Frente a cuatro años de neoliberalismo y otro de pandemia, el final del 2020 encuentra a un gobierno que sale aprobado en su gestión macroeconómica. Y es que por fuera de la caída del PBI y la suba del déficit fiscal, que como en todo el mundo se cuentan de a dos dígitos, se logró evitar el default, así como los temidos desbordes cambiarios e hiperinflacionarios, elementos claves junto a la asistencia alimentaria para el logro de sostener la paz social, sin saqueos ni escenas de desbordes públicos. No solo eso, sino que también se han consolidado las bases para que el año próximo exista un punto de partida mucho más sólido, fundamentalmente por el gran éxito del gobierno durante este año, como lo fue la renegociación de la deuda con los privados, cuyo ahorro de 37.000 millones de dólares tiene la misma relevancia que el diferimiento de los pagos por cuatro años, despejando los recursos fiscales para la inversión pública, tanto social como en infraestructura. Aún más, si a ello se le suma el fuerte superavit comercial proyectado, cercano al record de 18.000 millones de dólares, y la suba en nuestro principal producto de exportación, la soja, que cotizó en la semana a 460 dólares la tonelada, solo una segunda y muy dañina ola de Covid podría frenar la ya iniciada recuperación de la economía, pues de acuerdo al Indec en el tercer trimestre de 2020 la actividad cayó un 10,2% interanual, es decir cerca de la mitad de la caída del segundo trimestre, que se situó en el 19%.
Sin embargo, ninguna de estas favorables cifras macroeconómicas podrán generar un cambio social si su resultado no se ve en la cotidianidad de trabajadores y jubilados. Y es que existe sobrada evidencia de que el crecimiento del PBI y la estabilidad de ciertas variables económicas claves son condiciones necesarias pero no suficientes para mejorar la vida del grueso de la población, pues si las mismas no van a acompañadas de una redistribución de los ingresos, la riqueza obtenida tiene un bajo impacto en la sociedad
Aquí es donde entran a tallar las palabras de Cristina Kirchner, quien afirmó una semana atrás no querer “que el crecimiento se lo queden tres o cuatro vivos nada más. Para eso, hay que alinear salarios y jubilaciones, precios y tarifas”. Una definición contundente, frente a un 2020 en el que, por caso, se perdieron cuatro millones de empleos y los ingresos tuvieron una caída en relación al alza de los alimentos y bebidas, pues mientras que los primeros subieron un 32 por ciento, los segundos lo hicieron en un 40 por ciento. Pero donde diversos grupos económicos no frenaron sus millonarias ganancias, tal el caso de Arcor, o las investigaciones de Ari Lijalad para este portal sobre el Grupo Clarín o Enel, controlante de Edesur. E incluso donde el gobierno realizó un fuerte y clave esfuerzo para invertir cerca de 300.000 millones de pesos en dar una respuesta directa a 9 millones de trabajadores precarizados, pero el doble, 600.000 millones, en subsidios a empresas energéticas que contabilizaron ganancias record durante el macrismo.
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Así, el 2021 plantea para el gobierno un mayor desafío que el actual 2020. No solo sostener y profundizar las mejoras en las variables macroeconómicas, en medio de una pandemia que no finalizó, sino también dar respuesta a una puja distributiva que este año estuvo ausente, en gran medida por trabajadores y jubilados que asumieron una postura de cautela y paciencia frente a la pandemia.
Hasta el momento, los mensajes oficiales emitidos en este aspecto pueden leerse en varios sentidos. Mientras se avanzó con el impuesto extraordinario a la riqueza mediante el cual se podría llegar a recaudar otros 300.000 millones de pesos, o se anunció la Prestación Básica Universal Obligatoria para servicios de telefonía fija y móvil, internet y tv por cable, también se están terminando políticas como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), los precios máximos en alimentos, o el congelamiento de tarifas, todo ello en el marco de una pandemia que no finalizó y una creciente suba de la inflación, pues a partir de octubre la suba de precios auditada por el Indec volvió a superar los tres puntos mensuales, y se estima que en diciembre llegaría a los cuatro. Por cierto que estas políticas cruzadas tienen lógica en el contexto de una dura negociación con el FMI, donde el anunció de políticas distributivas, inserción estatal en la economía y medidas progresistas podrían condicionar desfavorablemente un acuerdo con una institución que, más allá del marketing de los últimos años, nunca ha exhibido en los hechos interés alguno en programas económicos que no se subordinen a las necesidades geopolíticas de la división internacional del trabajo y a económicas del capital financiero.
Sin embargo, luego de los últimos años transitados, y de cara a un año eleccionario, los márgenes del gobierno para no privilegiar la distribución del ingreso por cualquier otra variable, parecen ser estrechos. La consolidación macroeconómica, sin mayores beneficios a los sectores postergados, no ha sido políticamente sustentable en una Argentina asediada por la desigualdad, y menos aún pareciera poder serlo bajo un gobierno que hizo de la reparación a las políticas macristas una de las banderas con las que llegó a la victoria.