Las últimas décadas del siglo XVIII y, desde ya, el siglo XIX en toda su extensión, son los momentos en los que las posesiones coloniales de la Corona española en América alcanzaron el pináculo de su decadencia. Y, pese a no ser la única razón, el contexto internacional y la compleja y ambivalente trama de alianzas del gobierno peninsular con las otras potencias europeas, resultó un factor de importancia. Hasta 1808, el imperio español se mantuvo, a punta de bayoneta, bajo la órbita de la Francia revolucionaria, que profundizó el malestar inglés, histórico rival geopolítico de los ‘galos’.
Los ingleses, que sigilosa y pacientemente fueron constituyéndose como una potencia naval, desplazando a Países Bajos en la competencia comercial de ultramar, intercambiaban mercancías con los comerciantes de los puertos americanos hacía muchos años, pero con cada vez más profunda intensidad a medida que fueron avanzando las relaciones. Este comercio, por cierto ilegal dado el monopolio con que los españoles sometieron a los americanos, se mantuvo pese a todo y fue estructural para la economía tardocolonial. España era impotente en sus intentos de control y orientación del comercio para engrosar sus arcas.
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La crisis de la fiscalidad española que se vio agravada por una profunda sequía y una merma en la producción mineral del Potosí, cuyas riquezas fueron la base de la economía colonial durante los dos siglos precedentes, fertilizaron el terreno para que Inglaterra prepare una invasión sobre Buenos Aires, enaltecida como capital virreinal por la casa reinante de Borbón desde la conformación del Virreinato del Río de la Plata en 1776. En junio de 1806 tuvo lugar la primera invasión, cuando una flota con 1500 hombres tomó posesión de Buenos Aires. La respuesta virreinal no ahorró en patetismo: sin articular ningún tipo de defensa, el Virrey Sobremonte se escapó con las arcas del Tesoro, tras la inmediata capitulación de todas las instituciones oficiales.
La respuesta de los porteños no fue unívoca ni homogénea, y la historia de la resistencia no podría contarse sin Santiago de Liniers, un francés que se desempeñaba como oficial de la Armada Real que organizó una fuerza de casi mil milicianos desde la Banda Oriental. Las crónicas y documentos de época que recogieron los historiadores indican que su éxito militar lo convirtió en un líder que fue designado Virrey gracias al clamor popular, que se negó de plano en una Plaza de la Victoria con miles de presentes, al retorno del profugado Sobremonte.
Asimismo, la iniciativa espontánea de los pobladores de Buenos Aires resultó determinante para el armado de Liniers. Y ese es el motivo, de que resulte inequívoco insertar a la defensa de Buenos Aires dentro del acervo no solo nacional, sino también popular. Junto a los ejércitos de Patricios (nativos de la Intendencia de Buenos Aires) y de Arribeños (nacidos en el interior de las provincias del Virreinato), hubo milicias urbanas compuestas por negros libres, mulatos e indios. Al momento de la Reconquista, el reclutamiento era voluntario, (no forzoso como lo fue posteriormente) y las comandancias se elegían en asamblea. En las filas milicianas los criollos eran mayoría, situación que contribuyó a su conformación como identidad dirigente para los años revolucionarios.
En ese entonces Buenos Aires contaba con una población estimada en 40.000 habitantes, de los cuales 7 mil participaron de las milicias urbanas conformadas para repeler el ataque inglés. Pero esa fuerza, de fuerte componente plebeyo (en contraposición a algunos regimientos, sobretodo de zonas rurales, cuya filiación era casi hereditaria y reservada a los estamentos más acomodados), no se desarmó tras la reconquista del 12 de agosto de 1806. Aquí, en este aspecto, es donde encontramos el componente popular de la resistencia ante las invasiones. Al momento del encarcelamiento del Rey Fernando VII y la conformación de la Primera Junta de Gobierno de 1810, esa fuerza miliciana seguía funcionando, y fue reserva armada de la Revolución.
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La militarización de Buenos Aires modificó la relación de fuerzas en el Río de la Plata. También transformó las posibilidades de ascenso social dado que con la creación de nuevas figuras públicas, y generando nuevas bases de poder, personas “del común” pudieron acceder a la carrera militar con sus respectivas jerarquías. De este modo, ciertos bríos de igualitarismo social acompañaron los primeros intentos de independencia. Al pertrecharse contra el ataque inglés, el sur de América se preparaba para el largo siglo XIX guerrero, que fue escenario de los combates por la independencia contra las fuerzas realistas primero, y de las luchas intestinas en relación a la conformación política del nuevo país, por otro.