Rutas secundarias, troncos de madera y un éxodo imparable: diario de una corresponsal de guerra

09 de abril, 2022 | 13.52

(Por Irene Savio, desde Roma, especial para Télam).- El primer mensaje de preocupación llegó cuando estábamos tomando el desayuno y preparándonos para las primeras salidas en directo de la mañana desde la capital ucraniana.

"La situación en Kiev se ha vuelto impredecible", leí en mi teléfono. "¿Evacuar es una sugerencia o una orden?", fue la respuesta inmediata que enviamos con mi compañera de France 24, Leticia Álvarez. "Existe una ventana para que puedan salir de la ciudad con seguridad", continuaba el texto enviado desde París.

Al considerar que nuestras vidas podían estar en riesgo, la decisión se había tomado con pocos titubeos: la instrucción era irnos lo más rápido posible, en automóvil, hacia el sur.

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Las maniobras del presidente ruso, Vladimir Putin, para seguir avanzando hacia Kiev, asediando a cualquier precio los pequeños pueblos del norte que hacían de escudo a la capital de Ucrania, no eran un buen presagio.

Llegamos a Obujiv unas tres horas después de nuestra salida de Kiev, tras dejar atrás un sinnúmero de "checkpoints", barricadas y un silencio casi espectral, reflejo del miedo que había cundido por toda la zona.

Era ya casi de noche, eran los primeros días de marzo y hacía frío y, tras una breve parada, arribamos -nosotras, un colega y amigo español, Xavier Colás, algunos periodistas franceses y otros árabes- a un espartano hotel de carretera que, a primera vista, parecía deshabitado.

"¿Cuántos son?", preguntó la recepcionista, una chica joven abrigada con una gruesa campera negra. "No importa. Todos tendrán un techo bajo el que dormir esta noche", continuó, con un tono de voz sorprendentemente calmo que, de entrada, me dejó algo perpleja porque daba la impresión de que la joven estuviese cumpliendo con una misión.

No pasó mucho tiempo para que se entendiese el por qué de una reacción tan normal ante la extraña situación de un grupo que, en plena guerra, ya con el sol caído y sin aviso previo, llegaba a una pequeña localidad de una zona rural, alejada -en tiempos de paz- del bullicio de los grandes centros.

El primer indicio fue un miliciano pelado que ingresó algo desconfiado en el hostal -con un Kalashnikov colgando de una espalda-, y que se presentó como un miembro de la resistencia ucraniana. La recepcionista le dijo algo que no alcanzamos a oír, y el hombre pareció calmarse. "¿Quién quiere una cerveza?", llegó a preguntar finalmente. Luego fue el turno de una familia de rostros agotados y asustadizos que, junto a sus dos hijos pequeños, enfiló hacia una habitación del segundo piso y no salió de ahí en toda la noche.

Y finalmente apareció un grupo más numeroso, todos amigos y la mayoría de la castigada Chernihiv, también cargando niños y mascotas, que habían encontrado el hotel gracias a Google Maps y pidieron alojarse tan solo una noche.

Fue en ese momento que la barahúnda humana reveló la identidad del lugar donde nos encontrábamos. Obujiv, unos 40 kilómetros al sur de Kiev, no era otra cosa que una de las tantas aldeas de paso en la fuga -entonces incesante y masiva- de civiles aterrorizados por los bombardeos rusos.

Tanto que la mayoría de los evacuados procedían precisamente de diversas localidades del norte de la capital ucraniana, donde un mes después, con la retirada rusa después de semanas de contraofensiva ucraniana, el mundo descubriría decenas de cadáveres de civiles ejecutados sin piedad.

Pasamos allí dos días, escuchando relatos que ya entonces eran difíciles de digerir. Desconsolados, a ratos sollozando, los evacuados hablaban de bombardeos sobre escuelas, casas privadas y otros edificios sin ningún aparente interés militar.

Coincidíamos con ellos durante las comidas, o cuando se disparaban por tres veces seguidas las sirenas antiaéreas y había que esconderse en el sótano, todos apilados, animales incluidos.

Incluso el miliciano poco a poco empezó a abrirse y nos presentó a otros como él, que se habían armado después de la invasión iniciada por Putin el 24 de febrero.

El tercer día emprendimos de nuevo la ruta hacia el oeste, fundiéndonos en el paisaje de las infinitas filas de automóviles en fuga por carreteras secundarias, algo más alejadas de los bombardeos y sorteando más puestos de control, aunque ahora custodiados también por campesinos, en algún caso armados solo con armas ligeras o navajas, en barricadas hechas con troncos de árboles y montañas de tierra.

