La cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) con la que el Gobierno argentino se despidió de un año de presidencia pro tempore y entregó la posta a la isla caribeña San Vicente y las Granadinas funcionó como un espacio de debate de todos los temas que circulaban con más o menos intensidad en la agenda regional. Lejos de conseguirse la aspiración argentina-mexicana de avanzar en la institucionalización del foro, se mantuvo el formato con el que fue creado y que fue atractivo hace tres años cuando Alberto Fernández y Andrés Manuel López Obrador quisieron reactivar el diálogo entre los vecinos: un lugar para hablar de todo entre todos, sin reglas limitantes. Se discutió de democracia, derechos humanos, Perú, Venezuela y comercio, pero el tema que sobrevoló esta jornada y la visita oficial de Luiz Inácio Lula da Silva el lunes fue qué tipo de integración se quiere y puede reactivar con la vuelta al poder del veterano líder de izquierda al poder de la mayor potencia sudamericana.
Las opciones en juego parecen ser cuatro:
1. Convertir a la Celac -un espacio joven con reglas aún laxas y sin instituciones- en la plataforma por excelencia que lleve la voz de casi todo el continente, con la excepción de Estados Unidos y Canadá, al mundo;
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2. Revivir la Unasur, una organización que entró en coma cuando recién comenzaba a madurar, aunque había conseguido demostrar que podía funcionar como un mecanismo de resolución de disputas y una fuente de proyectos concretos de cooperación entre los países sudamericano, es decir, sin México, Centroamérica y el Caribe;
3. Ampliar el Mercosur, un proyecto del Cono Sur explícitamente más orientado a lo económico, que supone un mercado común;
4. -O flexibilizar el bloque y convertirlo en algo más similar a la Alianza del Pacífico, una plataforma desde donde proyectarse al mundo para negociar acuerdos comerciales, en conjunto o solos.
Un dato llamativo después de estas 48 horas de hiperactividad es que nadie planteó empoderar la OEA.
Cada una tiene sus ventajas y desventajas, interesa más a algunos gobiernos que otros y, en todas, hay un enfoque político y económico claro, al igual que excluidos.
La Celac
Desde que negoció, peleó y consiguió la presidencia pro tempore de la Celac hace un año, el Gobierno de Alberto Fernández encontró el espacio regional perfecto para desplegar una estrategia de política exterior que, con más o menos intensidad, intentó mantener durante su mandato: ser el articulador ante el mundo de una región que se había polarizado completamente. En otras palabras, ser el presidente que hablaba con todos y podía traer a la mesa a todos los Gobiernos de la región, una posibilidad que atrajo no solo a potencias en ascenso como China que quieren fortalecer los vínculos, sino también con la superpotencia del Norte, Estados Unidos, luego de la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca y a la flexibilización, gradual e intermitente, de la política de confrontación total, sanciones y aislamiento a Venezuela, Cuba y Nicaragua.
Como titular de la Celac, Alberto consiguió representar ante los foros de las principales potencias mundiales a una región que se volvió especialmente atractiva con la crisis alimentaria y energética que terminó de detonar la guerra en Ucrania y la posterior lluvia de sanciones de potencias occidentales contra Rusia. Además, le permitió proyectar a la región por fuera de la sombra, la influencia o directamente el control -como sucede en la OEA- de Washington. El año de mandato argentino terminó de hacer muy atractivo el traje de presidente de la Celac y aunque se coqueteó la idea de prorrogar un año más la presidencia -como lo había hecho México en el medio de la pandemia de coronavirus- finalmente primó la promesa hecha hace poco más de un año. "Le toca al Caribe", resumieron este martes desde el Gobierno argentino a este portal para explicar la elección de San Vicente y las Granadinas.
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Mientras algunos argumentarán que se fortalecieron los vínculos con el Caribe, una región tradicionalmente olvidada en los procesos regionales, y, por ende, la construcción dentro de la Celac, es difícil no reconocer que la presidencia del foro regional en manos de una isla de menos de 110.000 habitantes con un PBI de alrededor de 1.250 millones de dólares tendrá una proyección menor en las grandes mesas multilaterales y espacios de poder internacionales como el G7 y el G20. En un espacio donde aún está todo por construir, el impulso y la espalda política del que lidera es clave.
La Unasur
Durante la visita oficial de Lula del lunes, no pasó desapercibido que el flamante presidente brasileño y el líder que supo encabezar el momento de mayor integración regional hace unos 15 años no centró sus propuestas en la Celac, sino que habló de revivir la Unión de Naciones Suramericanas, más conocida como la Unasur, una idea que viene repitiendo desde que ganó el balotaje presidencial a finales de octubre pasado. Esta organización regional fue una piedra angular de la integración, desde un enfoque primordialmente político, que impulsó el líder del Partido de los Trabajadores con Néstor Kirchner, Evo Morales, Hugo Chávez y Rafael Correa.
