Con la consigna de que “el campo somos todos”, pretenden embaucarnos otra vez los que nunca se sintieron parte de lo colectivo, profesan un individualismo desaprensivo y una avidez de ganancias sin límites.
Haciendo memoria
La remanida referencia al “Campo” con implícita o expresa mayúscula, como manifestación de un universo homogéneo, totalizador y fiel descripción idílica de lo rural viene de muy lejos, aunque ha encontrado en el siglo XXI una suerte de paradójica reconfiguración sin perder la esencia de antaño.
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Una primera e ineludible consideración lleva a vincular el campo con “la tierra”, en tanto ámbito propio de la actividad agropecuaria, y –aunque a algunos les cueste así concebirlo- a la tierra con “quien la trabaja”. Esas dos relaciones son útiles para desentrañar algunas otras cuestiones que atañen al campo, como significante.
La tierra constituye un bien escaso, incluso en países con grandes extensiones como el nuestro, en función de las necesidades y demandas que a su respecto se verifican.
El siglo XIX mostró una generosidad descomunal en el reparto de tierras para un reducido grupo social, que representó la asignación de millones de hectáreas a una vieja y otra nueva –naciente- oligarquía. La “campaña del desierto” organizada por Julio A. Roca, un genocidio acompañado, celebrado e incluso en parte financiado por estancieros, posibilitó luego la venta a precio vil –la entrega en realidad- de más de 40 millones de hectáreas, entre otras muchas dudosas apropiaciones.
Martínez de Hoz, abuelo de José Alfredo (Ministro de Economía del dictador Videla) y Presidente de la Sociedad Rural, integró ese selecto grupo y se benefició con más de 500 mil hectáreas.
Para muestra basta un botón –en el más amplio sentido de ese término- entre tantas otras familias “patricias” cuyas fortunas exhiben orígenes más ligados a la expoliación que al trabajo, base social de los conservadores que gobernaron en buena medida hasta mediados del siglo XX.
Si en la guerra de secesión hubiera triunfado el Sur, prebendario del trabajo esclavo en favor de una clase ociosa y racista, seguramente en los EEUU se hubiera consolidado el latifundio –como en Argentina y Latinoamérica- e impedido o demorado por muchas décadas un proceso de industrialización.
El “Grito de Alcorta”, es como se recuerda a la huelga de miles de chacareros y colonos –con apoyo de otros sectores de la sociedad- que se inició en junio de 1912 en la Provincia de Santa Fe, para enfrentar la situación de enorme injusticia en que estaban inmersos.
El Estado que, como parte de las políticas de fomento de la inmigración europea, había promovido el acceso a la tierra de colonos, después de 1880 permite y alienta un sistema en base a su sustitución por colonias particulares. De tal forma, que las tierras pasan a ser arrendadas, parceladas y subarrendadas, al punto de que en la primera década del siglo XX más del 70 % de las explotaciones son trabajadas por quienes no son sus propietarios.
Esos pequeños productores reclamaban contratos escritos y con plazo mínimo de al menos cuatro años, la ampliación de tierras para el pastoreo, la reducción del canon de arrendamientos y aparcerías, la suspensión de los juicios por desalojo que implicaban una amenaza constante y facilitaba la imposición de condiciones cada vez más usurarias.
Ese conflicto dio origen a la obtención de muchos derechos por los no propietarios que trabajaban la tierra y, también, a la Federación Agraria Argentina; y es bueno recordar, que el abogado de origen napolitano (Franciso Netri) que asesoró para organizarse y fundar esa entidad –al que hoy podría estigmatizarse como promotor de la “industria del juicio”-, murió asesinado.
Los asalariados del campo
La conquista de derechos por parte de los chacareros no se extendió entonces a los campesinos y jornaleros, que debieron esperar tres décadas más para que se les reconociera no sólo ciudadanía laboral, sino consideración humana y la consiguiente dignidad como personas.
Por Decreto N° 28.169 se sancionó el Estatuto del Peón Rural, presentado en la Secretaría de Trabajo por Juan D. Perón el 8 de octubre de 1944, casi un año antes de la épica pueblada que fue una bisagra en la historia política argentina. En esa ocasión Perón dijo: “No queremos hacer el proletariado campesino. Queremos hacer agricultores felices”.
El reconocimiento de derechos laborales a los trabajadores del campo resultó escandaloso para los estancieros, como lo refleja la Declaración que de inmediato hizo conocer su entidad madre –con lo que ello connotara para sus representados-, la Sociedad Rural Argentina:
“Este Estatuto no hará más que sembrar el germen del desorden social, al inculcar en la gente de limitada cultura aspiraciones irrealizables, y las que en muchos casos pretenden colocar al jornalero sobre el mismo patrón, en comodidades y remuneraciones (…) La vida rural ha sido y debe ser como la de un manantial tranquilo y sereno, equilibrado y de prosperidad inagotable. (…) La Sociedad Rural no puede silenciar su protesta ante las expresiones publicadas en que se ha comentado y en la que aparecen los estancieros como seres egoístas y brutales que satisfacen su inhumano sensualismo a costa de la miseria y del abandono en que tienen a quienes colaboran con su trabajo. El trabajo del campo por su propia índole, fue y es acción del patrón”.
¿Cualquier parecido será mera coincidencia con la opinión que los trabajadores beneficiados por las políticas de ampliación de derechos entre 2003 y 2015 le merecieran al estanciero González Fraga? A quien Guillermo Moreno le atribuyera el récord de haber fundido una fábrica de dulce de leche en la Argentina, pero que Macri lo premió con la Presidencia del Banco de la Nación Argentina en la que hizo mérito para superar aquel récord.
