Una turbulenta deriva intelectual arrastró a Lu Ciccia desde la biotecnología a la epistemología y los estudios de género. Formada en el rigor del pensamiento científico, que pensaba ejercitar en la exploración de desórdenes mentales y el proceso de la memoria y el aprendizaje, se desencantó del trabajo “de mesada” y hoy embiste contra las inconsistencias subyacentes en muchos de los argumentos que se esgrimen cuando se intenta desentrañar el enigma de la creación de nuestra identidad de género, y sus bases biológicas, genéticas, culturales, sociales.
En su libro de reciente publicación La invención de los sexos. Cómo la ciencia puso el binarismo en nuestros cerebros y cómo los feminismos pueden ayudarnos a salir de ahí (Siglo XXI Editores), Ciccia ataca las nociones aceptadas de qué significa ser varón o mujer, se pregunta si tienen sexo los cerebros, y refuta la presunta oposición naturaleza-cultura al tiempo que invita a desandar la idea de “vínculo causal entre genitalidad e identidad, entre identidad y rol, entre rol y sexualidad, entre sexo y género, entre biología y conducta, entre cerebro y mente”.
–¿Qué te llevó desde la biotecnología a los estudios de género?
–Al mismo tiempo que estudiaba biotecnología, yo militaba en el Hospital Borda, en una organización civil llamada Cooperanza, donde se encuentran internados varones que fueron diagnosticados con algún tipo de psicosis. Cuando me gradué, como me gustaba mucho el cerebro y me interesaba el proceso de la memoria y el aprendizaje, decidí hacer un doctorado en neurociencias en el Laboratorio de Fisiología del Sistema Nervioso de la Facultad de Medicina de la UBA. Lo que hacía era investigar el rol de un receptor del cerebro que estaba vinculado con la flexibilidad cognitiva; es decir, cómo nos adaptamos a los cambios que suceden en el ambiente. Se dice que esta capacidad está deteriorada o disminuida en personas que tienen algún tipo de psicosis, como las diagnosticadas con esquizofrenia. Todo eso estaba vinculado con mi interés en investigar en el ámbito de la salud mental desde la biología. Pero me fui dando cuenta de que la investigación no era lo que creía. Una piensa que va a tener ideas, y va a descubrir cosas y todos los días van a ser diferentes, y en realidad termina haciendo un trabajo súper rutinario de sistematización de experimentos, metodología, repetición, repetición, repetición. Y eso que de alguna manera me desencantó de la narrativa de la ciencia me llevó también a ser crítica con otras cuestiones que proponía.
–¿Cómo cuáles?
–Por ejemplo, la idea biologicista de que la esquizofrenia se debe a una predisposición genética. Yo trabajaba con pacientes psiquiátricos y lo que veía era que, la tuvieran o no, estaban sometidos a determinadas condiciones sociales y económicas, caminaban descalzos, no tenían comida, estaban solos… Estaba roto el tejido social. Sentía que debía hacer una retribución por la educación pública que había recibido y no lo estaba haciendo. Veía que el camino de esa ciencia básica conducía a algún tipo de psicofármaco como la solución principal, y esa claramente no era la realidad del Borda.
–¿Pusiste en tela de juicio que la biología fuera la causa de trastornos mentales?
–Cuando me recibí era super biologicista (se ríe), creía que la biología lo explicaba todo. Pero hubo una segunda razón para que entrara en crisis: hacía experimentos de conducta en ratones y me dijeron que solo usara machos, porque las hembras solo se utilizaban para producir camadas experimentales para evitar variables vinculadas con la fluctuación hormonal. Y yo decía "pero si vengo de una carrera en la que me dicen que hay dos tipos de biología y también dos tipos de cerebro, y estamos descubriendo lo que hace un receptor en el cerebro, entonces tenemos que estudiarlo en el del macho y en el de la hembra”. O sea, que eso no era reducir complejidad, sino introducir un sesgo, una mala práctica, porque no se llegaba al mismo resultado con menos pasos, sino que se omitía otro resultado. Había que ver si las fluctuaciones hormonales implicaban una respuesta diferente o si el hecho de que haya otro cerebro para las hembras tenía como consecuencia que el receptor pudiera tener una función diferente. Y esto, sumado a que la esquizofrenia es más prevalente en varones, y la explicación de las neurociencias es que se debe al tipo del cerebro del varón. Entonces, ¿por qué se omitían las hembras? Teníamos un doble problema: la conclusión de que había una causalidad biológica y la omisión de la diferencia sexual. Así fue como empecé a preguntarme si efectivamente había o no “dos cerebros”.
