Lo que viene después de la pandemia y la guerra entre Rusia y Ucrania puede ser mucho peor: el hambre. Y eso puede desatar nuevos desastres, desde múltiples crisis de hambruna y malnutrición hasta desplazamientos forzosos en distintos puntos del globo, sin dejar a un lado la posibilidad de nuevos conflictos armados por los recursos. La pesadilla que inició en 2020 está lejos de terminar si los gobiernos no toman cabal consciencia de lo que está en juego y actúan para mitigar los efectos en un mundo en el que nada de esto es nuevo pero la pandemia y el conflicto bélico están acelerando dinámicas precedentes del sistema a tal velocidad que se vuelve cada vez más difícil atenuar sus efectos.
Tanto las Naciones Unidas como algunos gobiernos del mundo emergente y diversas organizaciones de la sociedad civil lo están alertando de un tiempo a esta parte. Sin embargo, las potencias centrales parecieran estar demasiado sumidas en su juego de empujar fronteras mientras se complejiza cada vez más el acceso a los alimentos para millones de personas, gran parte de ellas, en las zonas más relegadas del planeta.
El nuevo capítulo ya fue tapa del último número de The Economist con el título “The coming food catastrophe” (La catástrofe alimentaria que se aproxima). El artículo carga la responsabilidad en la ofensiva que el presidente ruso Vladimir Putin libra sobre territorio ucraniano, afirmando que también “destruirá la vida de las personas que se encuentran lejos del campo de batalla, y en una escala que incluso él puede lamentar”. Aunque lo pone en un segundo plano, reconoce que el sistema alimentario global ya está “debilitado por el Covid-19, el cambio climático y un shock energético”.
En rigor, y más allá de lo que se piense respecto a las causas que originaron el conflicto en el este de Europa, ya no es solo el accionar de Moscú el que coloca a todo el planeta al borde de la próxima calamidad. Las sanciones acumuladas sobre Rusia y la contraofensiva del Kremlin también pusieron un candado sobre una región que comercializa el 12 por ciento de las calorías del mundo y una tercera parte de los cereales. Todo esto contribuyó a subir más los precios que ya venían en ascenso desde los faltantes de la pandemia, disparando los niveles de inflación en todas partes.
En respuesta, Estados Unidos apreció su moneda con el consiguiente impacto global sobre los compromisos en dólares de los países. Y si faltaba algún condimento más, la política de “Covid Cero” de China trastocó las cadenas de suministros otra vez al dejar principal puerto del mundo, en Shangai, con su actividad reducida. Esto generó nuevos faltantes y, por consiguiente, más aumentos en los precios. Los especialistas hablan de una tormenta perfecta.
“La seguridad global está en crisis y lo seguirá estando según cuánto dure la guerra y cuál sea el formato que adopte, si será o no una de largo plazo, al estilo Vietnam o Afganistán”, reflexionó ante El Destape Fernando Vilella, director del programa de Bioeconomía y profesor titular de la Cátedra de Agronegocios en la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (FAUBA). “Tenemos, por un lado, un problema directo relacionado con el abastecimiento de los productos que Rusia y Ucrania proveen y, por el otro, un problema indirecto que tiene que ver con los insumos para que otros países produzcan. Para tener una idea, por ejemplo, Argentina importa el 60% de los fertilizantes nitrogenados que requiere y todos los fosforados que usa”, añadió.
Vilella resaltó que Ucrania es el principal abastecedor de granos de maíz a China y entre ambos concentran el 60% de mercado de aceite de girasol. Rusia, por su parte, elabora cerca del 20% de los fertilizantes de nitrógeno, fósforo —junto con China y Marruecos— y potasio. Países como Brasil, uno de los principales productores de alimentos del mundo, dependen en gran medida de estos químicos para poder trabajar sus tierras por la calidad de las mismas, lo cual va a condicionar su capacidad de cara al futuro.
