Es cierto que en pandemia el cuidado de la salud entra en tensión con otros derechos e intereses sociales. Sin embargo, no estamos frente a dicotomías totales, donde debemos elegir una opción o la otra. No se trata de salud “contra” educación, o “contra economía”. De lo que se trata es de establecer combinaciones flexibles, en función de las prioridades y los límites de lo que podemos resignar como sociedad.
Estamos ante un debate eminentemente político, pero no en el sentido partidario, sino en aquél en el que no hay respuestas verdaderas o falsas. Lo que hay son elecciones en función de los valores que podamos consensuar. Ello no implica que el debate social pueda o deba darse despegado de toda noción de la realidad. Con relación a la disputa sobre la interrupción de la presencialidad escolar resulta fundamental que recuperemos los matices para pensar la educación, la salud y la economía.
1. La educación.
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En efecto, la pérdida transitoria de la presencialidad puede ser excluyente para algunos sectores con dificultades de acceso a dispositivos y conectividad; implica una carga adicional de apoyo educativo entre las tareas de cuidados que, en general, recaen sobre las mujeres de la familia; supone también una reducción de los estímulos y la socialización con pares, que resulta importante tanto para el proceso de maduración en esas edades como para el bienestar psicológico y emocional; para algunes niñes implica también la pérdida de un espacio externo a hogares que pueden ser ambientes hostiles.
Con todo, algunos de los problemas que implica la virtualidad no son inalterables ni absolutos: tal y como comenzó a implementarse a finales del 2020, son posibles esquemas mixtos con una presencialidad limitada o instancias de apoyo, focalizadas en quienes tengan mayores dificultades con la modalidad virtual; existe margen para perfeccionar las estrategias pedagógicas virtuales, para que resulten más eficaces y reduzcan la demanda de apoyo educativo familiar; también puede avanzarse en democratizar el acceso a dispositivos y ampliar la conectividad; como se hizo en 2020, la entrega de alimentos y ayudas sociales en la escuela se puede sostener con un esquema de “take away” o con modalidades limitadas de presencialidad. Con relación al rol de la escuela para detectar situaciones de violencia familiar o abuso, es importante recordar que dichas situaciones son en general estructurales, por lo que su detección no dependerá de la asistencia unas semanas o meses en particular. Si en algunos casos es cierto que la inasistencia transitoria a la escuela podría demorar esa detección, tampoco deberíamos sobreestimar la capacidad que tienen las escuelas para dar o activar ágilmente respuestas a dichas situaciones.
En definitiva, aunque es indiscutible la relevancia de la presencialidad, su transitoria suspensión no equivale a la suspensión de la educación. Con todas sus dificultades y sacrificios, la modalidad virtual de 2020 supuso que la enorme mayoría de les alumnes mantuvieran en alguna medida la continuidad pedagógica y no perdieran el año escolar.
Finalmente, es cuanto menos discutible identificar el interés y el bien de les niñes exclusivamente con la escolaridad. Resulta en verdad impreciso considerar que estamos ante un conflicto de intereses entre les niñes y las personas de otras edades, cuya salud, vida e ingresos básicos se estarían protegiendo con el sacrificio de las infancias. El mundo de les jóvenes y niñes no se agota en la escuela. Importa sin dudas la salud y supervivencia de sus familias, así como el acceso de las mismas a bienes básicos.
2. La salud.
En efecto, no es cierto que las escuelas sean la única causa de la aceleración de contagios que hemos visto en el transcurso de marzo y abril en casi todo el país pero, especialmente, en la ciudad de Buenos Aires. Los altos niveles de contagios previos, en pleno verano, el ingreso de nuevas variantes y el cambio estacional, ya permitían adivinar un aumento en estas semanas. Pero ello de ninguna manera implica que sea irrelevante el papel de las escuelas en la transmisión.
Por un lado, que en la escuela haya un nivel de transmisión similar al de otros sectores (que también implementan protocolos para reducir el riesgo) implica que, cuando la transmisión comunitaria es muy alta, en ellas el riesgo se vuelve alto como en todas partes. No sólo les niñes pueden infectarse y transmitir el virus como cualquiera sino que, al ser en su mayor parte asintomáticos, su transmisión es mucho más difícil de detectar y, por tanto, de evitar. Por ello, incluso especialistas, organizaciones y países que han consensuado la presencialidad escolar como enorme prioridad, en general reconocen que debe establecerse un límite de seguridad, de acuerdo al contexto sanitario. Es decir, “semáforos” que prevean la reducción y/o suspensión de la presencialidad de acuerdo con la cantidad semanal o quincenal de contagios.
Si bien la implementación de medidas para reducir el riesgo en la escuela puede ser efectiva, no es infalible, y cabe esperar que su cumplimiento tampoco sea perfecto. Los barbijos caseros no son tan efectivos como los de uso médico y el distanciamiento no siempre se respeta (por ejemplo, sabemos que hay niñes que siguen sentándose en un banco compartido, o se acercan en el recreo para socializar). Además, aunque empieza a quedar clara la importancia de la ventilación, no tenemos certeza de que ésta sea suficiente todo el tiempo, ya que no tenemos medidores de CO2 en casi ninguna escuela, las condiciones meteorológicas van cambiando y las aulas no dejan de ser ambientes cerrados con muchas personas durante mucho tiempo hablando, a veces levantando la voz y riendo (todas situaciones que elevan el riesgo).