–¿Por qué te pareció inaceptable la tesis de cerebros diferentes para distintos géneros?
–En salud mental, cuando un trastorno es más frecuente en cis-mujeres [aquellas que se identifican con el género que les es asignado al nacer] que en cis-varones [o viceversa] se lo justifica por diferencias en su cerebro (por ejemplo, la depresión, que se da más en las mujeres). Pero cuando me puse a profundizar en lo que se decía de los dos cerebros, el discurso predominante sostenía que el cerebro del varón, del cis-varón, era el optimizado para hacer buena ciencia. O sea que yo caía en una doble contradicción, porque en tanto persona asignada mujer al nacer, no tenía un cerebro hecho para hacer buena ciencia o, en tal caso, tenía que dar cuenta de una masculinización cerebral. Porque en sentido simbólico, lo femenino no está hecho para la ciencia, sino para el trabajo de cuidado y doméstico. O sea, que veía actualizado en el discurso neurocientífico, ahora en clave molecular, este anacronismo decimonónico.
Fueron dos premisas en paralelo las que me desalentaron. La del dimorfismo sexual (es decir, la idea de dos tipos de cerebro, uno de los cuales estaba jerarquizado, porque el del cisvarón valía más que el de la cis-mujer. Y la de la causalidad biológica para explicar la salud mental. Eso hizo que mis intereses cambiaran. Me dije que no podía seguir en las neurociencias. Es más: tuve un pico de estrés, terminé con licencia psiquiátrica. ¡Estuve fatal, se me cayó el mundo abajo! Sentí que estaba reproduciendo la injusticia social y encima en papel de subordinada, porque en ese marco mi cerebro valía menos y sólo estaba capacitada para las tareas infravaloradas en nuestras culturas androcéntricas.
–¿Cómo lo resolviste?
–Decidí cambiar mi proyecto y hacer una crítica al discurso neurocientífico acerca de la diferencia sexual. Por supuesto, tomando como herramienta los estudios de género a los que no tenía ningún acercamiento institucional. Pero conocí el trabajo de Paul Preciado, que es un español que publicó su tesis doctoral (Testo yonki), y me partió la cabeza. Preciado hacía un link con Foucault, las relaciones de género y la interpretación de los cuerpos, y la producción de conocimiento en torno de nuestra subjetividad, y lo que el sociólogo Nikila Rose llama la “molecularización de nuestra subjetividad”. Cómo las tecnologías hacen que cambiemos nuestra forma de ver el mundo y nuestro sentido del placer. Entonces, vinculé neurociencia con estudios de género. Diana Maffía, una referente de la epistemología feminista, y Diana Pérez, lo mismo en la filosofía de la mente, me abrazaron, me ayudaron a reescribir el proyecto y lo terminé en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. El libro es una lectura general de la diferencia sexual en la que sigo el admirable trabajo hecho por las “neurofeministas” anglosajonas, y quizás en algún punto me alejo de ellas, porque interpreto que siguen reproduciendo la causalidad biológica en su interpretación de los estados mentales.
–En tu texto decís que no hay que reducir la mente al cerebro. ¿Dónde reside la mente?
–Suscribo a corrientes que abonan a la idea de “mente corporizada y inactiva”. Es decir, que la mente es nuestro cuerpo en el mundo. Claro que es necesario el cerebro para tener mente, pero ¿es suficiente? Diría que no, porque el aprendizaje perceptivo sensoriomotor y, para mí, incluso intelectual es con todo el cuerpo, en interacción con otras y con nuestro entorno. La idea de la mente reducida a un único órgano viene de las ciencias androcéntricas y positivistas. El cerebro no explica estados mentales complejos que en nuestra especie suponen intencionalidad, algo que refleja de manera brillante el trabajo de Diana Pérez. Un caso concreto es la depresión. ¿Podemos decir que hay una correlación entre serotonina y depresión? Sí, aunque no en todos los casos. Ahora, ¿podemos decir que basta con que una persona tenga niveles bajos de serotonina para describir su estado mental, su emocionalidad? Evidentemente, no, y (siguiendo a Diana Pérez) para explicarlo siempre vamos a recurrir a verbos psicológicos, que exceden el dato biológico por más exhaustivo que sea. No sólo la mente no se reduce al cerebro, sino tampoco a nuestro organismo. No hay ningún dato biológico que contenga estados mentales complejos. Por supuesto, esto no significa que la mente sea una cosa y el cuerpo otra. No estamos en el dualismo cartesiano, sino que en esta complejidad no podemos reducir la mente a un órgano o sistema de órganos. ¿Adónde ubicamos el deseo, en qué estructura del cerebro? ¿En qué sinapsis? Yo no acepto esa lectura mecanicista, androcéntrica y que se desarrolla en Europa, en las sociedades preindustriales para intervenir y manipular la naturaleza y los cuerpos con el fin de maximizar la producción. Obvio que para un grupo privilegiado (que es el de los cis-varones, blancos, adultos, propietarios, occidentales, heterosexuales). Me sumo a las corrientes poscognitivistas que hablan de la cognición no como un estado interno, sino de la cognición como una interacción de mi cuerpo con el mundo. Con un cerebro en un frasco, desde mi perspectiva, nunca vas a emular un estado mental, por más estímulos que le pongas. Necesitamos nuestra corporalidad que nos "hace" en y con el mundo.
