Javier Milei se jugó un pleno creyendo que sabía de antemano cuál era el caballo ganador. En su cortejo a Donald Trump y la oligarquía de Silicon Valley, que tiene como máximo exponente al supermillonario nazi Elon Musk, les dio más que lo que ellos pedían. Ofrendó la política exterior del país a Washington y a la internacional de ultraderecha. Renunció al BRICS, se propone dinamitar el Mercosur, boicotea a la CELAC, todo por apostar a una alianza incondicional con la Casa Blanca. Hasta que un día, una noticia cambia el mundo.
El viernes pasado fue uno de esos días. La empresa china DeepSeek lanzó un modelo de inteligencia artificial tan avanzado como los de las principales corporaciones de Estados Unidos, que se suponía llevaban una ventaja considerable en esta carrera tecnológica, que tiene varios años. Pero no solo eso: la novedad consistió en que podía alcanzar resultados similares a un costo entre veinte y cincuenta veces más bajo y con un software de código abierto, lo que permite que cualquier empresa mediana pueda replicarlo para entrenar su propia IA.
Los inversores huyeron en estampida de las grandes empresas tecnológicas yanquis. Por primera vez en la historia se destruyó un billón de dólares de valor financiero en 24 horas. Fue una piña en la nariz de los CEOs más ricos del planeta que sonreían en primera fila durante la asunción de Trump. También para el presidente, que había prometido invertir 500 mil millones de dólares para que OpenAI encabezara la conquista de la próxima revolución tecnológica. A OpenAI entrenar un modelo le sale 100 millones. A DeepSeek menos de seis millones.
Las consecuencias van más allá. Fue, también, una herida en el orgullo narcisista de un imperio en decadencia. La primera reacción de algunos expertos norteamericanos fue denunciar un engaño. Nunca concibieron que China pudiera hacer avances significativos en un área que creían controlada, y así fue como la noticia los encontró con la guardia baja. En pocas horas, DeepSeek superó a las apps tradicionales en los ránkings de descargas. Antes de que terminara el fin de semana ya había llegado a las tapas de los diarios.
Lo novedoso no es que China esté adelantando a Estados Unidos en materia de desarrollo tecnológico. Beijing ya ganó la carrera del 5G, que Washington abandonó por no poder presentar competencia. La industria china de autos eléctricos es imbatible. Ahora está desembarcando en una Europa que, ante las amenazas de Trump, comienza a mirar con otros ojos a oriente. El lunes por primera vez Volkswagen abrió la puerta a capitales de ese origen para darle oxígeno a la maltrecha industria automotriz alemana, otrora el corazón industrial del continente.
Ese proceso ya tiene un par de décadas y en el último lustro se consolidó la posición de la potencia emergente. Lo que comienza a mostrar fisuras cada vez menos disimulables es el relato que imperó por décadas en occidente. Durante todo ese tiempo Estados Unidos basó su supremacía en el supuesto de una superioridad económica, militar y tecnológica, pero también en lo que respecta al bienestar de la sociedad y a las libertades individuales de los ciudadanos. Cada vez más gente comienza a preguntarse si eso se corrobora.
Lo que China pone en crisis es, a fin de cuentas, el corazón del argumento popularizado por Margaret Thatcher y que recorrió intacto medio siglo de neoliberalismo: “no hay alternativa”. Si existe un país que está obteniendo resultados que para los manuales de occidente tendían la categoría de milagroso pero haciendo exactamente lo contrario que los economistas de Chicago, del FMI o de la Unión Europea dicen que hay que hacer entonces no solamente hay una alternativa sino que, a todas luces, parece superadora.
¿Cómo hizo China para sacar a cientos de millones de personas de la pobreza, desarrollar en pocas décadas la infraestructura más avanzada del planeta, ponerse a la cabeza en la investigación de ciencia y tecnología y al mismo tiempo abrir su economía no sólo para adaptarse a la globalización sino para, cuando llegue el momento, conducirla? Organizar la economía desde un Estado sumamente eficiente y orientado estratégicamente a la búsqueda del desarrollo nacional en lugar de hacerlo alrededor del derecho a la acumulación infinita de una oligarquía. Plata hay.
El sistema chino no es un sistema ideal. Ni siquiera es un sistema exportable a otros lugares del planeta, porque está construido sobre las bases de una cultura milenaria. Mientras nosotros los vemos venir, ellos están volviendo. Lo importante es que cada vez más gente se entere de que no es necesario resignarse a trabajar doce horas por día para hacer más ricos a los que ya son ricos. Hay otras maneras de hacer las cosas. Cada país debería ser libre y soberano para encontrar la adecuada para sus características y la voluntad de su pueblo.