Es abogado, trajo la Cámara Gessel a la Argentina y a los 70 construyó una casa única sin líneas para todos sus hobbies: "Todo se unió"

Eduardo Cárdenas dejó Tribunales, tras jubilarse, para crear un estudio sin líneas, circular. Ahora cientos de estudiantes lo visitan, como para ser testigos de que las casas de los sueños existen. La historia del hombre del derecho que consiguió su espacio curvo.

11 de septiembre, 2024 | 00.05

La casa de Eduardo Cárdenas es excepcional, al igual que él.  Abogado hijo de abogados, aprendió a leer a los cinco años y entró en la universidad a los catorce. Fue juez e integró durante varios años uno de los primeros grupos interdisciplinarios en Tribunales dedicados al área de familia. Escribió libros sobre Historia y Derecho, introdujo la cámara Gesell y a sus setenta años, construyó una casa donde no hay líneas rectas. Un lugar donde vivir su segunda vida; un hogar de día, sin cama más que la hamaca paraguaya azul que se levanta al lado de la biblioteca circular. Una vez a un amigo le dijo que esta casa “es lo más personal” que hizo en su vida.

Yoga, alemán, jardinería y hasta la ávida escritura de guiones cinematográficos, todo eso hace Eduardo en la casa de sus sueños. Las venecitas del Pasaje Lanín resaltan contra el fondo blanco, miles de colores y formas recubren las dos cuadras intervenidas por el artista Gustavo Marino. Entre el pasadizo colorido se esconde su casa, esa a la que recién pudo dar forma a poco de jubilarse, cuando atrás quedaron Tribunales y los estudios de Derecho. 

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La “segunda vida” que para Eduardo es una fiesta es un término que tomó de François Jullien, que habla de la filosofía china. Y no es, como se podría pensar, lo que acontece una vez jubilado sino que “empieza cuando de verdad empezas a sentir que vivir como sos vos”. Comienza cuando se juntan las llamas por sobre la cabeza y Eduardo lo ubica por el año 85, cuando creó aquel equipo interdisciplinario que juntó la mirada sistémica con la revolución de la cámara Gesell y tanto más. “Fue un momento donde todas las cosas que venían del pasado se juntaron para que hiciera algo personal”, recuerda en diálogo con El Destape.  


Foto: Victoria Dinenzon

El gesto que hace para abrir el portón de su estudio lo acompaña con una sonrisa liviana sobre una cara surcada por los caminos de la edad. Un mundo verde aparece atrás. Palmeras altas a los costados, el suelo cubierto con una manta aceituna y algunas flores. A la izquierda, entre los arbustos, la bicicleta en la que pedalea desde Recoleta a Barracas todos los días. Se dirige a su estudio. Aún a sus casi 80 años aseguró: “La palabra aprendizaje es la más importante en mi vida”. Por ser un lugar a donde va a aprender Eduardo la llama “su oficina de jubilado”. Todos le decían que estaba loco, pero eso nunca lo frenó.

No hay otra casa igual como la suya. Tres cilindros marrones que parecen hechos de tierra rodeados por una parra. Atrás un estanque con patos y arriba una terraza ondulada que en otoño se llena de amarillo por las hojas que caen del Gingko. Un juez a quien no le gustan las líneas rectas; ese es Eduardo Cárdenas. Esa historia es la que cuenta con su voz blanca.

Se sienta en una mesa transparente llena de pequeños objetos de colores, señala la biblioteca sinuosa, “mi vida entera entre los libros”, dice. Su papá, también abogado, le enseñó a leer y a escribir cuando tenía muy pocos años. Recuerda cómo lloraba con Azabache; cómo fue el único que levantó la mano cuando su profesor en el Newman, el colegio al que su padre con esfuerzo lo mandó, preguntaba quien había leído a Pablo Neruda. 

