En el año 2019 la política argentina decidió que su asunto principal era la continuidad o no de la experiencia macrista. Hoy eso aparece como algo simple, sencillo, elemental. Pero nada se impone por la sutileza de los argumentos que lo sostienen. La decisión política opera desde el vacío, no hay reglas lógicas que funcionen como garantía de su éxito. La unidad del peronismo, de la oposición, de los que querían que el tiempo de Macri terminara no era un dato de la realidad. No estaba asegurado su sentido histórico por las encuestas que decían que las elecciones las decidía el centro indeciso. Puede ser que todo lo decida el centro indeciso, pero desde el punto de vista de la política, lo que importa es por qué el centro indeciso decide lo que decide. El hecho es que el fin de la experiencia macrista fue la decisión política del país. De lo que estamos hablando hoy es cómo interpretamos qué es el fin de la experiencia macrista.
Por lo pronto, en el Frente de Todos conviven quienes apostaron a la resistencia al proyecto de Macri con quienes se movieron en las aguas del pragmatismo, quienes consideraron patriótico y democrático facilitar el avance de las decisiones centrales de su administración en aras de la solidez institucional. Como al pasar, digamos que algunas de esas decisiones –como la aprobación del acuerdo con los fondos buitre- fueron las que constituyeron los pilares del régimen macrista y muestran hoy en plenitud sus nefastas consecuencias. Es duro decirlo así, pero entre los que impulsaron el fin del macrismo y garantizaron el triunfo de la fórmula Alberto-Cristina están los garantes del regreso argentino a la órbita del poder financiero mundial en las peores condiciones. La cuestión es que admitir la centralidad de echar a Macri incluye la reconsideración del lugar político de muchos de quienes contribuyeron a su triunfo y a su fugaz consolidación. Así es la política real, la que no se deja explicar por los cuentos de hadas que sostienen el inevitable triunfo del bien sobre el mal.
Alberto Fernández es, por mor de la decisión anunciada por Cristina el 18 de mayo de 2019, el nombre de la síntesis de un dramático momento de la historia argentina, aquel en que sus fuerzas más avanzadas decidieron que el fin de la experiencia macrista era condición primera de cualquier idea de futuro independiente y democrático. Esa idea triunfó y la valoración de ese triunfo es central para el futuro de la patria: cualquier estrategia política que debilite esa decisión y esa victoria corre el riesgo de ser cómplice de un nuevo y particularmente intenso fracaso nacional.
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Dijo el Coco Basile “yo paro bien a mis jugadores pero después la pelota se mueve y no se quedan en el lugar que yo los paré”. Metáfora potente de la política. Ahora hay una enorme cantidad de jugadores que asisten, forman parte, protagonizan, una historia cuyas derivaciones son imprevisibles. ¿Cómo definir una posición frente a problemas que se acumulan en tropel y obligan a definiciones dramáticas que afectarán al país por un tiempo mucho más amplio que el que protagonizaremos? Es muy difícil decir cómo. Pero es posible decir cómo no deberíamos definirnos. Y lo difícil –casi imposible- es hacerlo con abstracción de nuestros cálculos individuales. No hay nadie que no haga esos cálculos. Eso es lo que hace a la política una práctica diabólica que excluye a las almas bellas, más predispuestas a la autosatisfacción ideal que al barro del compromiso con la vida real. Por eso tiene tan mala prensa Maquiavelo. Por eso estamos tan expuestos a la tentación de hablar en nombre de intereses ideales para defender lugares personales o de grupo.
El gobierno argentino –el que todos hemos elegido- ha adoptado una actitud que procura restañar las heridas de la barbarie de los cuatro años precedentes, con una política de diálogo con fuerzas nacionales y globales que, de una u otra manera formaron parte de una línea de desarrollo cuya continuidad hubiera llevado a extremos desastrosos a la comunidad política argentina. Nada asegura el éxito de esa orientación. Como tampoco nada aseguraría el éxito de una apuesta a la polarización extrema entre los dos humores antagónicos de la sociedad argentina.
Claro que el modo en que se tramita esta compleja estrategia común, plural y democrática no puede ignorar el estado de ánimos de millones de argentinos y argentinas que rechazaron al macrismo desde antes de su victoria electoral. No son “minorías intensas” como gusta calificarlas una politología siempre dispuesta al coqueteo con los poderosos. Será muy difícil, en un futuro previsible, gobernar ignorando la voluntad de esos millones, cuya conciencia social y política quedó definitivamente marcada por la experiencia de los gobiernos de Néstor y Cristina. Y hay que asumir con humildad y con amplitud que la continuidad del régimen macrista en términos de persecución, prisión, censura y estigmatización es incompatible con la victoria popular del año 2019. Reconocer como válidas las operaciones político-judiciales que hoy mantienen en prisión a Milagro, a De Vido, a Boudou, a Delía y a muchos otros después de que la relatoría de la ONU ha denunciado un plan sistemático de persecución política no puede ser una necesidad táctica. Es un grave daño a la unidad para terminar con el macrismo, porque es una validación del sentido central de ese oprobioso régimen derrotado recientemente en las urnas. ´
Lo que se insinúa es un complejo operativo político cuya base fundamental es la preservación y ampliación de la unidad alcanzada. Una inteligente captación del estado de ánimo social que permita transitar el terreno minado por la acción del neoliberalismo y una percepción muy aguda del mundo que nos rodea, de sus amenazas y de las posibilidades que entraña.