–¿Es decir que la mente surgiría de una interrelación muy íntima entre el cerebro y los órganos?
–Yo propongo hablar de sincronización. Es todo junto y al mismo tiempo. No es primero un estado biológico y después el estado mental… Porque pensarlo así respaldaría la idea de causa-efecto. Y en realidad hay un todo complejo funcionando y en esa sincronía podemos describir un estado mental. No podemos sustraer partes porque el todo es diferente.
–¿No está descartada desde hace tiempo la idea de la superioridad del cerebro masculino?
–No lo está desde el discurso neurocientífico predominante, que critico, ya que sugiere que, en efecto, las diferencias en el estadio fetal prenatal, dadas por las concentraciones de testosterona, masculinizarían el cerebro de las personas con pene. Y esa masculinización daría cuenta de dos tipos de cerebro que estarían preparados para diferentes habilidades cognitivas, conductuales. Es decir, todes podríamos hacer todo, pero los cerebros de las personas con pene harían mejor unas cosas y los de las personas con vulva, otras.
Es esta idea de dimorfismo sexual cerebral, o lo que yo llamo “neodimorfismo”. Porque ahora se suaviza el discurso diciendo que no hay dos tipos radicalmente diferentes, pero se habla de diferencias promedio. O sea, habría dos tipos, pero no se diferenciarían de manera tajante. Para el discurso predominante, hay variantes, pero se las considera excepciones. Lo que hago en el libro es analizar cómo se van actualizando estos sesgos desde el siglo XVII hasta hoy, ahora en clave molecular. Aunque hoy no son lineales, ya no se dice que el cerebro de las cis-mujeres es inferior, sino que está optimizado para tareas como la comunicación verbal. Eso sigue un hilo conductor que viene del siglo 19, cuando nos decían que como la cis-mujer era una incapacitada para la fuerza física y para el razonamiento, no le quedaba otra arma que la palabra. Eso ahora nos lo encontramos como fluidez verbal, pero ya antes se justificaba la inferioridad mental de la cio mujer sobre la base de ciertas apreciaciones comportamentales y apriorismos biológicos que de ninguna manera pueden dar cuenta de una naturaleza, sino de patrones de conducta vinculados con los roles sociales que nos asignaban en ese momento y que después vamos a llamar “roles de género”.
–Otra de las discusiones todavía abiertas de la biología es la de naturaleza vs. cultura (en inglés, nature vs nurture). ¿Qué tiene más importancia en nuestra personalidad, los rasgos heredados o las experiencias?
–Por definición, la dicotomía, como bien explica Diana Maffía, es excluyente, o es una cosa o la otra, y además, es exhaustiva, porque no existe nada más que esas dos categorías. Un sistema de valores dicotómico es propio del sujeto androcéntrico, que lo desarrolla en la modernidad y opone naturaleza a cultura para situar del lado de la naturaleza a todos los animales no humanos, incluida la cis-mujer, y del lado de la cultura, al cis-varón como sinónimo de civilización, razonalidad (no, racionalidad, que es otra cosa) y superioridad. Entonces, dado que esa dicotomía siempre estuvo sexualizada y jerarquizada, es imposible no verla con ojo crítico y cuestionarnos si realmente existe tal cosa como “naturaleza o cultura”. Hay una corriente de investigadoras (sobre todo la epistemóloga Donna Haraway) que tratan de trascender la dicotomía entre naturaleza y cultura, entre lo humano y lo tecnológico. De alguna manera, todas las personas somos tecnológicas y toda la naturaleza es cultura desde el momento mismo de su interpretación y, como muestro en el libro, en un sentido literal: incorporamos cultura en un sentido biológico. Mi opinión personal es que no hay biología que sea natural, no existe algo por fuera de las prácticas sociales, ni siquiera en la etapa prenatal.