“Tengo siete abogados sobre mi cabeza”, ríe pensando en su papá. Su hijo, también abogado, tiene ocho. En realidad Eduardo quería estudiar Filosofía, su familia accedió con la condición de que también estudiara abogacía. Se recibió en el 65 y trabajó en el estudio de su padre hasta que entró en Tribunales. Fue natural para él. Algunos, dice Eduardo, sienten que trabajar en ese lugar los hace sentir como si les estuvieran prestando un castillo que no les pertenece. Para él no fue así, “el Derecho fue mi casa y Tribunales era mío”. Era 1973, Cámpora había sido electo como presidente de la Argentina, Eduardo tenía 28 años y en ese momento, pelo marrón. 


Foto: Victoria Dinenzon

"Mi primer amor fue el Borda y el Moyano"

“Mi primer amor fue el Borda y el Moyano”, desliza Eduardo, “creo que por eso al final de mi vida me vengo a construir una casa en su misma cuadra”. El cielo está gris, empezó a llover. En un tono un tanto críptico Eduardo recuerda que leyendo a Dostoievski cayó de golpe en la cuenta de que en lo desechable estaba la base de la construcción. Con esa convicción, se dedicó al área de salud mental. Nunca solo, siempre en equipo, empezó a visitar los hospitales psiquiátricos para hablar con los pacientes, con las enfermeras y con sus familiares. A empezar a tejer la idea de una red social que pueda sostenerse entre sí. 


Foto: Victoria Dinenzon

El tiempo fue pasando y, aunque Eduardo nunca anheló lo siguiente, se convirtió en juez en pleno proceso militar. “Era cien por ciento camporista”, ríe, “y los colegas lo sabían”. Aún habiéndose afiliado al partido peronista a los 18 años, sus compañeros en Tribunales lo recomendaban. 

En esa etapa de su carrera, descubrió una perspectiva teórica que lo iría a acompañar el resto de su vida: la epistemología sistémica. La convicción de que los cambios contextuales son el gatillo que motiva los cambios internos. Toda su casa puede observarse en esa clave. En el mundo Eduardo ve sistemas, partes que se conectan y forman redes, ecosistemas, sociedades. “Lo sistémico es creer que la familia es un sistema y que los cambios familiares curan los sistemas internos”, explica Eduardo con un ejemplo de su segunda área de especialidad. 

Eduardo era consciente de que cada cierto tiempo, necesitaba cambiar. No necesariamente de trabajo, pero sí de escenario, de objeto. En 1985, empezó a escribir libros de Historia y formó un equipo interdisciplinario de catorce personas dedicadas a mediar en casos de familia. Venían de la Psicología, del Trabajo Social. Ahí es cuando surge la idea de la cámara Gesell. Contrario a lo que uno podría pensar, no se instaló para controlar el discurso de la defensa de un cliente, sino para contribuir al trabajo de los abogados durante las mediaciones en cuestiones de familia. “Quería supervisarme a mí mismo, que alguien me estuviera viendo, eso era la revolución”, explica Eduardo. Otra vez, el cambio que exigía esta innovación era sistémico: había que tirar una pared, transformar el contexto para que ocurrieran nuevas cosas

A Eduardo le gusta colgar los botines cuando todavía mete goles. Usa esa metáfora y sonríe, achina los ojos sobre sus cejas gruesas y blancas. Estaba registrando que en Tribunales ya había dado su nota más alta; juntó un par de amigos abogados y establecieron su práctica privada. “No éramos socios, éramos amigos. Fue otra gran experiencia, pero si te la cuento… Es largo”, dice. Casi 80 años de historias, la mayoría de las frases que Eduardo formula terminan en ese esos puntos suspensivos que cancelan el tiempo. Pero aún así, para contar cómo apareció esta casa tiene que pasar por el gran rodeo de la vida que la produjo.

“Haceme algo curvo que vengo del derecho"

Fue dentro de ese ir y venir que Eduardo conoció a Rodolfo Livingstone. Un arquitecto argentino conocido por sus opiniones sobre urbanismo y sus diseños radicales –de los que incluso se ha filmado un documental–, el que sería el arquitecto de la casa donde hoy pasa la mayor parte de sus días. “Fue la revolución”, dice Eduardo y se le ilumina la cara, ambos habían leído todos los libros que el otro había escrito. “Él hacía lo mismo que yo”, resalta cuando cae en cuenta de que ambos compartían la perspectiva sistémica. Livingstone se acercaba por los bordes, buscaba conocer a fondo a las personas para ayudarlas a descubrir lo que al final llamaría “casa final deseada”. Generar un entorno que permita la “exaltación de tus deseos”.


