Aprender la unidad en la diversidad antes de que sea demasiado tarde

05 de marzo, 2022 | 19.00

El problema principal del futuro argentino no es el acuerdo con el FMI que está a punto de tratar el Congreso: es el resultado de la elección de 2023. Y la alternativa no es entre este gobierno y un gobierno más audaz en las transformaciones. Es entre un gobierno del frente de todos (con la jefatura y la composición que se decida en su interior) o un gobierno de la derecha colonial.

La escena de la apertura de las sesiones parlamentarias es muy elocuente al respecto. El sello adoptado por la derecha para identificarse en el recinto fue la bandera ucraniana; ¿solidaridad con el pueblo ucraniano o alineación incondicional y ruidosa con la política exterior de Estados Unidos? Un gobierno de esa derecha – en cualquiera de las variantes que se preparan para expresarlo- no necesitaría recurrir a la letra del acuerdo con el FMI para desplegar un programa similar al que aplicó desde 2015 a 2018; el mismo programa, pero más veloz en su aplicación, según lo definió Macri ante una pregunta de Vargas Llosa hace algunos años.

¿Pero por qué se vincula de este modo la próxima discusión parlamentaria con la elección del próximo año? Porque sin la unidad electoral del frente de todos, la amenaza del triunfo de la derecha se convierte casi en una certeza. E incluso la unidad electoral no alcanzará si en el camino a la elección no tramita orgánicamente sus diferencias internas y establece reglas de juego políticas comunes. No sería la primera vez que una tramitación pobre de las diferencias permita la derrota del espacio peronista y el ascenso macrista; algo de eso hubo en 2015.

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¿Se juega el futuro del frente en la votación sobre el acuerdo con el Fondo? No, desde el punto de vista de un determinismo fatal (“si se vota distinto se rompe”) pero es muy evidente que la situación previa está caracterizado por cierto clima de tambores de guerra. Entre acusaciones mutuas de “traición” o de “irresponsabilidad”, será muy difícil construir un clima de certidumbre y confianza en la actual coalición de gobierno. Y, entonces, aún en el caso de que el frente permanezca, su prestigio y autoridad política habrán quedado muy debilitadas.

Quien esto escribe no tiene ni ha tenido nunca confianza en los acuerdos del país con el FMI. Aun así, es muy claro que el que firmó Néstor Kirchner en 2003 y el de Macri en 2018 tuvieron consecuencias muy diferentes. Y las diferencias no estuvieron en la letra escrita sino en la política: Néstor acordó con el fondo la “meta fiscal” del 3% del PBI de superávit, mientras el actual se compromete al equilibrio fiscal (sin superávit) en tres años. Es decir, la letra del acuerdo actual es más generosa que la del de 2003, la voluntad política termina primando sobre la letra de los acuerdos. La ignorancia de este postulado es propia de un economismo cerril. Que ignora la primacía de la política, la centralidad del poder respecto de las formas. No es el caso de la directora del FMI: según Infobae del 3 de febrero, Georgieva señaló que “el entendimiento alcanzado con la Argentina puede estar condicionado por la situación política del país”. Y manifestó, como para que no quedaran dudas del sentido de la frase que existen “límites para hacer cambios en la Argentina en los próximos años, dada la oposición de la parte radical de izquierda de la coalición peronista gobernante del país”. Es otro modo, un poco más moderado, de decir que el “éxito” del programa del fondo descansa en la expectativa del triunfo de una fuerza de derecha en las próximas elecciones.

Lo que claramente tiene a su favor la necesidad de preservar el frente de todos es que ninguno de los espacios que lo componen tendría chance alguna de ganar en 2023 sin el concurso de los demás. ¿Significa eso que la continuidad de la unidad está asegurada? Lamentablemente no, y el obstáculo consiste en que la política no es un juego lógico ni aritmético. Concretamente es posible que para alguno de los integrantes de la coalición sea peor el triunfo de uno de los socios que el de sus adversarios. Puede ser, en algún caso, el macartismo interno. Y en otro, la idea clásica del infantilismo de izquierda que dice “cuanto peor es mejor”. Cuesta entender esto último pero el enfoque tiene una larga tradición en la izquierda y una innegable presencia actual: es preciso que las contradicciones se agudicen y se hagan visibles para que se eleve la conciencia popular. Homero Expósito lo dijo con más belleza y en clave poética: “primero hay que saber sufrir”.

La preservación de un gobierno popular en la etapa que viene alcanza importancia estratégica. El mundo ha entrado en la etapa del declive de la unipolaridad de Estados Unidos. Asoman nuevos actores centrales en la disputa del orden mundial, se ensanchan los espacios para políticas nacionales y regionales discordantes con los mandatos de Washington. El próximo ciclo electoral en la región puede albergar la novedad del regreso de Lula a la presidencia de Brasil y del triunfo de la izquierda en Colombia, lo que unido a las victorias de Bolivia, Chile y Perú y a la exitosa resistencia de Venezuela a los intentos intervencionistas de Estados Unidos, conformaría un nuevo momento favorable a los procesos de integración regional. Integrados en la región, nuestros países pueden aspirar a un protagonismo en la escena del mundo multipolar.

Todo eso se juega alrededor del sostenimiento y fortalecimiento del Frente de Todos. Eso solo no asegura la victoria. Pero la ruptura es sinónimo de derrota. Y en ese caso desaparecerían todas las “heterodoxias” que, para el paladar negro neoliberal, tiene el texto del acuerdo. Sería muy bueno que no sea la “generosidad” de algún sector de Juntos por el Cambio la que garantizara la aprobación del acuerdo en el Congreso. Lo que no significaría la plena identificación de diputadxs y senadorxs con la letra del memorándum sino la voluntad de seguir juntos aún en la diferencia: unidad en la diversidad.