El proceso de gestación está atravesado por lo social. No hay tal cosa como una “naturaleza humana”. Nuestra biología expresa normativas culturales. Nuestra cultura contiene lo que llamamos naturaleza. Nuestra supuesta naturaleza está atravesada por nuestra cultura. Y por supuesto por las normativas de género desde que somos procesos en gestación, de una manera históricamente heredada en términos sociales y culturales. Solo podríamos pensar como condicionantes biológicos algunas características propias de la especie, como por ejemplo que no volamos, y tenemos que dormir y comer. Pero aún así, como discutimos con Diana Pérez en nuestro seminario de Filosofía de la Psiquiatría, hay personas que violan esta normativa haciendo huelga de hambre o no durmiendo. No podemos volar, pero hicimos aviones y no somos anormales por eso (bromea). Lo que hay son condiciones de posibilidad sobre la base de ciertas verdades biológicas.
–En un momento en que desde la medicina se intenta incluir una perspectiva de género para analizar las diferencias de presentación de las patologías y el efecto de fármacos, por qué decís que “la categoría sexo se vuelve de poca fiabilidad diagnóstica”?
–A primera vista suena como que niego la materialidad del cuerpo. Sin embargo, analicé mucho la producción de conocimiento biomédico, no solo del ámbito de las neurociencias sino también de otras áreas, como la cardiología, donde suele decirse que los síntomas propios de las cis-mujeres son diferentes de los que experimentan los cis-varones. En la farmacología, cuando vemos que los fármacos tienen diferentes velocidades de metabolización, se concluye que es debido al sexo. Y el sexo se entiende como este componente cromosómico, hormonal, gonadal y genital, que no se circunscribe a la reproducción, sino que implicaría toda una serie de diferencias en otros órganos y sistema fisiológicos. Esto daría cuenta de una manera diferente de enfermar y explicaría las diferentes prevalencias, cómo se desarrolla la enfermedad e incluso los tratamientos posibles. Pero si el infarto suele manifestarse en los cis-varones con dolor de pecho y del brazo izquierdo, no se explica necesariamente por el sexo. El género se expresa en lo biológico, pero se pasan por alto otros parámetros igualmente relevantes, como prácticas sociales generizadas y que impactan en la cardiología. Entonces, estas diferencias que se observan puede ser explicadas por otros factores, como por ejemplo el tipo de consumo de frutas y verduras, por hábitos como el tabaquismo, la frecuencia con que se hace actividad física e incluso las ocupaciones (como la tarea doméstica). Todo eso en el ámbito clínico se considera periférico y lo central es el sexo. Una multiplicidad de estudios explican estas diferencias con otros factores, como el peso y la altura. Hay cis-varones más bajos que las cis-mujeres, aunque en promedio son más altos. Pero si agrupamos por cis-varones y cis-mujeres estamos introduciendo un sesgo, porque si la diferencia se da por la altura, tenemos que desarrollar otro criterio de agrupación: personas altas y bajas. ¿Por qué es tan importante como clasificación la genitalidad? Porque se la asocia con un discurso que hace una lectura jerárquica de los cuerpos. Si queremos saber si hay o no factores biológicos involucrados, vayamos a las variables simples, midamos hormonas. El sexo es una categoría amplia y ese término “paraguas” termina impidiendo desagregar las variables que realmente pueden tener relevancia clínica. En el libro doy ejemplos de esto.
–También decís que “la lectura molecular de los cuerpos muestra polimorfismos por doquier”. ¿Qué significa?
–A través de los siglos, el discurso científico acerca de la diferencia sexual usó todo el aparato tecnológico, incluso la descripción molecular, para abonar esta idea de dimorfismo sexual (dos sexos). Pero, paradójicamente, cuanto más avanzamos en esa comprensión molecular, encontramos heterogeneidad entre cis-varones, por un lado, cis-mujeres, por otro, y puntos en común entre ambas categorías. La lectura molecular, en vez de respaldar que hay dos tipos sobre la base de una genitalidad externa, muestra que hay mucha amplitud, variadas formas de composición cromosómica, variabilidad de las concentraciones de las llamadas hormonas sexuales, variaciones gonadales… Y una genitalidad externa que no es tajantemente dimórfica, ya que hay muchos tamaños de clítoris y penes. Cuanto más profundizamos en lo molecular, más polimorfismo. En términos cerebrales es inválida la categorización binaria, es tanta la variabilidad que es imposible dar cuenta de una población de acuerdo con dos sexos o categorías. Y esto no es porque haya una multiplicidad de sexos. Hay una multiplicidad de variables en torno de lo que llamamos sexo. Entonces, esta idea de polimorfismo es muchas formas en clave molecular, mucha variabilidad.