Foto: Victoria Dinenzon

Pero la idea para esta casa no apareció mucho antes de su jubilación. La disyuntiva fue clara: o seguía fiel a su principio de no irse sino transformar, mejorar el lugar en donde estaba –su trabajo como abogado– o se iba. “Decidí irme y hacer otra cosa”. No se sentía como otros colegas que no se jubilaban por miedo al vacío, Eduardo tenía muchos “pendientes”. Había querido aprender alemán y no había podido terminar, también quería escribir pero esta vez ficción. 

“Bueno, me voy. ¿Pero a dónde?”, se preguntaba hace unos 15 años. Se podría haber comprado un departamento a unas cuadras de su casa en Recoleta, pero no. “Un poco contra toda la familia, me compré un lote baldío acá en Barracas”, dice y agrega, “después con Livingstone fue fácil, nos entendíamos con la mirada”. El arquitecto decía que la casa es como la piel, cada persona tiene la suya. Su casa, su ciudad, su mundo. Reaparece su perspectiva teórica de cabecera: “tu sistema interno se prolonga en el mundo”. Esta casa es, como le dijo alguna vez un amigo suyo “lo más personal” que ha hecho en su vida. 

Livingstone intentaba materializar el sueño de Cardenas, y lo lograba. Para darle indicaciones a las personas que construirían la casa, grababa cassettes. Ahí decía cosas como que un arquitecto ortodoxo nunca pondría una escalera pegada contra la pared en un extremo, pero sabía que a Eduardo le gusta pensar caminando. Nada más alejado de él que el pensador de Rodin, sentado e inmóvil con el mentón descansando en la mano. “Lo que Livingstone no sabía es que mi padre también pensaba caminando y cuando tenía un problema, automáticamente se ponía de pie y empezaba a caminar”, narra Eduardo. 

Quería crear un lugar en donde puedan convivir sus pasiones. Recordando aquella época reproduce las preguntas que se hacía: “¿Me gusta la literatura? Me encanta la literatura. ¿Me gusta el derecho? Me encanta el derecho. Bueno, dejo que convivan, no trato de juntarlos ni de acallarlos”. 


Foto: Victoria Dinenzon

Al principio Eduardo no sabía que forma darle a la casa, pero con la paciencia que lo caracteriza –”yo soy un optimista biológico”–, esperó. Para esa tarea, el azar juega una parte importante. Un día, mientras estaba en Pinamar, salió a andar en bicicleta. Llegó a la playa y se bajó, después de caminar un rato se dio vuelta y la vió: una casa circular. Se quedó pensando en qué le había gustado de aquella casa y cayó en la cuenta de que eran las curvas. 

“Haceme algo curvo que vengo del derecho”, le dijo a Livingstone. El arquitecto se reía y le preguntaba: ¿vos queres hacer el Guggenheim de Barracas? Un abogado que lejos de ser cuadrado, construyó un estudio circular. Las uvas que recubren el exterior marrón de la casa están hechas a mano por una artista que con el tiempo se volvió amiga de Eduardo y que vive sobre la calle Brandsen. Son vecinos. La parra simboliza la fiesta y tiene que ver con el Dios griego Baco, adversario de Apolo, que simboliza la ley, el Derecho. Todo en este estudio tiene una historia y como el fruto de la vid, para Eduardo esta casa “es la fiesta”.

Una casa llena de cosas vivas

Su rutina en la casa de sus sueños es simple: a las seis y media ya está subido a su bici, pedalea de Recoleta a Barracas, pasa el día entre sus pasiones, estudiando y aprendiendo como si encendiera fuegos en diferentes rincones de la casa, y vuelve pedaleando a las cuatro de la tarde. El “equipo permanente”, como lo llama él, está conformado por su profesor de guión, su profesora de alemán y todos sus amigos. La fiesta que ocurre entre estos últimos tiene una fecha: los viernes. En general cocina él.

