Desde que se inició la cuarentena la economía entro en pausa y caída. La pandemia provoca estragos por ahora silenciosos y el gobierno ensaya malabares para mitigar los efectos de una recesión que será devastadora. El FMI difundió una caída del PIB local de prácticamente 10 puntos para 2020, pero se sabe que el acierto en los pronósticos no es precisamente una especialidad del organismo. Es altamente probable que la recesión sea bastante más profunda salvo que el gobierno promueva un shock de demanda muy superior a lo que se vislumbra y a lo que le permiten sus restricciones políticas y geopolíticas. De todas maneras debe ponerse en primer plano que nadie, absolutamente, está en condiciones de predecir cuál será el ritmo que seguirá el virus. Tampoco si el esfuerzo del nuevo aislamiento que comenzará el 1° de julio en el AMBA será el último, el penúltimo o el antepenúltimo.
Lo único real es que todas las variables apuntan para abajo: la economía mundial sufrirá una contracción mayor a la que podría esperarse de una gran conflagración y los precios de las materias primas continuarán contrayéndose. El resultado, como ya lo muestran las cifras del intercambio comercial, será contante y sonante: la economía local tendrá menos dólares disponibles, tanto para financiar su desarrollo --algo que en el presente es futuro remoto-- como para hacer frente a sus compromisos externos.
Reordenando: en materia económica sólo existen dos certezas, habrá una gran recesión y la economía dispondrá de menos dólares.
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En este escenario “avanza” la renegociación de la deuda y los acreedores disputan, precisamente, las dos cosas que están en juego, el nivel de actividad futura y el excedente de dólares. En este juego, los acreedores privados y el FMI funcionan como los mangos de la pinza que ahorcará el futuro de la economía.
Al comienzo del juego de poder de la renegociación el Ministerio de Economía definió su estrategia sobre conceptos claros: renegociar vencimientos e intereses para que la nueva deuda sea “sostenible”. No era nada especialmente ambicioso, sólo obtener una estructura temporal en la que los vencimientos sean pagables en función de la capacidad financiera del Estado. Parece obvio, pero no suele ser la tónica de las renegociaciones. Por el contrario, casi siempre las reestructuraciones soberanas obligan a nuevas renegociaciones en el mediano plazo. Estas renegociaciones permanentes forman son la esencia de la dependencia en la era del capital financiero.
Los ejercicios de sostenibilidad de la deuda se basan en estas ideas simples: proyectar cuáles serán los recursos que en los años venideros dispondrá la economía para pagar, incluido el mecanismo a través del cual el sector público se hará de estos recursos, y luego sobre esa base definir la estructura temporal de los pagos. Dados estos objetivos el Ministerio de Economía hizo sus ejercicios de sostenibilidad y realizó una primera oferta a los acreedores que, sintetizando, rondaba los 40 dólares por cada 100 de deuda nominal. La oferta fue mayoritariamente rechazada y el gobierno siguió estirándose hasta llegar a la última oferta de 52 dólares por cada 100.
Los negociadores locales habían señalado que estos 52 dólares cada 100 eran el límite inicialmente calculado para la insustentabilidad. Pero debe notarse que el cálculo fue hecho antes de la pandemia, es decir, que no incluía el actual derrumbe de la economía interna y la caída esperada de las exportaciones. El pensamiento lógico indica entonces que, dada la pandemia, la oferta de 52 dólares cada 100 dejó de ser sostenible y que al gobierno, de tanto proclamar su voluntad de pago, se le fue de las manos.
Luego, según dejaron trascender los grupos de acreedores, la nueva oferta podría ser aceptada si se despejan las “diferencias legales”. En concreto, los acreedores pretenden que la nueva deuda retroceda con las cláusulas antibuitre, es decir las cláusulas de acción colectiva que permiten, en una eventual nueva renegociación, imponer a las minorías la voluntad de aceptación de los acreedores mayoritarios. A esta demanda suman también la exigencia de que Argentina se someta a la revisión del FMI hasta el fin del pago de la deuda, es decir por no menos de 20 años.
Resulta de interés detenerse en este último punto, porque es clave. Aunque no son cuestiones separadas no se trata solamente de sometimiento geopolítico, sino de la visión tradicional del mainstream económico, de la vieja confusión entre pesos y dólares. El discurso de los acreedores y del FMI, que es también el de sus socios y voceros locales, no se basa en el dato duro de que la deuda en divisas se paga con divisas, sino con los pesos del superávit fiscal. Dicho de otra manera, si el sector público obtiene superávit fiscal podrá adquirir los dólares que necesita para pagar la deuda. La falacia reside en centrarse en el instrumento a través del cual el Estado obtendría las divisas en vez de concentrarse en los verdaderos mecanismos de generación de esas divisas.
Imaginemos el proceso: Argentina llega a un acuerdo para renegociar su deuda por, digamos, 53 dólares cada 100 nominales. El paso siguiente será renegociar con el FMI, la bella herencia de largo plazo que siempre quiso dejar el macrismo. ¿Y que se discutirá con el FMI? Compromisos y proyecciones de superávit fiscal futuro para pagar deuda junto a las “reformas estructurales” para lograrlo. ¿Qué significa esta lógica? Que el Estado se atará las manos a futuro en materia de Gasto justo cuando la economía necesita un shock de demanda que sólo puede financiar el Estado.
Si el gobierno procede con la lógica de los acreedores, que es la misma que le exigirá luego el FMI, sólo conseguirá la prolongación del estancamiento económico. Y si la economía no crece nunca aumentarán las exportaciones y, por lo tanto, su capacidad para abastecerse de los dólares necesarios que demandarán los compromisos de la renegociación. Dicho de manera más directa: si el gobierno no rompe la lógica del mainstream sólo habrá sentado nuevas bases para mantenerse en el círculo vicioso de la dependencia, que dicho sea de paso es también el de la destrucción del Estado y la renuncia tácita al desarrollo.