Todo empezó cuando él se fue. Aquél fatídico 25 de noviembre de 2020, podía sentirse en todo el país la congoja, la bronca y el desconsuelo de una sociedad que, al unísono, lloraba la pérdida del mismo familiar. A pesar de la lucha contra la pandemia de coronavirus, que rogaba aislamiento para preservar la salud de los más frágiles, decenas de miles de almas ignoraron la razón, sucumbieron ante el corazón y se congregaron en las inmediaciones de la casa de gobierno para despedir al hombre que en vida había sido el mejor futbolista de todos los tiempos, pero que hace ya tiempo era mucho más que solo eso. Entre aquella desmesurada y heterogénea marea de fieles se encontraba Verónica, una arquitecta y docente platense que se negaba a usar sus manos únicamente para refregar sus lágrimas. Ella “necesitaba” usarlas para algo más, lo que sea, que le devolviera a Diego un poco, una milésima, de todo eso que él le había regalado. Así, como catarsis para despojarse de la peor de las angustias, fue que nació “Santa Maradona”, un proyecto autogestivo y sin fines de lucro que tiene un solo objetivo: copar al país con altares en homenaje a ese diez petiso y respondón que fue capaz de convencer a un pueblo de que nada es imposible si se lo puede soñar.
Es otro día nublado en los suburbios de La Plata. Apoyada en su mesa de trabajo del pequeño cuartito que armó “para esto” en el fondo de su casa, Verónica contempla algunos pequeños altares maradonianos mientras recuerda el nacimiento de este sentido viaje. “Cuando murió, yo estaba mal, muy mal. Y fue ahí que el padre de mis hijas me convenció de hacer un altar enfrente de casa para recordarlo, igualito a uno que tenía mi abuelo en el mundial ‘86. Y ahí le dije: ‘no voy a hacer uno, voy a hacer diez’, pero terminaron siendo algunos más”, cuenta entre risas.
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Ni bien murió Diego, comenzó a fabricar sus altares. “Ese primer día me ayudaron unos amigos a lijarlo, éramos un montón, que en realidad queríamos hacer algo porque ¡se había muerto Diego!”, exclama, aún sin creerlo, y sigue: “Yo lo diseñé, y lo hicimos entre todos. Y ahí era: ¿Qué hacemos? ¿Dónde lo ponemos? Yo tenía ganas de ir medio operativo a una plaza, a la noche, ponerlo, y ver qué pasaba al día siguiente, pero todo el mundo me decía: ‘¡Los van a robar! ¡Los van a vandalizar!’, cosa que nunca pasó con ninguno”. Hasta que en un momento, como una revelación, supo que el primero debía ir al Hogar de niños del Padre Cajade. Ese primer altar, dedicado a los chicos del hogar, tuvo la imagen del “patrono de los pibes”, que, según explica su creadora, “tiene que ver con el derecho que tienen los chicos a divertirse, a soñar, y a estar en los clubes de barrio, a tener esos espacios de encuentro con otros pibes, que los hacen crecer”.
El segundo altar, que mantuvo una lógica similar, lo hizo con “el patrono del potrero” y fue destinado al club de barrio Centro Deportivo y Recreativo Villa Argüello. Fue allí que ella comprendió que no quería llevar sus altares a un lugar cualquiera, sino que, “en realidad” estaba “haciendo visible a Diego en los lugares en los que está”. Y ahí decidió que serían las villas, los clubes y los potreros los lugares donde debía situarlos.
Cada uno de sus altares está hecho de terciado fenólico que, según explica la arquitecta, “es una de las maderas que más aguanta al aire libre”. Entre sus componentes, que deben ser “baratos y duraderos” para poder hacer todos los altares que ella pretende, se destacan las flores y los soles de plástico, las banderas argentinas de tela y las incomparables imágenes de Diego, que varían según el modelo del altar, que van desde “el patrono de los pibes” (con la imagen de Diego en los juegos Evita), hasta “el patrono de la gloria”, pasando por los patronos de la “identidad” (con Estela de Carlotto), el de “la abundancia” (que tiene a Claudia Villafañe vestida con un tapado de piel), “el del pueblo” (con Fidel Castro), el de “los desposeídos”, el de “la lealtad”, el de “la lucha” entre tantos otros. “Siempre invento uno nuevo porque, en definitiva, yo hago esto porque quiero”, responde sincera.
