Hace apenas siete meses, el mundo entero tenía los ojos puestos en Afganistán. La toma del poder por parte de los talibanes 20 años después de la invasión de Estados Unidos que derrocó su primer gobierno y luego de dos décadas de ocupación estadounidense, de la OTAN y de su proyecto de crear una democracia liberal había sorprendido a dirigentes, analistas y personas comunes de todo el planeta. Las escenas explícitas y en vivo de la impotencia de la máxima potencia global se mezclaban con las de desesperación de miles de afganos -y especialmente afganas- que temían venganza y/o una vuelta a los años 90, cuando este grupo islamista radical gobernó el país en base a su visión religiosa ultraconservadora y de la mano de una represión absoluta a cualquier disidencia.
El nuevo gobierno talibán juró que no iba a repetir los 90. Se habló de los talibán 2.0, de una nueva guardia más joven, que había aprendido en estas dos décadas de lucha contra Estados Unidos y sus aliados. Se comprometió a no ordenar represalías contra todos los que habían cooperado o trabajado de alguna manera tanto con la ocupación militar occidental como con los sucesivos gobiernos afganos aliados de Washington que gobernaron el país gracias a esa garantía armada. También dijo que iba a permitir que las mujeres estudiaran y no iba a obligar por ley que estuvieran completamente tapadas.
Poco o nada de esto ocurrió. Se denunciaron allanamientos, detenciones y asesinatos selectivos; y las mujeres ya no pueden estudiar con hombres ni viajar solas y hasta tienen días especiales para ir a los parques de diversiones y lugares de ocio para no cruzarse con los hombres.
Los gobiernos de Estados Unidos y de sus aliados de la OTAN lo denunciaron, pero sin demasiado énfasis porque hacerlo hubiera expuesto su falta de respuesta, de estrategia, de política para el nuevo Afganistán gobernado por los talibanes. Por eso también, pese a los repetidos y cada vez más desesperados pedidos de la ONU y organizaciones humanitarias internacionales, tanto Washington como las principales potencias occidentales optaron por mantener las sanciones económicas y financieras contra el país antes que pensar cómo utilizar el evidente interés del gobierno afgano de salir del aislamiento internacional para exigir cambios y, principalmente, permitir la llegada masiva de ayuda humanitaria.
Durante los últimos 20 años, los gobiernos afganos y muchos proyectos civiles en el país se volvieron dependientes de la ayuda internacional, tanto de las potencias occidentales como del mundo humaniario. Por eso, con el cambio de poder a finales de agosto de 2021 y la aparición inmediata de sanciones de Estados Unidos y sus aliados, la difícil situación económica y social del país se derrumbó aún más.
La peor crisis humanitaria del mundo
En muy poco tiempo, Afganistán superó a Yemen y se convirtió en la peor crisis humanitaria del mundo. Al final de 2021, la ONU estimó que más del 90% de la población estaba bajo la línea de la pobreza y, luego de este primer trismestre de 2022, ya proyecta que la cifra superará el 97% de todo el país. El rápido deterioro tiene varias causas: el aislamiento político y asfixia financiera impulsados por Estados Unidos bloquea el ingreso aceitado de ayuda humanitaria y congeló los préstamos internacionales; la sequía de los últimos meses limitó la cosecha de trigo, hace temer la subsistencia del ganado en algunas zonas y aumenta la inseguridad alimentaria en general; y un clima de violencia política que continúa con atentados de milicias extremistas como el Estado Islámico, aunque ya no hay combates masivos como el año pasado, cuando los talibanes avanzaban provincia por provincia hasta llegar y tomar Kabul, la capital.
A finales de 2021, la ONU alertó que su presupuesto para Afganistán no alcanzaba para la crisis humanitaria que se estaba desarrollando en ese país de Asia Central y pidió 4.400 millones de dólares. Nunca logró recaudar ese monto y, según anunció la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), el año pasado ayudaron a menos de 3 millones de personas y este año esperan poder hacerlo con nueve millones, una cifra claramente insuficiente en un país de casi 39 millones de habitantes en los que apenas una pequeña minoría no vive en la pobreza.
Este mes, cuando el alza de los precios de la comida y la energía sacudía al mundo entero por la guerra en Ucrania, la vocera del Programa de Alimentos Mundial de la ONU, Shelley Thakral, alertaba que en Afganistán los precios de los alimentos ya habían aumentado cerca del 40% en los últimos ocho meses. Calificó la situación como preocupante -para el mundo, pero especialmente para ese país- y pidió un presupuesto con un aumento del 60% para Afganistán para este año.
Salud, en caída libre
"'Los niños en las provincias ya son piel y hueso, y temo que esto solo va a empeorar', me dijo un director de una organización humanitaria internacional". Así comienza un reciente informe de Human Rights Watch sobre Afganistán y la cita no parece exagerada. Según cifras del Ministerio de Salud afgano, alrededor de 1 de cada 10 recién nacidos este año han fallecido, producto de malnutrición, enfermedades vinculadas a esta deficiencia y a un sistema de salud que sigue sin poder reconstruirse luego de años, décadas de un conflicto armado en el que ninguna de las partes -incluido Estados Unidos- respetó las reglas más básicas de la guerra, como no bombardear y atacar hospitales y centros médicos.
Desde octubre pasado, la ONU denunció brotes de cólera, dengue, diarrea por el consumo de contaminada, malaria y ahora también sarampión. Todo esto en medio de una pandemia de Covid-19 sin recursos para vacunas, tratamientos, tests y cualquier gestión sanitaria más o menos eficaz.
Solo en un hospital en Kunduz -una de las regiones más destruidas el año pasado por los combates entre los talibanes y las anteriores Fuerzas Armadas afganas, apoyadas por su entonces aliado, Estados Unidos-, la organización Médicos Sin Fronteras (MSF) atendió a 400 pacientes con sarampión en tres semanas. El 93% de estos pacientes eran niños menores de cinco años y el 80% de ellos sufrió cuadros de neumonía, "una complicación del sarampión que puede ser letal", según tuiteó la organización médica.
Educación, segregada y cada vez más limitada
Los avances en materia de educación conseguidos en estos 20 años, aunque limitados, también se están deshaciendo a una velocidad dramática. Además de la segregación entre mujeres y hombres, este mes las autoridades anunciaron que las niñas no podrán estudiar más allá del sexto grado, es decir, tendrán prohibido ir al secundario y mucho más la universidad.
Apenas unos días después de este año, un grupo de dueños de colegios y universidades privadas alertaron que perdieron el 60% de sus estudiantes debido no solo al clima político actual, sino también a la crisis humanitaria, según el medio local Khaama Press.