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Frente a este panorama, lo más alarmante es la falta de certidumbre respecto a cuándo puede volver a cambiar el escenario. Nadie arriesga que sea, cuanto menos, en el mediano plazo. Al referirse esta semana a una meta inflacionaria del 10% para el Reino Unido, Andrew Bailey, gobernador del Banco de Inglaterra se disculpó por “ser apocalítico” en sus vaticinios al enumerar más subas en los precios de los alimentos en los meses por venir. Sus predicciones fueron más allá: la consecuencia futura por un “choque de ingresos muy grande” a raíz de la suba en los bienes globales podría disparar también el desempleo. Una crisis sobre otra.
En el Reino Unido, por caso, uno de cada cuatro de sus habitantes reconoció, en una reciente encuesta de Ipsos para la cadena televisiva Sky News, que se saltea una de sus comidas diarias desde que resulta más caro comer. También el 65% de las personas consultadas declaró haber encendido menos la calefacción por la suba en las tarifas del gas y la electricidad. La mayor presión por estos aumentos recayó, previsiblemente, sobre quienes registran los ingresos más bajos. Pero Bailey, al sonar “apocalíptico”, no se refería solo a lo que podía acontecer en el Reino Unido sino en todo el mundo, con especial preocupación por los efectos sobre el mundo menos desarrollado.
Pronósticos
En la apertura del 9º Simposio “Del Sur al mundo” que organizó la FAUBA, Olivier Antoine, investigador del Instituto Francés de Geopolítica, arriesgó que el proceso de deterioro productivo en el este de Europa se extenderá por no menos de dos a tres años, aún si cesan mañana las hostilidades. Se basó en la información sobre la destrucción de la infraestructura ucraniana, la posible devastación de sus tierras y la situación en la que quedará su mano de obra, afectada a los combates. Algo similar podría suceder con Rusia y su salida a través de un Mar Negro militarizado, sobre el que Turquía, miembro de la OTAN, ya activó un cerrojo.
Desde principio de año, el precio internacional de trigo aumentó casi un 60%. Los últimos 6 puntos en apenas un día, el pasado 16 de mayo, cuando la India, el segundo mayor productor de trigo del mundo sobre el que se había depositado las expectativas de una contribución de hasta diez millones toneladas, decretó que no saldría un grano más de los ya comprometidos por contrato o los que tuvieran como destino países dependientes de ella para su seguridad alimentaria. La potencia emergente asiática atraviesa una prolongada sequía, una que también afecta toda la región del Cuerno de África.
Dos días después, el secretario general de la ONU, António Guterres, exhortó a las potencias atornilladas al Consejo de Seguridad —único órgano con poder real en el universo del organismo— a que cesen las ofensivas militares. "Cuando ustedes toman decisiones sobre el mantenimiento de la paz y las misiones políticas, ustedes toman decisiones sobre el hambre. Y cuando ustedes no logran un consenso, las personas que padecen hambre pagan un alto precio”, les recriminó.
El “Informe Global sobre Crisis Alimentarias 2022” publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) hace diez días reveló que el número de personas que padece inseguridad alimentaria creció en 40 millones en solo un año, entre 2020 y 2021, casi el equivalente a la población completa de la Argentina. Es un total de 193 millones de personas en 53 países y territorios que sufrieron inseguridad alimentaria aguda el año pasado.
La cifra no contempla aún el azote completo de la guerra en Ucrania y sus consecuencias sobre el mercado de los alimentos, por lo que el cuadro puede ser todavía peor. De hecho, los datos muestran que la tendencia es precedente a la ofensiva rusa en febrero: 39 naciones que se repiten cada año en la lista de países que padecen este flagelo vieron duplicarse su población hambrienta entre 2016 y 2021, con incrementos constantes desde 2018.