Hoy, a poco menos de 2 años del paso a la inmortalidad de Diego, ya hay más de 260 altares hechos a mano repartidos en barrios de todo el país. Si bien Verónica no puede recordar con exactitud todos los lugares donde están instalados cada uno de ellos, puede asegurar que ya han llegado a las provincias de Buenos Aires, Jujuy, Salta, Misiones, Chaco, Córdoba, San Luis, Santa Fe, Mendoza, Neuquén, Chubut y Tierra del Fuego. Todo esto, claro, sin contar los que fueron obsequiados, o vendidos, a maradonianos del exterior, que actualmente disfrutan de la imagen de su profeta en Brasil, Alemania, y hasta en el barrio napolitano de Quartieri Spagnoli.
Cuando se habla de que este es un proyecto sin fines de lucro, tiene que ver con que, si bien Verónica vende estampitas y altares maradonianos de distintos precios y tamaños a través de su cuenta de Instagram @santamaradona10, utiliza ese dinero únicamente para la realización de los altares grandes, que son los protagonistas del proyecto, los cuales, una vez terminados, irán a parar a los cientos de barrios populares y asentamientos que tiene la República Argentina. “Mi deseo es que haya altares en todos lados y lo único que quiero es que me ayuden a llegar a más lugares. Nada más”, confiesa.
Con el paso de la mañana, el pequeño “cuartito” se hace más y más grande, como si las historias narradas lo dotasen de un poder divino. Mientras tanto, una enredadera se abre paso por la ventana, sin pedir permiso, para escuchar el resto del relato mientras su color verde vida invade el celeste de las paredes, que rememoran a esa improvisada casaca alternativa con la que Diego nos regaló el gol más lindo de la historia de los mundiales, contra Inglaterra, en los cuartos del ‘86.
Ella cuenta que los altares empezaron cuando Diego se fue, pero, en realidad, todo había empezado mucho tiempo antes. “Aunque nunca lo conocí, yo fui maradoniana de toda la vida”, relata con la mirada en la ventana, sosteniendo una taza de café que lo tiene a Diego, brazos en alto, celebrando el pitido final de aquella inolvidable victoria 3 a 2 contra Alemania que significó la concreción de su sueño más deseado.
“En el mundial ‘86, mi abuelo, que era fan de Diego, tenía un altar suyo, que le había hecho con una foto del diario, que había puesto arriba de un mueble en donde él le ponía ponía pastel de papa, chocotorta, un pedacito de empanada, un vaso de vino y todo lo necesario para que Diego jugara bien y rindiera en el mundial”, relata entre risas. En aquel entonces, Verónica vio en la televisión a un petizo “cocorito”, como decía su abuela, que se abría paso entre los piratas ingleses con la bandera argentina refulgente en el pecho y el número 10 pegado en la espalda. En ese momento, tan fugaz y repentino como los once segundos que duró esa “corrida memorable”, esa “jugada de todos los tiempos”, ella, como muchos, se enamoró. Pero no fue solo por la hazaña deportiva que observaba, sino también por el sorprendente parecido que Diego, a sus 25 años, tenía con Santiago, su padre, quien tenía esa misma edad cuando la abrazó por última vez, a sus 3 años de edad.
Verónica es hija de desaparecidos. Sus padres, Santiago Sánchez Viamonte y Cecilia Eguía Benavídez, militaban en el Partido Comunista Marxista Leninista (PCML) hasta el 24 de octubre de 1977, cuando fueron secuestrados por su forma de pensar por un grupo de cobardes armados, que obedecían al terrorismo de Estado de la sangrienta dictadura cívico militar. Desde ese entonces, Verónica fue criada, junto con su hermanita, por sus dos abuelos, Alberto Sanchez Viamonte y Herenia Martínez, quien, desde 1978, marcha ininterrumpidamente exigiendo memoria, verdad y justicia como una de las Madres de Plaza de Mayo.