Las patronales del campo
Los terratenientes no se han distinguido por su laboriosidad sino por configurar una clase ociosa, especulativa y dispendiosa, defensora acérrima de sus privilegios de cuna y tributaria de su cercanía al Poder del Estado cuando éste fue administrado por dictaduras o gobernantes afines.
Tampoco por su arraigo a la tierra que en la actualidad ni siquiera explotan en forma directa, mayoritariamente, ni por fijar su residencia en el campo sino en los grandes centros urbanos. Con lo cual la pretensión de identificarse con el campo, más que una ironía constituye una absoluta hipocresía.
Los productores rurales no se subsumen en esa sola categoría, que hoy en buena parte ha sido sustituida en la titularidad de las grandes explotaciones por Grupos Económicos que comparten similar caracterización, sino que está expresada por un vasto y variado empresariado con intereses diferenciados que se acentúan en las economías regionales.
Distinción que también cabe hacer, siquiera en principio, con respecto a las entidades corporativas que los nuclean y representan.
A pesar de ello no puede dejar de señalarse una cuestión que involucra a todo el sector agropecuario que, más allá de las conductas individuales que no corresponda incluir en una generalización, impone una responsabilidad social del empresariado que no parece haberse asumido.
Se trata, ni más ni menos, que de las pésimas condiciones de trabajo y de vida en que se hallan la mayor parte de quienes trabajan en el campo, en especial los que prestan servicios temporarios y los que deben migrar para desempeñar sus tareas. Esa precarización es favorecida por el nivel de marginalidad que se verifica, que en promedio duplica el trabajo no registrado en el sector privado y, en determinadas actividades o regiones, asciende a más del 80% del total de trabajadoras y trabajadores ocupados.
Paros y piquetes de gente bien
La paz y el orden que reclaman cuando quienes llevan sus protestas a la calle son las organizaciones sindicales o sociales, a las que califican de extorsivas y de tomar de rehenes a la ciudadanía, no rige cuando se ponen en riesgo sus márgenes de rentabilidad. Como tampoco exhiben una conducta democrática y respetuosa de las instituciones, al lanzar amenazas de cortes de ruta de sancionarse leyes que conciban contrarias a sus intereses.
El paro de cuatro días anunciado para esta semana, con tractorazos y otras pirotecnias, por Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) en respuesta a medidas de gobierno facultadas por ley del Congreso de la Nación, a la que rápidamente adhirió la Sociedad Rural Argentina, puede entenderse pero ni siquiera explicarse para el conjunto de los productores que esas entidades representan, en particular para los que no pertenecen a la zona núcleo.
Ahora que CONINAGRO y FAA se sumen, abroquelándose en defensa de los intereses de unos pocos y desatendiendo los de muchos cuya representatividad se arrogan, supera toda posibilidad de comprensión en términos de genuina y legítima representación sectorial.
De veinticinco (25) cultivos sujetos a aranceles de exportación (mal llamados “retenciones”), sólo uno (1), el de la soja, se incrementa en tres puntos porcentuales (3%). Pero ello únicamente se aplica a quienes explotan más de 1000 hectáreas, que son algo más de 14.000 productores, mientras que otros 40.000 no son alcanzados por ese incremento.
A la vez se reducen los aranceles para veintidós (22) productos, como también se disminuye la carga fiscal para la producción de aceite de girasol, harina de trigo y maní, entre otros beneficios que reciben producciones de diferentes regiones (Pampeana, Patagónica, NOA y NEA).
Los argumentos son insostenibles, como las adhesiones en favor de los sojeros alcanzados por la medida que siendo un 26% de ese universo concentran casi el 80% de la comercialización y fueron sin duda los más beneficiados –pero no los únicos- con ganancias extraordinarias entre 2016 y 2019 por la reducción o eliminación de aranceles dispuestas por el gobierno de Cambiemos.
En esa oportunidad Macri dirigiéndose a sus únicos privilegiados dijo: “No quiero tener que aplicar la ley porque encuentro que están evadiendo"; enfatizando luego: "Voy a ser implacable para aplicar la ley a aquellos que no cumplen". Como tantas otras cosas, quizás por la falta de aviso del dulce de González Fraga, se le pasó la evasión del Grupo Vicentín que –siendo la primera cerealera exportadora- se presentó en concurso en diciembre de 2019 con una deuda de u$s 1.500 millones y más del 50% de la misma contraída con el Estado.
Hora de definir de qué lado está cada uno
El Presidente, hace sólo una semana, advirtió claramente que hay gente con intereses distintos a los del país y si bien lo hizo con referencia a la renegociación de la deuda externa, en el contexto de su discurso inaugural del año parlamentario –y apelando al más elemental sentido común- no puede dudarse que tal convicción no estaba restringida a ese tema.
La Argentina vive una emergencia casi sin precedentes, que exige intensificar los lazos solidarios y reclamar los mayores sacrificios a los que más tienen para aportar. En un país productor de alimentos y de los insumos básicos para su elaboración, con capacidad para proveer a 400 millones de personas, es inaceptable –y hasta vergonzoso- que haya tantos compatriotas que padezcan hambre.
Los mismos dirigentes empresarios que solicitan prudencia a los sindicatos a la hora de hacer sus requerimientos salariales, son los que –por acción u omisión- alientan la impúdica codicia de unos pocos, de los que siempre actuaron guiados por intereses distintos a los del país y del Pueblo.
Es hora de definiciones claras, una responsabilidad primaria de los dirigentes pero que nos compete a todos y cada uno de quienes nos identificamos con los intereses superiores de la Patria, que hoy más que nunca es el Otro. Definición, que debe ser manifiestamente activa y movilizadora.