Prácticamente 6 de cada 10 personas en esta condición de extrema vulnerabilidad se concentró el año pasado en zonas afectadas por los conflictos como Afganistán, la República Democrática del Congo, Etiopía, Haití, Nigeria, Pakistán, Sudán del Sur, Sudán, Siria y Yemen. De perpetuarse estas conductas, lo que Guterres pronosticó la última semana fue “el espectro de una escasez mundial de alimentos” que podría durar años. Más desalentador aún es el dato que, en la actualidad, la desnutrición aguda grave causa una de cada cinco muertes entre los menores de cinco años en el globo.
“Incluso antes de que la guerra en Ucrania pusiera a prueba la seguridad alimentaria en todo el mundo, los conflictos, las crisis climáticas y la Covid-19 ya estaban causando estragos en la capacidad de las familias para alimentar a sus hijos”, denunció el pasado martes la directora ejecutiva de UNICEF, Catherine Russell, durante la presentación del informe “La desnutrición aguda grave: la emergencia olvidada de la supervivencia infantil”.
Para el organismo, “el mundo se está convirtiendo rápidamente en un polvorín de muertes infantiles evitables” a raíz del incremento de la desnutrición aguda grave y esto solo puede oscurecer si, además, se compromete la ayuda internacional para mitigar esta catástrofe. Hoy se estima que diez millones de niños y niñas de los 13,6 millones que padecen esta falencia alimentaria carecen de acceso al tratamiento más eficaz.
Y es que esta tormenta perfecta entre los coletazos de la pandemia, la guerra en Ucrania y las sequías extremas —como la que también impacta en el Cuerno de África— fusionada con los problemas estructurales de las naciones más frágiles —acceso inadecuado a los servicios de agua potable y saneamiento— solo puede empeorar las estadísticas ya que el aumento en los precios de los alimentos también contempla los de uso terapéutico. Esto podría dejar a 600 mil niños y niñas sin acceso a ellos, denunció Unicef.
“Para millones de niños cada año, estos sobres de pasta terapéutica suponen la diferencia entre la vida y la muerte. Un aumento del precio del 16% puede parecer aceptable en el contexto de los mercados alimentarios mundiales, pero al final de esa cadena de suministro hay un niño desesperadamente desnutrido, para quien lo que está en juego no es en absoluto aceptable”, expresó Russell.
El documento es poco optimista al respecto. Estima que difícilmente el nivel de financiación internacional vuelva a los niveles previos a la pandemia antes de 2028 y eso que la ayuda mundial destinada a acabar con la desnutrición aguda grave representa apenas el 0,2% de los fondos para el desarrollo en general. Así y todo, el temor es que la posibilidad de una crisis de alimentos a escala global no contribuya a aflojar los corazones y bolsillos de los poderosos y hasta se escatime con la ayuda internacional.
Latinoamérica
“Definitivamente la que pegó directamente contra todo pronóstico de poder disminuir el desperdicio de alimentos, la malnutrición y el hambre fue la pandemia, tirando por la borda muchos de las metas que se habían prefijado como los Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030. Eliminar a cero el hambre y a la mitad el alimento desperdiciado es casi imposible de alcanzar ahora”, sostuvo Gionas Borboy, cofundador de la Red Alimentar, preocupada por evitar su deshecho e instruir acerca de su buen uso. En Argentina, se desperdician hasta 16 millones de toneladas de alimentos por año.
Borboy insistió en la falta de articulación entre sector público y privado, una enseñanza que la pandemia había dejado como experiencia fructífera en plena emergencia. “Creo que la comunicación es clave para educar a la población sobre cómo optimizamos nuestras compras y nuestros alimentos a la hora de cocinar. No nos sirve de nada ser uno de los grandes productores si no sabemos qué vamos a hacer con ellos”, destaca.
Tanto desde el PMA como la FAO insistieron en la importancia de priorizar la agricultura en pequeña escala como respuesta humanitaria de primera línea a la par de buscar cambios estructurales en los modos de asignar el financiamiento externo para inversiones a mediano y largo plazo. Asimismo, reclaman que las misiones humanitarias se centren en una estrategia holística que vaya más allá de la ayuda urgente y así trabajar sobre las capacidades locales de resiliencia y recuperación en las poblaciones afectadas.
