Cada día se torna más crucial la definición de una estrategia capaz de sortear los obstáculos para un desarrollo inclusivo, equitativo y superador de antiguas concepciones elitistas. La demora en emprender esa tarea nos enfrenta al peligro de nuevas frustraciones colectivas, con la consecuente naturalización de ideas que legitiman considerar como descartables a amplios sectores de la población.
Sensibilidades coyunturales
Las cavilaciones contrafácticas sabemos que permiten variadas conclusiones teóricas, aunque incomprobables en la práctica justamente por la condición de tales. Lo que no las convierte en estériles, por su falta de certeza, para estimular el análisis de situaciones que habiliten proyecciones futuras que, como es obvio, también constituyen incertidumbres que son comunes a todos los campos del saber.
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En Argentina nos sorprendió la pandemia en los albores de una nueva gestión de Gobierno, que se planteara en lo ideológico diametralmente opuesta a la precedente y con ello en los valores a considerar frente a cualquier acción por encarar. Que a la luz de las medidas que se han venido adoptando como de las prioridades que las sustentan, muestran congruencia con las políticas anunciadas y que apoyara mayoritariamente el electorado en octubre de 2019.
Un simple repaso de lo ocurrido en los cuatro años anteriores, sentido en cuerpo y alma por el conjunto de la sociedad más allá del fuerte blindaje mediático, como del extremismo neoliberal que identificara a los mentores y ejecutores de esas otras políticas, también admite un razonamiento fundado sobre cuál hubiera sido el camino seguido por el macrismo en una emergencia como la actual.
El apego a los requerimientos del Mercado, la sumisión ante los bonistas, la obsesión –obsecuente- por el déficit fiscal, la convicción acerca de un Estado mínimo abstinente de toda intervención regulatoria que incida en la economía privada, se hubieran traducido –como lo vemos en otros países de la Región- en la falta de una asistencia estatal general y necesaria (social, laboral, sanitaria). La salud de la población no hubiera sido prioritaria, como lo demuestra lo sucedido durante la presidencia de Macri y se desprende de sus propios dichos cuando –hace poco tiempo atrás- sostuvo que más peligrosa que la pandemia era el populismo y que debía prestársele preferente atención a la actividad productiva.
A la Argentina nos llegó el COVID-19 de lejanas tierras, cuyos portadores fueron viajeros pertenecientes a las capas medias y altas de la sociedad en condiciones de disfrutar ese tipo de turismo. Combinándose entonces dos factores, el potencial –como real- contagio de quienes pertenecen a esos sectores con los correlativos riesgos ante la insuficiencia del sistema de salud, y la amplia alteración de las condiciones de vida –que los comprendía- como consecuencia del aislamiento exigido para prevenir o contener la propagación del virus, y que reclamaba un Estado presente.
¿Cuál hubiera sido la respuesta y actitud de esos mismos sectores si la procedencia hubiera resultado de migraciones de países limítrofes? ¿De haber sido mujeres y hombres pobres o migrantes en busca de trabajo?
Las conductas discriminatorias preexistentes en nuestro país conllevan legítimamente a pensar que la reacción hubiese sido otra, muy distinta y exacerbante de una xenofobia selectiva. En ese sentido cabe apreciar lo ocurrido hace pocos días en Chacabuco (Provincia de Buenos Aires), donde debió suspenderse el pase a una fase de menor confinamiento a raíz de haberse detectado nuevos casos de coronavirus, lo que generó reacciones hostiles contra los enfermos y sus familias por su origen boliviano.
Haciendo visible lo invisible
El poder de propagación del virus, hasta ahora sólo neutralizable mediante sucesivas cuarentenas, era fácil imaginar que resultaría exponencial en cuanto alcanzara los asentamientos más precarios y populosos.
El hábitat propio de esas barriadas, las carencias más elementales en su infraestructura –servicios sanitarios, provisión de agua, entre otros-, la imposibilidad material para el distanciamiento social requerido –familiar y comunitario- acentuado por el difícil cumplimiento del aislamiento preventivo por muchos de sus habitantes –ya sea por desempeñar tareas esenciales o por no tener otra opción que salir a buscar el diario sustento-, configuraban tierra fértil para el contagio masivo.
El notorio aumento de casos en la Ciudad de Buenos Aires y la elevada proporción que corresponde a quienes viven en esos barrios marginados (más del 70% de los nuevos diagnosticados esta semana), confirman dicha tendencia. Poniendo así a la vista de todos, más allá de las graves falencias del Gobierno local en materia de prevención, la ignominiosa situación en que se desenvuelve la vida de cientos de miles de personas.
Las “villas miserias” constituyen un fenómeno perverso y desatendido que no es nuevo, oculto salvo cuando se las estigmatiza como guaridas de delincuentes, que hoy corren el riesgo de sufrir una nueva tabicación y transformarse en una suerte de guetos.
Los refugios para las personas en situación de calle –también invisibilizados y a la vista de cualquiera que transite la ciudad-, registran cifras alarmantes de contagios. Como sucede en el caso de los geriátricos, cuyas condiciones de funcionamiento son lamentables desde hace largo tiempo y que ahora son objeto de atención por la gravedad de los efectos que viene teniendo la pandemia.
Republicanismo malthusiano
Thomas Robert Malthus (1766 – 1834) fue un erudito británico de la Escuela de la Economía Clásica y uno de los primeros demógrafos, escéptico sobre la eficacia de reformas políticas y sociales e imbuido de las corrientes de pensamiento utilitaristas y pragmáticas, planteó frente a la crisis europea de fines del siglo XVIII que su fundamento residía en una cuestión demográfica.
