De actuar con Capusotto a ser el guardián del Jardín Japonés: la historia de Minoru, el paisajista que conoce los secretos de las flores

Hoy se desempeña como paisajista del Jardín Japonés, pero su larga trayectoria está llena de los empleos más diversos: fue actor en Todo x $2 y hasta masajista de celebridades. Oriundo de Manchuria, soñó con Argentina porque "quería algo más grande". La vida del jardinero de uno de los parques más importantes de Buenos Aires.

19 de julio, 2023 | 00.05

Llueve. La fila de turistas hoy es corta y Minoru Tajima la sondea guarecido bajo el alero respingado de la entrada; es una puerta gruesa con dos hojas de madera, coronada por un techo de tejas chicas que parecen escamas. Saluda con una reverencia, cruza el umbral y deja afuera el rugido del tráfico de la avenida Berro. Hace casi sesenta años, el que quedaba atrás era otro ruido: el rumor del motor que durante cuarenta y cinco días empujó al barco que lo trajo desde Japón a Buenos Aires, donde se convertiría en el nipón más famoso del país.

Tajima entra en su isla de silencio. En el Jardín Japonés el ruido parece no atreverse a contaminar una calma que se sostiene en el corte exacto de cada bonsái, en la disposición armónica de las flores y en la quietud de los peces koi paralizados en la laguna. Tajima está, en gran medida, detrás de todo esto. Es asesor de mantenimiento y jardinero del parque; pero también es el exmasajista de la farándula argentina y no deja de ser –sus chistes lo confirman a cada rato– el humorista Jorge Coreano, personaje estelar de Todo x $2; también, Tajima es el tipo que tuvo que dejar de vender chanchos porque cada vez que iba a matar uno se le cortaba la respiración de la pena.

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Nacido en Manchuria en 1944, el joven tambero salió del archipiélago asiático arrastrado por la promesa de una París latina circundada de campos fértiles. “En Japón todo es chiquito. Tenía un campo, ordeñábamos vacas, cultivaba, pero yo quería algo más grande”, recuerda.

No era extraño que los jóvenes dejasen el territorio nipón durante la posguerra. Los migrantes recalaban en alguna de las letras de la sigla ABC: “Argentina, Brasil y Chile. Se decía que eran de otro nivel en Latinoamérica. De Argentina se decía que era una gran potencia, muy parecido a Europa”, reconstruye el japonés.

De las múltiples vidas del señor Tajima, ninguna se acercó lo suficiente a la que amasaba su cabeza en las noches cruzando el océano. Las fotos mostraban campos largos y dorados que dejaban a la vista hundirse en el horizonte; su mirada, en cambio, tropezó con los límites del vivero donde empezó a trabajar tras ser recibido por una familia japonesa en General Pacheco. En el barco había aprendido un puñado de palabras en español. Eran lo único que tenía.

“Todos esos meses estuve soñando con cosas de Japón. Veía a mi familia, el paisaje. Cuando me despertaba todo eso desaparecía y estaba acá. Lloraba tapado hasta arriba con la frazada”, cuenta. Después de la aclaración, Tajima se recompone, levanta los brazos con los puños cerrados y remeda la pose del fisicoculturista: “Pero aguanté. Era joven y era fuerte”, dice.

En el vivero cultivaba rosas, claveles, frutillas y el tan japonés arte de la paciencia. El tiempo, que pasaba despacio, se aceleró cuando conoció a su mujer. Pidió un préstamo, compró un terreno en Escobar y comenzó a levantar su casa mientras vivía en una carpa. En lo que restaba de esas casi tres hectáreas, Tajima puso un criadero de lechones.

“El comprador venía, elegía uno y yo los tenía que matar, limpiar y entregar. Los agarraba en brazos y les pedía perdón a los chanchitos. Un día me tocó uno que gritaba mucho y a mí me empezó a faltar el aire. Ahí dejé la venta de animales”, rememora el “maestro”, como le dicen sus compañeros.

