precisamente reducir o morigerar- ese flagelo.
Más inapropiado resulta ese término cuando no se identifica concretamente al enemigo, que obviamente no puede ser la inflación sino los agentes económicos que la producen o la acentúan y, para colmo, en lugar de confrontar se opta por un diálogo inconducente como técnica guerrera.
Si la primera respuesta del otro lado a esa declaración de guerra, es un “bombardeo” de subas de precios con efecto inmediato en la canasta básica alimentaria antes que se adopte ninguna medida “beligerante” por parte del Gobierno, convocar a conversar acerca de los daños causados y los modos de repararlos suena más a resignación que a “combate”.
Personajes conocidos e historias viejas
Las operaciones de Mercado son clásicas en la búsqueda de desestabilizar gobiernos, siendo la cotización del dólar y la tasa inflacionaria -autónomamente o por sus efectos recíprocos- de las más comunes y de las más eficaces a juzgar por los resultados tradicionalmente alcanzados.
Las expectativas devaluatorias ligadas a las exigencias en tal sentido de los sectores exportadores, el aumento constante de los precios y la impresión provocada -con datos de realidad que ayudan a instalarla- de una gobernabilidad de baja intensidad, incentivan el malestar social que no deriva sólo de lo emocional sino del deterioro ostensible de las condiciones materiales de vida.
El primer llamado a reunirse en torno a la problemática inflacionaria unas semanas atrás, tuvo como protagonistas a la Unión Industrial Argentina (UIA) y a la Confederación General del Trabajo (CGT); ocasión, en la que se hicieron declaraciones de buena voluntad puramente formales, sin expresión crítica o autocrítica alguna en orden a las responsabilidades consiguientes.
Teniendo en cuenta quienes asistieron por la UIA, entre ellos su presidente (Funes de Rioja) que ostenta igual cargo en la COPAL (Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios), era razonable esperar alguna reflexión acerca de la disparada de precios, de los alimentos en particular. Nada de eso ocurrió, como tampoco una u otra Corporación empresaria recriminó a los que -dentro de su amplio espectro de representación- habían generado un encarecimiento desmedido de sus productos, sin que encontrara justificación en movimientos de costos internos y, menos todavía, externos cuando los anunciados efectos de la guerra en Ucrania aun no habían llegado.
La UIA evidenció similares omisiones en torno a la falta de destino productivo del enorme endeudamiento externo durante el macrismo, como ante la ostensible fuga de capitales en ese mismo período que hacía visible su claro destino especulativo y contrario a un desarrollo genuino, en especial de la industria.
Ahora, tampoco acompañan la iniciativa legislativa de los senadores del Frente de Todos para individualizar activos no declarados en el exterior y que sus titulares tributen para hacer frente a la deuda con el FMI.
Sí, en cambio, celebraron el acuerdo inicial con el FMI, aunque por lo visto no están dispuestos a poner nada de su parte para que puedan cumplirse las metas comprometidas en esa negociación. Comenzando por una proactividad dirigida a desalentar y condenar arbitrarios incrementos de precios, avenirse a que se impulsen aportes extraordinarios de los sectores contingentemente beneficiados con ingresos extraordinarios, demostrar una voluntad cierta dirigida a erradicar la pobreza y alcanzar una mayor equidad social indispensable para pacificar los ánimos razonablemente alterados.
Desde la CGT se registra también ausencia de pronunciamientos sobre esos temas claves, ni reclamos de una participación protagónica que permita una mayor eficiencia de medidas de gobierno, como la del control de precios.
El mismo Pablo Moyano, único miembro del triunvirato que -junto a otros dirigentes sindicales nucleados en esa Central y en las dos CTA- asistió al Senado a manifestar su apoyo al Proyecto de Ley para la creación de un “Fondo para pagar al FMI”, señaló con total crudeza: “No es casualidad que seamos los mismos que peleamos los cuatro años del macrismo. La vamos a militar en la calle.”
El contraste es ostensible y la síntesis de esa frase irrebatible, teniendo en cuenta la pasividad de la conducción cegetista frente a las políticas implementadas por el Gobierno de Macri que condujeron -como era totalmente previsible- a una considerable pérdida del poder adquisitivo del salario (cercana al 20%) entre 2016 y 2019. Cuando no, una inconcebible aquiescencia con medidas legislativas como la reforma “Complementaria” de la Ley de Riesgos de Trabajo (Ley 27.348), sancionada en 2016, que acentuó el signo regresivo de esa normativa y de las que fueron dictadas con posterioridad con la pretensión de reglamentarla; pasividad, que mantienen hasta el presente tolerando todo tipo de abusos de las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo (ART) y la connivencia de la Superintendencia de Riesgos del Trabajo.