–¿Y dentro de esa variedad, cumplen algún papel los genes?
–Sí, claramente. Ahora, ¿los genes vinculados con los cromosomas sexuales dan origen a dos formas? No. Los vinculados con los cromosomas sexuales no necesariamente dan cuenta de otras diferencias que no sea la producción de esperma y de ovocitos. Y en segundo lugar, los genes no nos determinan en el sentido estricto de la palabra, porque esto sería abonar una lectura genocéntrica, que fue abandonada hace algo más de 30 años, por lo que se llama “el giro epigenético”. La epigénesis viene a decirnos que no somos nuestros genes, sino cómo se regulan [en interacción con el ambiente]; cuáles se van a expresar, cuáles no y en qué medida. Y eso genera sistemas fisiológicos dinámicos que pueden cambiar a lo largo de la vida. Esa plasticidad es lo que nos caracteriza como especie, la capacidad de incorporar experiencia. Entonces, claro que están los genes y claro que influyen, nos predisponen a una condición material que incluyen la diferenciación de tejidos, pero no nos determinan fisiológicamente.
–¿Desde tu punto de vista, existe algún período en el que se define la identidad de género?
–Mi postura es que no. Eso es parte del discurso científico predominante e incluso del de algunos feminismos. Ahí hay un vacío epistemológico. ¿Cómo se salta de los cromosomas sexuales para producir esperma a esta diferenciación cerebral que genera la identidad de género? La identidad de género es relacional, no es un dato natural. Es un proceso que se da a través de nuestra trayectoria vital. Si me preguntas si hay algún período crítico en el que se da una suerte de establecimiento de sinapsis que a través de la memoria dieran cuenta de una identidad de género aprendida, pero permanente e irreversible, también diría “no”. Si me dijeran que a los tres meses, a los tres años, a los cinco años, se define la identidad del género, también lo negaría. Eso es un reduccionismo que plantea que la identidad de género con la que se vive una persona es de una vez y para siempre. Desde mi subjetividad propia y de muchas colegas, vivimos una identidad de género con la cual nos identificamos, pero de ninguna manera consideramos que sea irreversible, de una vez y para siempre, y que la tuvimos durante toda la vida. La vamos aprendiendo. Propongo esta narrativa, la de criticar los esencialismos para entender nuestra subjetividad.
–¿Qué quisieras que se llevara el/la lector/lectora de este trabajo?
–Hay algo que me parece fundamental: escribir como una persona lesbiana, no quiere decir criticar a las personas heterosexuales. No considero que para hacer la revolución tenemos que considerarnos parte de la comunidad LGBTI. Lo que discuto es cómo entendemos lo que somos. Me da igual cómo se enuncia una persona: cis, trans, no binarie, pansexual, bisexual, asexual… No comparto la postura de que nuestra identidad de género y/o nuestra sexualidad es prenatal y se fija en un periodo crítico del desarrollo. Creo que esta interpretación tan arraigada es parte de un sistema de valores androcéntrico que legitima una lectura jerárquica de los cuerpos, porque estamos legitimando una causalidad biológica para explicarnos. Y esa causalidad, como desarrollo en el libro, es la que estuvo siempre jerarquizada. Si hay más personas con vulva que se identifican como mujeres y heterosexuales, eso no va a dar cuenta de una conexión causal. No es que la genitalidad externa explica causalmente el género. Lo que hay es una conexión estadística. ¿Qué quiere decir? Que es frecuente que una persona con vulva se identifique como mujer heterosexual. Pero esa frecuencia no es una verdad biológica, sino que está dada por las normativas de género. Ese corrimiento entre conexión causal y conexión estadística es lo que me gustaría que sí quede. Lo importante es cómo entendemos esa correlación. Y eso implica tanto a las cispersonas como a las transpersonas, a las heterosexuales como a las de la diversidad sexual. Todes estamos atravesades por la normativa de género, y vivirnos en cierta identidad en el actual contexto no nos hace oprimir a otras o reproducir valores androcéntricos. Lo que lleva a eso es una interpretación esencialista de la identidad y la sexualidad.