Por esos años la comunidad japonesa era más cerrada. Muchos se habían instalado en lotes de la zona norte del Gran Buenos Aires y, cada tanto, armaban fiestas y pequeños espectáculos de variedades. No había tele y de la radio entendían poco y nada, así que organizaban estos festivales en los que Tajima empezó a destacar con intervenciones teatrales cómicas. En esas puestas en escena descubrió que había un idioma que compartían tanto japoneses como argentinos: el humor.

Un domingo lo vinieron a buscar a la casa. Habían llamado desde la televisión a la embajada porque “necesitaban un oriental”. Tajima hizo sus primeras apariciones en la pantalla chica a finales de los ochenta. Inicialmente en películas y en el programa “Los Torterolo”, con Jorge Martínez. El salto llegaría con su participación en Todo x $2: se mostraba en el estudio vestido de rojo y con una barba chiva, contando chistes sin remate en japonés, que Capusotto traducía y festejaba; era Jorge Coreano, una parodia al humorista Jorge Corona.

De frecuentar los estudios fue conociendo a muchas figuras de la farándula. Aparte de ser buscado para actuar, muchos preguntaban por sus masajes: Tajima había aprendido la técnica en un viaje a Japón. El boca en boca empezó a correr y pronto por las manos mágicas de Tajima pasaron los nombres más codiciados del star system nacional: Araceli González, María Carámbula, Adrián Suar, entre muchos otros.

Ahora en sus manos descansa un kasutera, un bizcochuelo esponjoso que es un clásico de la comida callejera japonesa. Sigue lloviendo. Las tareas de jardinería en el Jardín Japonés se ven limitadas por el clima y Tajima aprovecha para mirar. Señala los bonsáis y pasea sus ojos por las piedras que parecen islas dentro de esa otra isla que es el jardín en la ciudad; su vista se detiene en la casa de té. “Chashitsu”, dice, “para que un jardín japonés esté completo tiene que tener un chashitsu”.

Ese fue su primer trabajo en el complejo. El presidente del Jardín lo contactó cuando él estaba en Chile con uno de sus hijos que vende sushi en el país vecino y le preguntó si podía colaborar con la construcción de la habitación de té. Las piezas llegaron de Japón y había que levantar la estructura. Tajima junta las palmas en un solo aplauso y las traba apretando los pulgares: encastre, la isukatsu o la okuriari son técnicas de carpintería que prescinden de los clavos y unen las partes de los armazones acoplándolos con más método que fuerza. Es otro de los oficios que aprendió en su viaje a Japón.

Sigue mirando: “Pinos. Los de acá son grandes y con forma de cono. Ese otro, el pino japonés es más chiquito, requiere trabajo. Hay que mirarlo. Son bonsáis grandes, nada más. Esta ese otro árbol verde, allá. Tiene forma de casita. Lo podo y le doy forma. De hoy a mañana no se puede, lleva tiempo, hay que cortar rama por rama, esperar, mirar, volver a cortar. Pero al final queda esa hermosa casita verde”.

Tajima cuenta que hace unas semanas fue a visitar a otro de sus hijos a São Paulo. Para recibirlo, el joven compró sake. “Lo agradecí, por supuesto, pero ahora me cambió el gusto. Me gusta más el vino de acá. Vivo como argentino. Tomo mate y prendo fuego con quebracho para hacer el asado”, comenta.

Hay cosas que persisten: el amor por la naturaleza, la predilección por la calma, el cultivo de su huerta. Tajima camina al galpón de herramientas con pasos cortos y rápidos para no mojarse. En el camino, se refugia en el campanario. Desde ahí domina casi todo el paisaje. Barre la laguna con la mirada y descansa su vista en su centro, en otra isla, en el torii: ese arco rojo que los japoneses usan para marcar la entrada a los espacios sagrados.

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