En uno y otro caso, por sólo tomar un par de ejemplos, uno de sus efectos fue una brutal transferencia de ingresos en beneficio del gran empresariado y de la especulación financiera, con el correlativo empobrecimiento del sector laboral; junto a una afectación de la salud de las personas que trabajan, por la ausencia o lo deficiente de las prestaciones asistenciales y la falta de programas de prevención o, en su caso, de un justo resarcimiento a las víctimas de accidentes y enfermedades del trabajo.
Esas dos entidades posteriormente firmaron un Acta en la cual, la CGT solicitaba la apertura de las negociaciones de aquellos convenios salariales que aún no habían vencido o que aún no se encuentran en la etapa de tratativas y, por su parte, la UIA aludiendo a que esa vía, en el entendimiento de que la fijación de salarios mediante la negociación colectiva es la herramienta adecuada para lograr el incremento de las remuneraciones, manifiesta en este contexto excepcional la conformidad con el pedido efectuado.
Ese consenso debe analizarse no tanto en lo que expresa sino en lo que omite, para darle real sentido. Una primera cuestión es advertir que se verifica en un período que es en el cual, ordinariamente, año a año se desarrollan las negociaciones paritarias y, además, que la legislación vigente prevé que la apertura de las negociaciones puede requerirse dentro de los 60 días previos al vencimiento de los acuerdos o convenios en curso.
Una segunda cuestión, es que el “consenso” está en línea con los propósitos que perseguía la UIA, en tanto venía planteando una férrea oposición a que fuera el Gobierno el que dispusiera un aumento general de emergencia de los salarios que, obviamente, elevaría el piso desde el cual se renegociarían las convenciones colectivas.
El escenario en el cual se instalará ese debate, como fue previsto, ofrece algunos datos que también deben ponderarse.
En el año 2021, salvo en el caso de los sindicatos más fuertes, los salarios no le ganaron a la inflación. El deterioro que registraban las remuneraciones a fines de 2019, como el que se sumó en el 2020 por efecto de la pandemia, no se recuperó en ninguno de los sectores convencionados.
La inflación del primer trimestre de 2022 que rondó el 16% acentúa la posición declinante del salario, impactando directamente en el estado en el cual se llega a la nueva ronda paritaria y, salvo que se pactaran aumentos retroactivos -y aún así relativamente-, la recomposición de las remuneraciones llegaría tarde para el bolsillo de los trabajadores y se establecería para un lapso en el que la inflación proyectada continuaría erosionando su poder adquisitivo.
Sin restarle relevancia a la negociación colectiva, ni soslayar su función democratizadora de las relaciones laborales y como herramienta apta para dar cauce a la natural puja distributiva entre el Capital y el Trabajo, ante situaciones excepcionales -y reconocidas- como las actuales, se exige recurrir a otros instrumentos al alcance del Estado para dotar de equilibrios básicos que permitan revalidar la eficacia y virtudes que se le asignan a las discusiones paritarias, a la par que habiliten un mayor empoderamiento sindical indispensable a esos fines.
La maldición es la pobreza
El clima de angustia que vive la población por la constante y descontrolada escalada de precios, con particular incidencia en los productos que integran la canasta básica, no se restringe a los sectores asalariados que perciben que nuevamente serán perdedores en esa carrera, sino que adquiere mayor crudeza para quienes carecen de un empleo y viven en la informalidad.
No hay duda de que es el Estado el obligado interlocutor al que deben recurrir estos últimos, ni tampoco que en el Estado reside una responsabilidad primaria -incluso por mandato constitucional- en asegurar el acceso a bienes fundamentales y en dar respuestas a urgencias tan extremas.
En ese contexto es de toda lógica que busquen visibilizarse ganando la calle, movilizándose, reclamando por la adopción de medidas siquiera paliativas y transitorias para necesidades impostergables.
Quienes, como algunos referentes de la oposición, proponen que se destine un predio para que vayan a quejarse los pobres y así despejen la vía pública, ponen de manifiesto un cinismo que sólo supera su desprecio por esas personas que, en esa alternativa, serían ocultadas al igual que sus graves padecimientos cotidianos.
Otros, como el alcalde de la CABA -precandidato a la presidencia de la Nación en 2023-, con mayor pericia e hipocresía apuntando a sacar lo peor de sus potenciales electores, frente a las últimas movilizaciones de organizaciones sociales sostuvo: “Lo que pasó fue una extorsión, me da muchísima bronca, usan a la gente. ¿A alguno se le ocurre que la gente viene en forma espontánea? Los traen extorsionados de que si no vienen le quitan el plan”. Para luego, plantear: “Pedimos al Gobierno que les saque los planes sociales que tienen (…), saquen los planes y van a ver que no vienen más.”