La ruta era de un carril por sentido y a veces se avanzaba con una lentitud desesperante. Atascos de horas rodeaban las principales ciudades y aldeas y, para pasar el tiempo, los que huían hablaban por teléfono o buscaban noticias sobre lo que ocurría en el resto del país.

También había quien bajaba de su automóvil y fumaba su cigarrillo electrónico o paseaba a su perro. Algunos de los que tenían hijos a bordo también habían pegado en sus coches carteles con la palabra "niños" escrita en ruso y ucraniano, con la esperanza de que eso protegiese su vida.

Cuando faltaban pocas horas para que anocheciese -antes de que entrase en vigor el toque de queda-, encontrar un alojamiento era la odisea de todos. Los hoteles estaban desbordados y apenas había habitaciones libres.

"Todos los días llegan nuevos huéspedes y se van al día siguiente", explicaba Natasha, la propietaria de un albergue en Bila Tserkva, al que llegamos ya pasadas las cuatro de la tarde y donde enseguida nos explicaron las reglas del lugar. De noche, las autoridades (que se comunicaban con la población por SMS) habían establecido que había que estar adentro, con las luces apagadas y las cortinas cerradas.

La misma escena se repitió al otro día en la aldea de Koziatyn donde, tras mostrarnos la habitación, nos preguntaron si necesitábamos cenar. Y no era solo por un mero espíritu de hospitalidad. En la ruta, muchos supermercados y tiendas de alimentos estaban cerrados desde hacía días y en otros los estantes estaban vacíos, por el desabastecimiento que Ucrania sufría a causa del conflicto. Tampoco era fácil sacar dinero de un cajero o cargar gasolina.

Acechaba, de hecho, la sospecha. "¿Son ustedes rusos? Se lo pregunto pues aquí no queremos que haya rusos. ¿Me muestra su pasaporte? ¿Tiene la acreditación del Ministerio de Defensa (documento sine qua non para trabajar en el terreno en Ucrania)?", nos interrogó una mujer en Letichiv, a orillas del lago Bug, última localidad en la que paramos antes de llegar a Lviv, la gran ciudad ucraniana antes de Polonia, reconvertida en una urbe abarrotada en la que ya casi no hay sitio para alojarse.

Allí, en sitios como el hotel Edén, el sufrimiento empezaba a la hora del desayuno. La media docena de huéspedes que abandonaban temprano el albergue eran remplazados por otros. Pero ni el cartel de "no free rooms", escrito así, en inglés y en un papel blanco pegado sobre la verja de entrada, interrumpía el goteo insistente de desdichados que seguían buscando un lugar en el que cobijarse.

Detrás del mostrador de la recepción, Halyna Melnyk, la encargada del albergue, los veía llegar arrastrando sus equipajes, uno tras otro, en búsqueda de hospedaje. Le hacían todos la misma pregunta: "¿Tiene sitio para esta noche?". La respuesta tampoco cambiaba: "Lo siento, no hay", les respondía Halyna, clavando inmediatamente después sus ojos negros en el suelo o el techo.

El hotel Edén era precisamente eso, un microcosmos del terrible ambiente bélico en Ucrania, donde la situación política y militar, así como los futuros desenlaces de la guerra, siguen siendo difíciles de predecir.

En el caso de Lviv, la presión ha crecido al ritmo de la guerra, con una marea de desplazados que se enfilan por sus embotelladas vías, caminando por las antaño sosegadas calles de esta ciudad de 700.000 residentes.

Ellos son los testigos del drama de una crisis humanitaria que crece cada día y que actualmente afecta a más de siete millones de ucranianos que han tenido que abandonar forzosamente sus hogares, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Los expertos y analistas ya lo saben. Los posibles escenarios aún son múltiples, después de que Moscú anunciara el 25 de marzo que la fase uno de su ofensiva había concluido y que ahora el objetivo será el este del país. Una zona en la que aún hay miles de civiles, extenuados por los bombardeos que no han dejado de continuar desde que Putin pusiese en marcha la invasión a Ucrania.

La parte 1 de está crónica fue publicada el sábado 2 de abril: https://cablera.telam.com.ar/cable/1226628/un-presagio-dos-chalecos-antibalas-y-segundos-para-decidir-el-diario-de-una-corresponsal-de-guerra

Con información de Télam