Uno de sus grandes sueños es que alguien lleve a la pantalla algunos de sus guiones. Con la mirada enfocada en otro punto de la casa, Eduardo cuenta cómo se le aparecen las historias que escribe. Hace poco mientras ojeaba un libro de fotografías de Diana Ruth, vio una de un enano. Entonces se le apareció la imagen de un adolescente obeso, disconforme con la vida, al que le va muy mal en el colegio. Pero también una tierra que se seca, se parte y ya la gente en el campo no puede sembrar. Un éxodo del campo a la ciudad. Reflexiona y dice “siempre son personajes marginales los míos”. 

“En el fondo lo que nos interesa es estudiar la naturaleza humana y el mundo”, dice Eduardo. En dónde se ven esas duplas más que en el lenguaje, el alemán en su caso. Repite, “se junta, se junta” y mueve las manos, “y de ese conjunto empiezan a surgir las criaturas”. Las obras, los trabajos que conjugan las diferentes pasiones. Cada una es diferente a la otra porque refleja otras “juntadas”, otra sumatoria de pasiones y de formas de ver el mundo.

¿Esta casa es su criatura? Ahora Eduardo tarda en responder, afuera sigue lloviendo. El agua cae sobre el patio verde, los patos caminan sobre el pasto buscando refugio. Sí, es una criatura. Pero no es alguien superior a él, “es un par y te diría que es mujer. Una compañera de esta segunda vida”. 

Las paredes de la casa están llenas de recuerdos de los viajes que hace con su esposa, Eduardo señala a una especie de escalera de madera con forma humana. “Es un Dios mapuche”, explica. Su casa está llena de cosas vivas, incluso dentro de aquel cuadrado donde guarda objetos traídos de sus viajes, se pueden ver los cuadrados verdes de los caldos Knor. O quizás un morrón al lado de una escultura brasileña. El arte para Eduardo está ubicado al lado de la vida. Todos sus objetos son casi sujetos, “tienen la chispa de la vida, un dejo de vitalidad que te hace pensar que son parte de la vida”. 

Es una casa que a Eduardo le ayuda a pensar, a mantenerse despierto. De hecho, es una casa en la que no hay camas. Apenas una hamaca paraguaya azul –o “silla hamaca”, como le dice él– donde a veces duerme la siesta. “La segunda vida es la verdadera”, vuelve a recordar, “creo que estoy viviendo su coletazo final”. “Me gusta la materialidad, la forma de las cosas”, explica Eduardo. 

Aún en este mundo propio, del que hasta uno de sus amigos hizo un libro con ilustraciones, Eduardo siente una pequeña parte. “Yo soy de todos”, dice, incluso vienen escuelas a visitar su casa, como para ser testigos de que las casas de los sueños existen. Hay que advertir las casualidades, como dice Eduardo, y tener paciencia para que las llamas se junten sobre la cabeza. “En 15 años de habitarla te diría que es perfecta”, dice Eduardo mientras mira la casa. Con la luz blanca de la lluvia, parece todavía más espectral. un lugar que lo ayuda a trabajar. “Alguna vez alguien dijo que es un lugar que no tiene puertas”. 

“Después de 15 años de Lanin creo que todo el mundo entiende que estuvo bien emprender este sueño”, reflexiona. Cuando piensa en el futuro, se recuerda no hacerlo tanto. No le parece bien dejarle instrucciones al futuro. Tampoco sabe qué pasará con su universo, su propio sistema. Un mundo en el medio del mundo, que es parte de él. Sonriendo dice algo que parece salido de alguno de sus guiones, una línea preparada, de esas que le escuchamos a las personas que tiene muchos años repetir, dice: “de lo único que tengo certeza es de que la Lanín salió bien, el jardín está okay y la cocina perfecto”.