Su teoría sostenía que mientras el crecimiento de la población en el mundo se daba en forma de progresión geométrica, la producción de alimentos aumentaba en progresión aritmética; en razón de ello, las sociedades no podrían abastecerse en medida suficiente. Por lo cual, el equilibrio sólo resultaría de un aumento de la mortandad provocada por causas naturales o humanas (catástrofes, guerras, epidemias).
Entendía que la desigualdad económica en el Capitalismo era resultante del crecimiento de la población y la escasez de recursos, partiendo de la idea de que la miseria y la pobreza eran una ley natural e inconmovible. De ahí, que el Estado debía desentenderse de la salud pública y de toda acción de protección humana, favoreciendo los factores equilibrantes que impactarían básicamente en los más desposeídos.
La llamada Ley de Malthus ha sido desmentida, por cuanto la producción mundial posee capacidad para proveer de alimentos y bienestar a toda su población, pero cuya falta de concreción reside en una acumulación desproporcionada de la riqueza con la consiguiente inequidad redistributiva. Aunque pareciera seguir siendo un axioma del Capitalismo de matriz financiera, con soporte en una institucionalidad “republicana” que favorece esas ideas de selección natural para la supervivencia del sistema.
Quienes insisten en mantener el funcionamiento pleno de la actividad económica o pugnan por su total reapertura mediando decisiones estatales restrictivas, tienen en claro que la vida no es lo prioritario –máxime cuando no son sus propias vidas- y que las pérdidas humanas serán fácilmente sustituibles atendiendo a los niveles de pobreza, desocupación e informalidad laboral imperantes.
Las víctimas en definitiva se contarán, básicamente, entre los “descartables” por su origen (nacionalidad, raza, etnia), su condición social (pobres y empobrecidos), su situación de salud (portadores de patologías diversas) o su franja etaria (mayores adultos), y aligerarán las cargas del Estado.
Jair Bolsonaro, Presidente de Brasil donde ya se registran más de 13.000 muertos y 200.000 contagiados, afirmaba unos días atrás: “Hay que enfrentar el virus con coraje, morirán muchos, lamento, lamento, lamento, pero morirán más destrozados por hambre y falta de empleo”. Los fallecidos –como los que se presumen engrosarán esas cifras- mayoritariamente pertenecen a las categorías antes referidas, en general los que ya sufrían de hambre y falta de empleo sin que el Gobierno tomara a su respecto ninguna medida para superarlo antes ni ahora y es impensable que lo haga en el futuro.
Demandas básicas insatisfechas
Las deshumanizantes políticas que llevan adelante muchos de los gobiernos de Suramérica provocaron, entre 2019 y comienzos de 2020, estallidos sociales de gran impacto -como ocurrió en Chile, Ecuador, Colombia, Perú, Brasil y Bolivia- que recibieron como respuesta un incremento de la violencia institucional.
La ausencia de surgimiento de liderazgos capaces de dar representación y conducción unificada a esas demandas insatisfechas, sumado a las restricciones derivadas de la epidemia del COVID-19 para continuar con concentraciones y movilizaciones populares, han eclipsado sus efectos desestabilizantes temporariamente.
Sin embargo, difícil es suponer que no reaparecerán –y con mayor virulencia- en el corto plazo, aún antes de acabar la pandemia y por la sumatoria de sus mismos terribles efectos actuales con los que se esperan para más adelante.
Con sus particularidades, los países de la Región exhiben una fuerte interpelación a sus clases dirigentes, un profundo hartazgo por la escasa calidad de sus instituciones, un rechazo activo al deteriorado nivel de vida en que se hallan sumidas sus sociedades, como la creciente conciencia colectiva del superlativo grado de injusticia social que el Neoliberalismo produjo y acentuará de seguir rigiendo sus destinos.
El riesgo de desborde de las vías democráticas está cada vez más presente, más aún cuando las prácticas nacionales han servido para obturarlas o sólo dotarlas de una cosmética encubridora de la falta de su real vigencia. Una salida por otros canales ofrece alternativas disímiles e incluso antagónicas, pero cualquiera fuera significará una escalada de la violencia y un serio compromiso para los derechos humanos.
Riesgo, que se acrecienta en un contexto internacional signado por la guerra comercial entre EEUU y China, junto a otras disputas por la hegemonía protagonizada por distintos países europeos y en función de la multilateralidad que sustituyera finalmente a la bipolaridad existente durante la “guerra fría”.
De oportunismos y oportunidades
En la Argentina, se han dado una serie de circunstancias que han contribuido a contener estallidos similares. Por una larga tradición de resistencia organizada, una inigualable respuesta frente a las violaciones –incluso genocidas- de los derechos humanos, la existencia de un Movimiento nacional y popular que ha combatido permanentemente al colonialismo y el, reciente, acceso al Gobierno de una fuerza política con capacidad para profundizar esas luchas.
De todos modos, la fortaleza de las elites que encarnan la más cruda expresión del Poder Económico transnacional, favorecida por una concentración mediática –a su servicio- de gran influencia en el imaginario social, conserva una potencia depredadora para una convivencia democrática y con una razonable paz social.
Esa contradicción no está saldada, ni asegurados los principios republicanos si no se encara una transformación visceral de las instituciones y del poder de intervención del Estado que garantice una democracia renovada. Respetuosa de la pluralidad y la diversidad, pero sustentada en bases populares que obtengan una real representación y que consoliden políticas que importen poner la centralidad en las grandes mayorías, en particular en la ciudadanía más vulnerable.
Los oportunismos seguirán manifestándose, sirviéndose de las obsoletas formas de una institucionalidad agotada, aferrados a sus privilegios y al servicio de intereses antinacionales. Pero se abre también una oportunidad excepcional, precisamente por el estado de excepción que presenta el Mundo, que impone serios replanteos para aprovecharla e iniciar un nuevo camino de efectiva liberación y justicia social.