Jonathan Swift (1667-1745) fue, sin dudas, el más extraordinario escritor satírico irlandés. Clérigo de fuerte raigambre moralista, puede afirmarse que escribió algunas de las primeras y más feroces críticas a la naturaleza humana. Los Viajes de Gulliver, considerada su obra cumbre, ha dado lugar a infinidad de interpretaciones y bien puede ser leída como un ejemplo de la pugna –literaria– entre realidad y ficción.
Clásico de la literatura universal, los fantásticos periplos de Lemuel Gulliver fueron el modo en que Swift escribió una de las críticas más amargas a la sociedad británica de su tiempo. Su prosa exquisita –a la vez rampante y precisa– es una disección en clave sutil pero implacable de la condición humana y la sociedad de su tiempo.
Lo curioso es que hoy Gulliver se lee como una obra de literatura para niños, aunque es una rigurosa burla al mundo adulto de su época, a la vez que parodia de los libros de viajes, típicos de entonces. Y es curioso también cómo en Argentina casi se ignora su obra más importante y zarandeada por censores y editores: La isla de Laputa, en la que Swift parece aludir al empobrecimiento de Irlanda por el gobierno inglés. Es aún tema de debate si usó este vocablo castizo para condenar a la corte de Londres comparándola con una prostituta, o si la palabra se relaciona con el latín putare (pensar). Como fuere, esa isla se caracteriza porque puede volar y flota en el aire guiada por un gigantesco imán, que permite a sus habitantes dirigirla en cualquier dirección.
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Los textos de Swift, feroces algunos como el tremendo Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público, son decisivos precursores de la extraordinaria literatura irlandesa moderna, en la que hay que anotar por lo menos a Bram Stoker, Edna O´Brien, Oscar Wilde, T.S.Elliot, James Joyce, W.B.Yeats, Samuel Beckett, George Bernard Shaw, y entre los más recientes, Elizabeth Bowen, John Banville y su último Premio Nóbel (de los cuatro que ha tenido) Seamus Heaney, fallecido en 2013.
La influencia de Jonathan Swift fue decisiva para innumerables poetas y narrador@s de los últimos dos siglos, y delineó la generalizada convicción de que el vocablo "ficción" remite ineludiblemente a la absoluta libertad de invención. Por lo tanto, un concepto difícil de teorizar puesto que, y la obra de Swift lo prueba, donde más y mejor reluce es en la indefinición. Por lo que la ficción es, para much@s narrador@s, ese maravilloso estado natural de la escritura en el que incondicionalmente todo es posible.
Así, lo ficcional carece de relación con lo que suele llamarse "verdad" "realidad" u "objetividad", esos enigmas que entretienen a muchas almas supuestamente bienintencionadas. La ficción es simplemente otra cosa, otros universos como los que creó Swift. Por eso quien escribe un cuento o una novela cae en estado de gracia, o sea en estado creador: el de todo pequeño demiurgo que se entrega a inventar mundos y vidas con los que divertirse como un loco o sufrir como un desdichado, según lo que surja.
En todo caso, provisoriamente puede admitirse que si la "verdad", "la realidad" y/o la "objetividad" existen, son materias de análisis para el periodismo y/o las ciencias políticas, sociales y de la comunicación. Pero los estatutos morales –por los que el alucinante clérigo irlandés normaba su obra hace dos siglos y medio– determinan que por no ser ficción el periodismo tiene un único compromiso y es precisamente de índole moral: no mentir, no engañar, no inventar, atenerse a los hechos y conjeturar, si acaso, desde honradas posturas político-ideológicas.
Y compromiso cuya ausencia dolorosa, constante y maníaca ha echado a perder al hiperconcentrado periodismo empresarial argentino y mundial que padecemos