La Navidad es uno de esos escasos instantes en que la humanidad confluye en una celebración común que supera diferencias de nacionalidades, credos y culturas. Ocurre que la religión es solo uno de los elementos que le da sustento. Tal vez ni siquiera el predominante.
Es más, según estudiosos del tema, sus orígenes son anteriores, incluso, a sus connotaciones sagradas. Parecería resultado de una amalgama de tradiciones que se remontan a fiestas paganas y fueron sazonadas a lo largo de los siglos con historias mágicas que se difundieron a través de relatos orales y, más cerca en el tiempo, de narraciones en diarios, revistas, libros, radio y películas, que hoy desembocan en un feriado reconocido alrededor del globo, pero que no viene de ningún lugar en particular, sostiene Judith Flanders en Christmas, a biography, (St Martin’s Press, Nueva York, 2017).
Son innumerables las curiosidades que rodean esta celebración. Dado que los Evangelios no fijan la fecha precisa del nacimiento de Cristo, sino solo el lugar, según Flanders, en la Biblia se menciona en las narraciones de Lucas y Mateo. “Pero las fechas de nacimiento tenían poco significado para la iglesia temprana –escribe–: lo importante era el día del bautismo que, desde el siglo segundo, se fijó en el 6 de enero. Ese día se habría producido la ‘Epifania’, una palabra griega que significa ‘manifestación’, y que indica la fecha en que la divinidad de Cristo fue revelada al ser humano y, por lo menos entre los cristianos egipcios, se entendió como su día de bautismo”.
Así, son múltiples las interpretaciones a que dan lugar las huellas históricas del surgimiento de la Navidad. Hay quienes sostienen que deriva de fiestas romanas anteriores; y otros, que más bien fue la Navidad cristiana la que las hizo nacer.
De acuerdo con la primera hipótesis, la elección del 25 de diciembre se debe a celebraciones mediterráneas relacionadas con el solsticio de invierno en el Hemisferio Norte (el día más corto del año cuando se adoptó el calendario juliano), principalmente las Saturnalias, introducidas en el siglo III a.C. en honor a Saturno, dios de la agricultura. Se festejaban en el Foro Romano con un banquete seguido de intercambio de regalos. Era el final de la cosecha, cuando se almacenaban los alimentos, el trabajo cesaba, los comercios se cerraban, se entregaban velas, y prevalecían los juegos, la comida y la bebida. Para el poeta Catulo, eran “el mejor de los días”.
Estas festividades habrían sido adaptadas por los cristianos en el siglo III para facilitar la conversión de los pueblos paganos, que no querían renunciar a sus tradiciones. “Lo que puede decirse con certeza de la tradición cristiana hasta la Edad Media es que muchos eventos eclesiásticos tenían que ver menos con la liturgia religiosa que con el entretenimiento –escribe Flanders–. Hacia el Siglo XI, en Francia, se colgaba una estrella sobre el altar como parte de una obra teatral sobre la Epifanía que se incorporó a la misa, y durante la que se interpretaba la historia de los magos, Herodes y la Masacre de los Inocentes”.
Fragmento del ballet El Cascanueces, un clásico de Navidad, interpretado por la bailarina argentina Marianela Nuñez, que este año fue elegida nuevamente la mejor del Reino Unido
Aparentemente, la primera mención de un banquete de Navidad dataría del 379, en Constantinopla. Esta costumbre habría llegado a Egipto en el siglo V. Pero otras líneas historiográficas sugieren que los cristianos ya celebraban el nacimiento de Cristo antes de la institución de las Saturnalias, y en otras fechas del año, como el 25 de marzo. Otras fuentes mencionan que el 25 de diciembre no figura con el nombre de “día de Navidad” hasta el siglo IX, y que las fiestas paganas se habrían instaurado como reacción a la expansión del cristianismo a mediados del siglo IV.
¿Y de dónde provienen los elementos que asociamos con este evento? Aparentemente, los petardos son reminiscencia de los excesos más salvajes de la antigua Roma. Las antorchas y las velas pertenecerían a la tradición noruega: eran símbolos del fuego y de la luz que aliviaban del frío y de las tinieblas en el invierno boreal.
Los villancicos habrían surgido en los primeros siglos del segundo milenio, en el norte de Europa. El muérdago era una planta sagrada para los druidas, sacerdotes de los antiguos galos y celtas, que los vikingos colgaban en el exterior de sus viviendas como señal de paz y bienvenida para sus huéspedes. Papa Noel sería una curiosa evolución de San Nicolás, patrón de los niños.
Según escribió Olivia B. Waxman hace unos años en la revista Time, la aparición de los árboles de Navidad como símbolo de estas fiestas también está rodeada de mitos. Uno de ellos atribuye a Martín Lutero, que catalizó el protestantismo, la idea de que los pinos representaban la bondad de Dios. Otra creencia popular del siglo XV afirmaba que San Bonifacio había frustrado un sacrificio humano pagano debajo de un roble que, al cortarlo, dio lugar a un abeto cuyas ramas representaban la verdad eterna de Cristo.
Pero los orígenes reales de los árboles de Navidad parecen tener sus raíces en la Alemania actual durante la Edad Media, en 1419, cuando un gremio de Friburgo habría colocado un árbol decorado con manzanas, obleas de pasta de harina, oropel y pan de jengibre. Se cree que el mercado de árboles de Navidad más antiguo estuvo en Estrasburgo, Alsacia (que en ese entonces era parte de Renania, pero ahora pertenece a Francia). Flanders dice que el "primer árbol de interior decorado" con rosas, manzanas, obleas y otros dulces de que se tenga registro data de 1605 y de esa ciudad. Por esos tiempos, la demanda de pinos era tan alta que en 1530 las ordenanzas en toda la región limitaban el uso de un árbol para cada hogar. Según la misma autora, la imagen de un árbol de Navidad decorado con regalos debajo se originó en un grabado de la reina Victoria, el príncipe Alberto y sus hijos reunidos y mirando los paquetes que se publicó en el Illustrated London News en 1848.
De allí en más, los árboles de Navidad (o sus réplicas) se multiplicaron, se agigantaron, ocuparon plazas y grandes espacios públicos, a veces reproducidos como grandes conos de lucecitas de colores, hasta que… aparecieron los símiles de polivinilo en todos los tamaños, hasta miniaturas de escritorio. Ni siquiera estos objetos icónicos escapan a las controversias ambientales: por el creciente problema que presenta la profusión de objetos de plástico, los consumidores conscientes están pidiendo que se fabriquen versiones biodegradables.
Mientras tanto, está visto que, aunque los cuentos maravillosos ya no resistan los embates de la racionalidad a la luz del conocimiento científico y la humanidad esté transitando una época en la que ejerce su dominio sobre la naturaleza en escala planetaria, desentrañó el misterioso zoológico subatómico y envía naves robóticas a los confines del Sistema Solar, vivimos en una época en la que los misterios se hacen cada vez más inasibles. Nos preguntamos qué es estar consciente, si es posible prolongar la vida o si existen múltiples universos, y al tiempo que somos cada vez más poderosos, como dice Rodolfo Gil en Los cuentos de hadas: historia mágica del hombre (Salvat, Navarra 1985), nos sentimos cada vez más minúsculos.
En ese cosmos cada día más inasible, estos cuentos maravillosos, sobrenaturales, siguen siendo un patrimonio común que nos une y calma nuestra angustia frente a los misterios del mundo.