Más allá de la contradicción e ilegalidad ostensible de su propuesta, Rodríguez Larreta llega aún más lejos que los que pregonan el confinamiento de ese tipo de protestas, directamente plantea que los que protestan desaparezcan de la ciudad de Buenos Aires cuya icónica belleza desmerece tanto pobrerío, a la par que incomodan a sus habitantes.
Frente a la condena a los piquetes del hambre, sería bueno que estos y otros críticos -entre los que se cuentan mucha gente del común- recordaran los piquetes monetarios de fines del 2001, cuando los ahorristas cortaban las calles céntricas y se congregaban frente a los bancos -rompiendo vidrios o abollando persianas con elementos contundentes de los más variados- reclamando la devolución de sus depósitos en pesos y, especialmente, en dólares, sustraídos como consecuencia de iguales políticas que las que hoy proponen el macri-radicalismo o personajes payasescos (como Milei) y siniestros (como Espert y Cavallo).
Donde las palabras mueren y los diálogos son estériles
El Informe sobre Distribución de Ingresos realizado por el INDEC correspondiente al cuarto trimestre de 2021, da cuenta que en nuestro país el ingreso promedio de algo más de nueve millones de asalariados ascendía a $55.823 mensuales.
Desde la perspectiva del ingreso individual promedio según la escala de estratos bajo, medio y alto, equivalía a $ 19.600, $ 50.600 y $ 122.200, respectivamente. Según esa misma fuente, cada 100 personas ocupadas había 129 desocupadas, y por cada 100 personas que percibían ingresos había 65 que no percibían ninguno.
Cuando en el mundo entero, y me refiero principalmente al mundo capitalista hegemónico, se plantea ante la emergencia pandémica reclamar mayores esfuerzos y cargas impositivas a quienes más tienen o más se han beneficiado de los efectos del encierro por la peste, en Argentina la propuesta de un aporte extraordinario y por única vez de los titulares de las grandes fortunas (unos pocos miles entre más de 45 millones de habitantes): ¿obtuvo el acompañamiento de las representaciones patronales, siquiera de aquellas que no congregaban a los sujetos alcanzados por el aporte? No.
En ese mismo centro del poder mundial distintos Organismos multilaterales se han pronunciado en favor de gravar en alguna proporción adicional a las Corporaciones que, valiéndose de variadas estrategias (en especial por la constitución de sociedades offshore o la radicación de casas matrices en “paraísos/guaridas” fiscales) eluden cargas impositivas: ¿cuál es la postura adoptada por nuestra gran burguesía? Oponerse a la exigencia de repatriar con destino al pago de la deuda con el FMI parte (sólo un 20%) del patrimonio fugado y no declarado, más todavía, reclamar una sustancial reducción de impuestos y de las erogaciones del Estado con destino a la asistencia social.
El Consejo Económico y Social no ha movido el amperímetro desde su anuncio inicial de “institucionalizarlo” por ley, para que su funcionamiento no se limitara al período de mandato de un gobierno en particular. Con excepción de declaraciones retóricas sin reflejo alguno en cambios virtuosos en el campo económico-social, nada se ha avanzado en dos años.
Los subsidios estatales a las empresas para auxiliarlas en las etapas más complicadas por los efectos de la pandemia, como los dirigidos a recuperarse de las consecuencias tanto o más perniciosas de los últimos dos años del gobierno macrista: ¿qué respuesta han tenido de los sectores empresariales beneficiados y, particularmente, de los que obtuvieron mayores réditos del cambio de orientación de las políticas públicas? Ninguna que implique coadyuvar a procurar algún alivio a los más necesitados, peor aún, se suman a las críticas desestabilizantes y destituyentes de quienes, confían, asegurarán sus privilegios de clase.
La paz social es un anhelo legítimo, como el diálogo puede constituir una vía para alcanzarla en tanto prevalezca la buena fe, la lealtad, una voluntad cierta de sacrificios solidarios y una genuina disposición a transitar ese camino.
Sin esos presupuestos condicionantes, haciendo abstracción del núcleo de la conflictividad que agrava los niveles de desigualdad y sin emprender las transformaciones indispensables con aquel propósito que exige confrontar con quienes no comulgan con otros intereses que los propios, no será factible alcanzar aquel objetivo. Sin justicia social y redistribución de la riqueza, la única paz que se logrará será la paz de los cementerios.