“Parte de la respuesta a esta crisis pasa por poner los medios de vida agropecuarios en el centro de las respuestas, ya que, en promedio, dos tercios de las personas que experimentan inseguridad alimentaria aguda viven en áreas rurales, y dependen de alguna forma de agricultura para su supervivencia”, propone Anna Ricoy, oficial de gestión del Riesgo de Desastres de la FAO para América Latina y el Caribe. Y añade: “Si los productores afectados por un huracán reciben ayuda alimentaria, obtienen un beneficio transitorio (aunque muy necesario) pero si reciben apoyo para restaurar infraestructura comunitaria crítica dañada, les permitimos volver a tomar las riendas de su vida.”
Acorde a la funcionaria, en 2020 la financiación para intervenciones de emergencia con enfoque de medios de vida agropecuarios representó solo el 8% de los fondos humanitarios destinados a la seguridad alimentaria. El 92% restante se consignó a ayuda alimentaria. Ricoy insistió en que se debe invertir la lógica y facilitar el acceso a semillas, herramientas, fertilizantes, forraje para el ganado y atención veterinaria, aprovechando las temporadas agrícolas para aumentar rápidamente la disponibilidad de alimentos nutritivos y reducir costos de energía y transporte.
En nuestra región, el relevamiento de inseguridad alimentaria de la FAO y el PMA determinó que hay 12,76 millones de personas en “situación de crisis o peor” repartidos en cinco países y aquí también se visualiza un aumento de un millón de personas a lo largo del último año. Haití se lleva la peor parte con un tercio del total de esas personas hambrientas: 4,4 millones y un incremento del 26% en el número de admisiones hospitalarias de menores por emaciación severa, una forma de malnutrición potencialmente mortal que causa delgadez y debilidad extremas al punto de ser letal o comprometer el crecimiento y la capacidad de aprendizaje. Le siguen Guatemala (3,7 millones), Honduras (3,2 millones), El Salvador (985 mil) y Nicaragua (400 mil). A las causales ya mencionadas, el reporte añade los altos niveles de inseguridad.
Argentina
En nuestro país, manifestó Vilella, la inseguridad alimentaria no gira en torno a la disponibilidad sino al acceso a los alimentos con poco más de 17 millones de personas bajo la línea de pobreza. El investigador de la UBA cita otro aspecto a considerar, a partir de estudios elaborados con el nutricionista Sergio Britos, director del Centro de Estudios sobre Políticas y Economía de la Alimentación (CEPEA): las y los argentinos consumen la mitad de las frutas y hortalizas necesarias para una dieta saludable.
Ante la consulta de El Destape, desde la Red Argentina de Bancos de Alimentos detallaron que durante 2021 se entregaron más de 16 millones de kilos de alimentos, alcanzando a 4.819 entidades que repartieron platos de comida a 1.227.949 personas. El 69% de las personas beneficiarias de los alimentos entregados fueron menores de 18 años. “Durante la pandemia por Covid-19, se logró alcanzar un rescate histórico de papas que supero los diez millones de kilos evitando lo que hubieran sido toneladas de desperdicio. Ese año se triplicó la demanda. Pasamos de asistir a 496.000 personas en 2019 a 1,5 millones en 2020”, recordó Natascha Hinsch, directora de Proyectos y Desarrollo de Recursos de la red.
En pleno 2022, en un mundo hiperconectado, resulta paradójico que subsistan bolsones de hambruna donde la vida se ve comprometida mientras unos pocos actores con poder real siguen librando sus juegos de táctica y estrategia en los diversos órdenes y acaparando riqueza de forma voraz, cada vez en menos manos y más rápido. Forman parte de ese álbum de tragedias que a nadie le gusta mostrar y cuando trascienden, ya suele ser muy tarde. De no revertir la tendencia, el peligro es que esas imágenes se multipliquen por doquier en los años por venir.