No es un diamante, ni una esmeralda ni un zafiro, pero en un laboratorio de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) hay una “gema” producto de más de una década de investigación: es un prototipo de celda solar, una pieza de un centímetro cuadrado que convierte luz en electricidad. Por ahora, es un modelo de investigación, pero podría escalarse para fabricarla en serie e integrar paneles para su uso en el espacio (en satélites) o para proporcionar energía en Tierra.
“Los paneles del [satélite argentino] SAC-D los armó el Departamento de Energía Solar de la CNEA después de muchos años de desarrollar la tecnología, pero lo hizo con celdas importadas –cuenta la física Marcela Barrera, doctora en Ciencias y Tecnología, e investigadora del Conicet en la Unidad Ejecutora del Instituto de Nanociencia y Nanotecnología de la CNEA–. Con este proyecto quisimos ir más atrás; o sea, hacer nosotros las celdas solares desde cero a partir de los llamados semiconductores III-V (de arseniuro de galio)”.
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Hace más de 20 años, la CNEA y la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae) suscribieron un convenio para diseñar, fabricar y ensayar paneles fotovoltaicos de ingeniería y de vuelo para las misiones previstas en el Plan Espacial Nacional; en particular, para las misiones Aquarius/SAC-D, SAOCOM 1A y 1B y SABIA-Mar. Poco después, Barrera empezó a estudiar el tema ya desde su tesis doctoral, pero con sustratos proporcionados por grupos españoles con los que mantenía colaboraciones. Durante la pandemia, como no se podía ir a trabajar a los laboratorios, contactó al Grupo Dispositivos y
Sensores del Centro Atómico Bariloche, que cuenta con el equipo para hacer el depósito de materiales semiconductores necesarios para fabricar las celdas, y a colaboradores del Departamento de Micro y Nano Tecnología del Centro Atómico Constituyentes para comenzar las pruebas.
“Estos desarrollos están protegidos por patentes y secreto industrial –explica Barrera–. La ‘receta’ para fabricarlos no se encuentra buscando en Internet. Nosotros nos propusimos tanto hacer el dispositivo, como lograr mejoras para aumentar la eficiencia, incluir innovaciones, porque si no, no se puede competir”.
Según explica la científica, la primera etapa es lograr que funcione. “Después de mucho trabajo, hicimos la primera prueba de fabricación, medimos ¡y anduvo! Lo que tenemos por delante de ahora en más son mejoras de los procesos y optimización”, agrega.
La conversión de luz solar en electricidad es una propiedad de ciertos materiales llamados “semiconductores” [que, según las circunstancias, pueden permitir el paso de la corriente, o actuar como aislantes, impidiendo su paso].
Para usos espaciales, además de ser eficientes, los materiales deben ser estables en el tiempo y resistentes a la radiación. También es importante conocer cuál es el espectro de la luz que les llegará. “Si estoy en la Tierra, el dispositivo va a tener que reunir ciertas propiedades y en el espacio, otras”, destaca la investigadora.
En un artículo que se publicó en la revista Ciencia e Investigación (publicada por la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias), Barrera y su colega, Hernán Socolovsky, explican que una celda solar convencional es básicamente un “diodo” [componente electrónico de dos terminales que permite la circulación de la corriente eléctrica en un solo sentido]. Posee un contacto frontal, que es una grilla metálica que cubre en forma parcial la superficie para que la luz solar incida directamente sobre el semiconductor, mientras que el contacto posterior cubre toda el área. Además presenta una película antirreflectante que tiene la finalidad de aumentar la radiación solar absorbida.
El material más utilizado en la producción de celdas solares es el silicio, pero también se fabrican con otros de acuerdo con los usos que se pretenda darles. Para aplicaciones espaciales son especialmente aptas las que se arman con varias capas de distintos semiconductores, que les confieren mayor eficiencia, lo que hace posible utilizar paneles solares de menor tamaño para una determinada potencia. Esto permite que sean más livianos, un dato no menor si se tiene en cuenta el elevado costo de cada kg que se pone en órbita.
Por otro lado, las celdas solares, a diferencia de cualquier otro dispositivo electrónico que viaja en un satélite, quedan directamente expuestas al ambiente espacial. Esto implica que van a recibir una mayor cuota de radiación, y deben sobrevivir al impacto permanente de protones, electrones y otras partículas provenientes del Sol. También recibirán una dosis de radiación ultravioleta mucho mayor que la que llega a la superficie de la Tierra.
Además, estarán sometidas a grandes amplitudes térmicas, con registros cercanos a los 100° C cuando atraviesan la cara iluminada del planeta y valores cercanos a -100° C cuando ingresan en la parte que está de noche. Esto significa que están sujetas a un continuo ciclo de dilatación-contracción. Un satélite de órbitas bajas experimenta 16 de estos ciclos por día, lo que en una misión de cinco años implica cerca de 30.000 ciclos térmicos.
Por último, durante el lanzamiento, tanto la celda como el panel en su conjunto deberán soportar violentas ondas vibratorias y presiones acústicas.
Los científicos validaron su prototipo de acuerdo con parámetros internacionales para poder comparar los resultados con los de otros países en una “sala limpia” clase 10.000; es decir, que además de mantenerse con temperatura y humedad controladas, no pueden tener más de 10.000 partículas que no superen el medio micrón de diámetro por pie cúbico de aire. “Medimos lo que se llama la ‘curva corriente-tensión’ –detalla Barrera–, que en una celda solar tiene una forma particular que se llama ‘curva del diodo’. Es la caracterización más importante”.
El mercado de celdas solares está dominado por un puñado de países, con China muy lejos del resto, y sus precios oscilan entre cientos y miles de dólares cada una, de modo que paneles como los del SAC-D, compuesto por 3000 de estas piezas, pueden alcanzar precios del orden de los millones de dólares.
Para avanzar en este programa, los científicos necesitan tanto recursos humanos como económicos. “Este desarrollo es patentable y puede utilizarse en el espacio y aquí, en la Tierra, para centrales de energía o dispositivos electrónicos –dice Barrera–. Abre un abanico de posibilidades”.