Y funcionó, aunque duró poco. Sirvió para resolver disputas entre Estados miembro, incluyó a presidentes que estaban en las antípodas ideológicas, avanzó con acuerdos de cooperación y desarrollo conjunto concretos -en materia energética o de industria militar- e intentó institucionalizarse a un ritmo que terminó siendo demasiado rápido para los tiempos políticos. Hubo tensiones, portazos y marchas y contramarchas, pero mientras la relación de fuerzas se mantuvo a favor de los impulsores originales, fue la apuesta central para una integración verdadera en la región.
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Lula y Alberto suelen volver al recuerdo de la Unasur para defender la idea de incluir a todos los miembros de la región en la mesa, sin importar la ideología que esté en el poder. Sin embargo, la Unasur original solo nació y funcionó porque la relación de fuerzas regional estaba a favor de aquellos Gobiernos que querían una región fuerte, independiente de la voz cantante de Estados Unidos, a la que estaban acostumbrados en la OEA, y, principalmente, estaban dispuestos a utilizar su capital político para conseguirlo.
Como dijo Alberto en una reciente entrevista, sin Brasil cualquier intento de integración latinoamericana es muy difícil. Habrá que ver si este Lula, que asume en un contexto brasileño aún más complicado que en el de 2003 -según él mismo y su gabinete reconocieron- está dispuesto o puede volcar su capital político y su liderazgo en revivir el sueño de una integración formal, institucionalizada y con una agenda política y económica bien concreta.
El Mercosur
El otro proceso de integración regional que fue muy mencionado en estos últimos dos días fue el Mercosur, el bloque más antiguo de los tres, nacido con un claro y declarado objetivo económico. Sus objetivos políticos fueron menos ambiciosos que la Unasur y sobrevivió a las tensiones entre sus miembros gracias a la consolidación del mercado común a través de una unión aduanera. A través de los años, esta unión se flexibilizó, pero nunca se rompió. Esa es la fortaleza principal del Mercosur, pese a que en determinados momentos históricos sus miembros lo hayan utilizado para defender el orden constitucional y las democracias en el Cono Sur.
En su visita a Argentina, Lula y su ministro de Economía, Fernando Haddad, no solo hablaron de fortalecer el Mercosur -un mensaje esperable para la principal potencia del bloque-, sino también de ampliarlo. En el corto plazo, esto podría significar levantar la suspensión que rige sobre Venezuela desde 2019 -cuando la relación de fuerzas de los Estados se inclinaba hacia la derecha y se decidió que el Gobierno de Nicolás Maduro no cumplía con el compromiso democrático establecido por los cuatro miembros fundadores en 1998- y la inclusión de Bolivia. Actualmente solo falta que el Congreso de Brasil ratifique el ingreso de La Paz.
En el mediano o largo plazo, no está claro si esta organización podría incluir a más países de América del Sur y, por ende, reemplazar la idea de una nueva Unasur. Sin embargo, para llegar a este punto, el Mercosur debería primero solucionar las tensiones internas que dominan hace tiempo el bloque y que lo dividen en dos sectores: los dos socios mayores -Brasil y Argentina- y los dos más chicos -Uruguay y Paraguay.
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Las tensiones internas del bloque escalaron tanto en los últimos tiempos que este martes estallaron en medio de la cumbre de la Celac. Visiblemente molesto, el presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, ofreció una conferencia de prensa no programada y volcó todas las críticas que tenía sobre la cumbre, es decir, sobre el anfitrión de la cumbre, aunque sin dar nombres. Pidió no "ideologizar" el encuentro, dijo que la Celac "no era un club de amigos", y luego volvió a la carga con su reclamo de abrir el Mercosur a acuerdos comerciales con terceros, ya sea entre todos los socios o solo algunos.
El uruguayo aseguró este martes que no es un reclamo de su Gobierno, sino de Uruguay y es cierto. El reclamo no es nuevo e incluso lo hizo el Gobierno frenteamplista de Tabaré Vázquez hace casi dos décadas. Pero también es cierto que su posición ganó especial fuerza en los últimos tiempos gracias a la inacción, el desinterés y el silencio del Brasil de Jair Bolsonaro. El flamante Gobierno de Lula dio algunas señales de que no tiene ninguna intención de hacer lugar a los reclamos uruguayos, que también son los de Paraguay, aunque este último no está cómodo con la idea de un tratado comercial con China ya que sigue reconociendo a Taiwán.
La visita de este miércoles del brasileño a Montevideo será esclarecedora. El diario económico brasileño Valor adelantó que el mandatario llega con un mensaje fuerte y claro: el Mercosur va a responder institucionalmente si Uruguay avanza y se corta solo. La amenaza de Brasilia obligaría a Lacalle Pou a tomar una decisión que, incluso, podría terminar desnudando su propio blef, ya que no todos en su coalición de Gobierno están de acuerdo con romper el bloque y una crisis en el oficialismo podría ser fatal un año antes de las elecciones presidenciales, en un país en donde además no hay reelección.