¿Cómo se vuelve de esto? Es una pregunta que de modo recurrente asoma en nuestro país, cada vez que los cimientos políticos, sociales y culturales son sacudidos por los vientos “refundacionales” que de modo periódico ponen en acción las fuerzas conservadoras. Pocas veces como en esta ocasión la imaginación sobre la respuesta recorre un arco tan extendido y un interrogante tan profundo sobre nuestro futuro.
Ciertamente, en este tipo de coyunturas la respuesta luce siempre condicionada por el peso de la historia y por los datos de la realidad que habilitan algún anclaje en la historia, alguna forma de continuidad capaz de generar cierto nexo de sentido entre el presente y el futuro. Por eso la reflexión política acude al pasado para construir un fundamento de previsibilidad sobre el presente y el futuro. Y es así como se ordena la mirada en torno al “futuro del peronismo”, a la cuestión de las relaciones entre el estado y el mercado o a la inserción argentina en la región y en el mundo. En esta materia el “viraje” actual de la Argentina tiene más interrogantes que respuestas sólidas. El actual elenco gobernante ha adoptado un particular estilo para abordar estas cuestiones: es el de la imaginación política sin límites. Basta el discurso oficial para establecer un “nuevo mundo”, un nuevo modo de plantear la cuestión argentina.
Su rasgo central es el desapego por el trasfondo histórico de nuestra existencia como nación independiente: la Argentina de los últimos cincuenta años “ha vivido equivocada”: hemos sucumbido a un error histórico respecto de nuestro ser nacional, lo que nos hizo perder viabilidad como nación. Como ocurre de modo recurrente, el foco de la interpretación apunta a la cuestión del estado, a la existencia de un “virus estatista” que ha impedido al país vivir en la realidad y la ha compelido a permanecer en una “ilusión populista” que la condena al atraso y a la decadencia. Hay un ejercicio periodístico-historiográfico que valdría la pena activar: es el de volver a traer al centro de la escena la discursividad de los golpes de estado y de la supresión de la vida democrática en nuestro país a lo largo del último siglo de nuestra historia. El de volver a leer las proclamas cívico-militares de los golpistas de 1930, 1955, 1962, 1976, así como los documentos de los economistas e intelectuales del establishment a lo largo de las últimas décadas: en todos se respira el mismo aire melancólico y derrotista respecto del país y sus posibilidades: en todos sobrevuela la idea de que el carácter “fallido” de nuestra república está asociado al “populismo” y al estatismo. Sin embargo, el país ha sido gobernado por esa interpretación histórica durante la mayor parte del tiempo, sin que esos intérpretes de la nación pudieran llevarnos a ningún sitio de estabilidad y progreso colectivo como el que enunciaban. Sería muy bueno -si el ruido mediático y las miradas simplificadoras e interesadas no lo estorbaran- hacer un balance de estas experiencias, de la “libertadora”, de las profecías de Alsogaray, de la magia económica de Cavallo, todas las cuales nos propusieron caminos más o menos idénticos a los que hoy proclaman Sturzenegger, Caputo y compañía. Todas esas experiencias se presentaron de modo parecido: todas terminaron en el fracaso del país y en el sufrimiento de la mayoría de sus habitantes.
La experiencia actual tiene sus particularidades. El tono delirante en el que se enuncian, la ilegal insolencia con la que se manipulan los datos económicos y, no en último lugar, el modo provocador e insultante con el que se comunican le dan a esta experiencia un colorido particular. Ni siquiera se ahorra el recurso a falsificar los datos de la economía desde el que se fabrica una pseudo realidad de “superación de la crisis” y se crean expectativas para tiempos futuros que, como siempre ocurre, nunca llegan.
Claro que un falseamiento sistemático de la realidad como el que ejerce el gobierno de Milei no puede modificar la realidad. Claro que la población vive y sufre en carne propia un grave despojo. Que es material y además moral porque además de empeorar las condiciones de vida popular inocula la práctica de la mentira. Y de una mentira que es la más dañina de todas: la de aquella que no está en condiciones de mostrar ninguna relación con la realidad, la de aquella que día a día es negada por la realidad.
Lo más grave es que el problema no se circunscribe a la práctica estatal del ocultamiento y del falseamiento de la realidad en que vivimos. Existe una fuerte presión en dirección a ocultar y silenciar las disidencias, se emplea el insulto y la mentira para silenciar y ocultar voces disidentes. Por supuesto que esto se da, además, en un contexto de visible debilidad de las fuerzas de la oposición, que suelen creer que el silencio y la complicidad es una buena manera de sobrellevar el chubasco. ¿Cómo es posible que, en este contexto, la principal fuerza opositora, el peronismo, siga enfrascado en sus disensos internos, que no aparezcan iniciativas confluyentes en la dirección de marcar un límite a esta situación?
Por supuesto que no se sale de esta situación con apelaciones vagas a la unidad o exhortaciones para construir un programa común. Hace falta lo más difícil de conseguir, que es la disposición a confluir desde la diversidad. Y se trata de una confluencia no formal sino de un compromiso a construir un dispositivo muy amplio de unidad en torno a pocas cuestiones, a las demandas más urgentes y a todas aquellas que permitan defender los derechos sociales de la mayoría de los habitantes. Está muy claro que la unidad del peronismo es la ruta a construir en esta etapa. No es, claro, el amontonamiento de sellos sin representatividad. Es, en primer lugar, la reunificación de lo que estuvo unido durante gran parte de los últimos años y fue el factor principal de los principales logros del proceso político abierto en el año 2003. La convocatoria de la unidad tiene que ser amplia y generosa. Y al mismo tiempo tiene que tener muy claras sus propuestas. No será la agitación del recuerdo de experiencias pasadas -por exitosas que hayan sido- la que atraerá la confianza popular: ésta se jugará en el día a día de la lucha política.
El año que comienza inaugura una etapa de discusión política en la que, como pocas veces, estará en juego la posibilidad de construir una brújula para recuperarnos del grave retroceso sufrido -que no empezó exclusivamente con el gobierno de derecha actual-.