Con un nudo en la garganta, ella recuerda que conoció a su padre gracias a los relatos de los socios del La Plata Rugby Club, institución que lo tuvo a su abuelo, “El vasco”, como vicepresidente y a su padre, “El chueco”, como una de las grandes glorias del rugby platense. “Mi viejo era crack… En esa época era, posta, el mejor jugador. De hecho, hoy en día sale un buen jugador de La Plata y lo comparan con mi viejo”, cuenta orgullosa. Ella es un fiel reflejo de su padre. Arquitecta y deportista nata, reivindica con pasión un gen que comparten su padre y su “profeta irreverente”: ponerle el pecho a las balas y siempre ir al frente contra la adversidad.
“Cuando tenía 12 años, en el mundial de 1986, lo vi a Maradona y tuve como un enamoramiento de Diego, que me encantaba por eso que tenía para jugar que sacaba el pecho y se llevaba a todos puestos. Y en ese momento, como que hice una transferencia con mi papá, no sé qué hice, y yo, cuando lo ví a Diego, lo ví a mi viejo”, explica Viamonte, suponiendo que suena como una loca, pero sabiendo, con certeza, que no es la única persona que experimentó algo similar con Maradona.
“Lo mío era Diego con el fútbol y Diego con la gente porque para mí Diego es mucho más que fútbol. Para mí, Diego es Diego porque hizo todo lo otro”, reflexiona y recuerda a Maradona cuando, en 2005, dijo presente en la contra cumbre al Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), o cuando organizó un partido de fútbol en un baldío, a contramano de la dirigencia del Napoli, para poder costearle una operación a un joven napolitano, o cuando intentó armar el sindicato de futbolistas para hacerle frente a las injusticias de la FIFA, o cuando hizo tantas, pero tantas acciones desinteresadas por el bien de los demás.
“Diego siempre fue político. Él se entendía como parte de un colectivo. Un tipo que era único en su especie, un deportista que es la élite, que sos vos y nadie más, que el mundo está creado para que pienses que sos vos y nadie más, que sos Dios… Y él nunca se creyó Dios, nunca jamás, él no se entendía solo. Siempre se entendió como parte de un colectivo y eso, para mí, es un acto de amor absoluto”, expresa Viamonte, con los ojos vidriosos, mirando una estampita del oriundo de Villa Fiorito.
A pesar del profundo amor que Verónica siente hacia la figura de Maradona, a veces se sorprende cuando ve las incomprensibles muestras de cariño que reciben, de parte de los fieles, algunos de sus altares. Cuenta que en el que tiene frente a su casa, que según ella le funciona de “testigo” de la relación entre Diego y el pueblo, la gente viene y le reza, además de dejarle ofrendas como flores, piedritas y velas encendidas. Pero también pasan cosas que, según ella, son “raras y alucinantes”: “Una vez, acá enfrente, un cartonero se sacó una zapatilla, la dejó y se fue con un pie sí y un pie no. ¡Un tipo que no tiene nada dejó una zapatilla!”.
Por primera vez en el día, el Sol entra por la ventana del taller e ilumina una reja de alambre en la que yacen, coloridas, decenas de flores de plástico que aguardan el momento en que Verónica las elija para formar parte de un nuevo altar, que acompañarán a uno de tantos Diegos en quién sabe dónde, y que permanecerá allí por quién sabe cuánto. “Yo lo tenía que hacer. Tenía que transformar esa angustia en algo. Y esto es, en parte, mi manera de decirle ‘estamos acá’. No se la pude decir en persona, como hubiera querido, pero se la digo ahora, a través de mis altares”, soslaya.
Verónica está orgullosa de su trabajo, pero también está angustiada. Ahora está en medio de una mudanza y la nostalgia de abandonar su taller se suma a la falta de atención que merece su página para vender lo necesario para seguir haciendo más altares. Sin embargo, jamás agacha la cabeza. Ella sabe que esto recién empieza y que donde quiera que vaya tendrá su lugar para fabricar sus altares maradonianos. “Yo lo voy a hacer toda la vida, mientras pueda… Y cuando ya no pueda, será tarea de alguien más. Esto es medio una apuesta a ver qué pasa, a ver si la gente se lo termina apropiando, ver qué pasa con Diego…”
- ¿Es como una posta?
- Prefiero creer que es como una semilla. Yo la planto. Después le tocará a alguien más hacerla crecer.