A ello se suma que, más allá de lo que ocurre dentro de la escuela, la presencialidad implica incrementar la movilidad de las personas: aumenta el uso de transporte público, transportes escolares y autos particulares compartidos. Todas circunstancias que en general impiden cumplir con un adecuado distanciamiento y no siempre cuentan con la ventilación necesaria.
Se suman a estos riesgos los de actividades de socialización que ocurren “en torno a la escuela” y no sólo incrementan la movilidad e interacciones, sino que muchas veces se realizan sin medidas de protección: cumpleaños infantiles, reuniones de estudio o recreativas en hogares particulares.
De alguna manera se trata de reconocer que la educación presencial no es un valor absoluto. Cuando supone un riesgo alto para les niñes y sobre todo para sus familias, deja de ser evidente su conveniencia. Por un lado, la presencialidad obligatoria puede generar una paradoja en la que, quienes decidan que les niñes no asistan (para preservar la salud de la familia en contextos de alto riesgo), terminen privados de la educación, por no tener habilitada una opción virtual. Por otro, si el costo de asistir a la escuela termina en el contagio de un familiar y eventualmente en la pérdida de su vida, el daño psicológico puede resultar más grave y permanente para les niñes que la pérdida de algunas semanas o meses de asistencia a la escuela. Por último, también puede afectar su salud mental el temor completamente razonable que suponga asistir a la escuela en un contexto de gran peligro, al tomar consciencia de estar transitando una circunstancia excepcionalmente dramática.
Sabemos que cuando la circulación viral es muy alta, reducir el crecimiento de los contagios solo puede lograrse efectivamente con estrategias de restricción de la movilidad. No tomar medidas, o insistir con las que son insuficientes, puede costar un colapso sanitario que ponga en juego la salud y la vida de miles de personas. Frente al dilema de qué actividades restringir, no sólo es importante recordar el peligro ya mencionado que supone asistir a la escuela, sino que en absoluto resulta evidente que la mejor opción es “que la escuela sea lo último en cerrar”. Si las restricciones impactan sobre los ingresos, pueden generar o profundizar la pobreza en muchos hogares. Muchas veces en los mismos hogares donde residen les niñes que creemos beneficiar cerrando al final la escuela.
3. La economía.
Hace muy poco estuvimos hablando de la pobreza en 2020. Durante la cuarentena estricta la pobreza llegó al 47,5% en Argentina (con un salto enorme desde una base ya alta, de 35%). Esta tragedia social ocurrió a pesar del pago de refuerzos en la AUH y tarjeta Alimentar, del reperfilamiento de deudas con ANSES, de los primeros pagos del IFE, tarifas congeladas, deudas hipotecarias UVA congeladas, alquileres congelados y desalojos suspendidos, prohibición de despidos y obligación de pagar los salarios durante las restricciones. En el segundo semestre, con recuperación económica y la continuidad de políticas sociales (añadiendo el pago pleno de millones de IFE, ATP y créditos subsidiados para monotributistas), la pobreza seguía en 42%. El sector más afectado era la infancia: en el caso de los menores hasta 14 años la pobreza llegaba al 58%.
Sabemos entonces que las restricciones tienen enormes costos sociales y que mitigarlos requiere medidas redistributivas de incluso mayor alcance que las del año pasado. En este punto aparece el problema de la viabilidad de dichas medidas, en un contexto donde resulta fundamental que las mismas se erijan sobre un proceso de redistribución de la riqueza social. En tanto, los sectores económicos concentrados y los sectores políticos que los representan lograron obstaculizar durante más de 8 meses la legislación de un impuesto por única vez a las grandes fortunas, que no sólo contaba con el apoyo de la mayoría de la opinión pública sino que era incluso mucho menos de lo que hoy sugieren incluso organismos como el FMI. Y una vez aprobado, su cumplimiento fue evadido con un fuerte proceso de judicialización. Si no podemos contar con la viabilidad política para que el gobierno consiga tomar esas medidas, sería irresponsable darlas por sentadas.
Es importante resaltar además que, algunos de quienes hoy se aferran a la bandera de la presencialidad como valor absoluto, no parecerían abiertos a discutir redistribución o incluso otras medidas sanitarias. En ese caso, pedir que lo último en cerrar sea la escuela ¿implica que se considera menos grave el aumento de la pobreza (implícito en el cierre de sectores productivos con una movilidad equivalente) y/o el colapso sanitario?
En conclusión, la educación presencial no puede pensarse como un valor absoluto, como no puede pensarse de forma absoluta la salud o la economía. Se trata de considerar el contexto sanitario y económico de modo tal de buscar, en todo momento, el menor daño social. Lejos de la idea estereotipada en la que les niñes pierden solo cuando cierra la escuela, la crisis sanitaria y el aumento de la pobreza les competen también. De hecho, afecta especialmente a quienes más pierden con la educación virtual, debido a sus dificultades de acceso a dispositivos y conectividad. Porque son eses niñes quienes tienen más frecuentemente un mayor riesgo familiar asociado a la presencialidad, debido a la cohabitación con familias extendidas. Y son también quienes residen en hogares con especial vulnerabilidad frente a las crisis económicas. Hablamos de niñes que requieren, en todo caso, un tratamiento preferencial, en lugar de ser usados para justificar medidas generales que indirectamente les perjudican.