No es necesario ser un científico avezado para advertir que nuestro cerebro se desarrolla y envejece condicionado tanto por su bagaje genético como por el ambiente al que se expone. Y mientras algunos se mantienen jóvenes y vitales hasta edades muy avanzadas, otros decaen antes. Otra forma de interpretarlo sería que la “edad cerebral” de estos últimos es mayor que la que le correspondería de acuerdo con el calendario. Algunos de los factores que influyen en su “envejecimiento”, como la interacción social, la demanda cognitiva y ciertas patologías, se conocen bien. Pero un trabajo que acaba de publicarse en la revista Nature Medicine aplicando técnicas de inteligencia artificial (“aprendizaje profundo” o deep learning) en grandes bases de datos de resonancia magnética y electroencefalogramas (EEG) intenta ofrecer más precisiones (Brain clocks capture diversity and disparities in aging and dementia across geographically diverse populations). De acuerdo con esta investigación, que firma una colaboración internacional de 70 autores, otros como la contaminación y las desigualdades económicas o de acceso a la salud influyen en el “tic tac” de nuestro “reloj cerebral”; especialmente en el envejecimiento y la demencia.
El trabajo, liderado por el neurocientífico argentino Agustín Ibáñez, que dirige el Instituto BrainLat, de la Universidad Adolfo Ibáñez (Chile) y el grupo de Predictive Brain Health Modeling [algo así como “Modelado Predictivo de Salud Cerebral”] del Global Brain Health Institute (GBHI, Instituto Global de Salud Cerebral, con sede en California e Irlanda), y cuyos primeros autores son otro argentino, Sebastián Moguilner, físico graduado en el Instituto Balseiro y doctorado en la Universidad de Cuyo, actualmente con una beca de investigación en Harvard, y Sandra Báez, de la Universidad de los Andes, en Bogotá, Colombia, se propuso cuantificar las diferencias en la edad del cerebro entre individuos sanos y aquellos con afecciones neurodegenerativas, como deterioro cognitivo leve, enfermedad de Alzheimer y degeneración del lóbulo frontotemporal, y encontró que las poblaciones de países con mayores desigualdades (en particular, los de América latina comparados con los del Norte global) presentaron edades cerebrales más avanzadas. Una de sus conclusiones más preocupantes es que la desigualdad socioeconómica estructural, la contaminación del aire, y la carga de enfermedades transmisibles y no transmisibles son predictores importantes de mayores diferencias en la edad cerebral, especialmente en los países más desfavorecidos.
“Vengo trabajando en cómo desarrollar modelos no universales, que contemplen esta información asociada al desgaste del entorno, porque el cerebro es un órgano que depende del ambiente, del ‘exposoma’ –explica Ibáñez–. Me voy a poner un poquito filosófico: en el fondo esto tiene que ver con cómo conceptualizamos el tiempo, que desde la antigüedad se piensa más o menos de dos formas: como algo mecánico, repetitivo, que tiene una duración fija en cualquier lugar, o como [un proceso de] desgaste, que es distinto según dónde uno esté. Este es el punto crucial para mí de por qué hay que estudiar estos ‘relojes cerebrales’, porque son una ventana al tiempo entrópico [relativo al desorden de un sistema]. Nuestros ‘relojes cerebrales’ miden la entropía del tiempo. Sería algo así como estimar la duración de un cubito de hielo. Si uno tuviese condiciones estables, constantes, siempre duraría lo mismo. Ése el reloj mecánico. Ahora, si se lo expone a cambios en la temperatura y el ambiente, se irá derritiendo más rápido o más lento. Lo que nosotros hacemos es calcular la desviación entre ese tiempo mecánico, universal [el que marca el calendario] versus el tiempo biológico del cerebro que está sujeto a desgaste”.
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Los investigadores que integran BrainLat, como Moguilner, están intentando utilizar modelos de inteligencia artificial (IA) para predecir distintas enfermedades neurológicas. Se trata de entrenar algoritmos con las edades cronológicas de los sujetos, ver cómo las predicciones de la inteligencia artificial cambian si estos tienen patologías como deterioro cognitivo leve o demencia frontotemporal y compararlos versus sujetos sanos, analizando si son hombres o mujeres, si la edad cerebral coincide con la cronológica, y de dónde provienen.
“Es algo que está teniendo mucha relevancia en este momento porque es de enorme utilidad –dice Sandra Báez, recientemente regresada a Colombia después de pasar un año en el Trinity College Dublin–. Los vínculos [que establecemos con este sistema de IA] nos permiten hacer una estimación de la diferencia entre la edad cronológica del individuo, y la de su cerebro. Estos sistemas se emplean para estudiar trastornos neurocognitivos, enfermedades neurodegenerativas, pero hasta el momento no se habían aplicado a estudiar cómo otros factores asociados con la diversidad y la disparidad pueden afectar la edad del cerebro. Eso fue lo que quisimos hacer. Comparar los relojes cerebrales entre participantes de Latinoamérica y el Norte global en un grupo de más de 5000 participantes de 15 países. Incluimos controles sanos y pacientes con enfermedad de Alzheimer, con demencia frontotemporal y también con deterioro cognitivo leve para tener un continuo de diferentes trastornos y estudiar cómo la edad cerebral puede estar vinculada con factores externos. Y encontramos que la contaminación o la inequidad estructural son predictores de la edad cerebral en Latinoamérica. Es decir, que las personas de nuestra región tienen un envejecimiento cerebral acelerado vinculado con factores como el ambiente y la desigualdad”.
Para llegar a estas conclusiones, alimentaron con neuroimágenes de esas personas los modelos de IA que “aprenden” de las interacciones [cerebrales] de alto orden, algoritmos que computan un número altísimo de las mismas. “Lo primero que logramos es un sistema que predice la edad cronológica con bastante precisión –afirma Ibáñez–. Después, estimamos la diferencia entre la edad cronológica y la edad esperada del cerebro de acuerdo con el modelo previo. Así podemos medir la brecha (gap, en inglés), que puede ser de aceleramiento (cuando el cerebro está más viejo de lo que correspondería a su edad, su “tic tac” es más rápido) o de retraso, cuando el cerebro está más joven de lo esperado”. El rango promedio de aceleramiento del reloj cerebral en América latina fue de cinco años.
También encontraron que la inequidad de género predice el envejecimiento cerebral acelerado en las mujeres. “Hay que hilar mucho más fino, pero seguramente esto tiene que ver con las dificultades en el acceso a la salud y a la educación”, afirma Báez.
¿Cómo calculan la edad cerebral? “Uno provee al modelo con imágenes de entrenamiento, en particular de cómo está conectado el cerebro –explica Moguilner–. Usamos unas técnicas que se llaman de ‘conectividad funcional’, tanto en resonancia magnética como en EEG. La máquina va aprendiendo qué patrón de conectividad corresponde a qué edad. Luego, le damos un nuevo patrón de conectividad, pero no le decimos a la computadora que edad tiene, tiene que predecirla. Y lo que vimos fue que las predicciones indicaban una edad mayor cuando estos sujetos eran de países con mayor disparidad”.
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Éste no es un estudio poblacional, sino probabilístico. Sin embargo, los científicos lo consideran sólido porque analizaron datos de dos tipos de técnicas (resonancia magnética funcional y electroencefalografía) y ambas arrojaron los mismos resultados. “Tenemos una doble validación cruzada: entrenamos un modelo y testeamos con datos totalmente diferentes, y los dos nos dan lo mismo”, aclara Ibáñez.
El investigador también descarta que el estudio tenga sesgos debidos a la diferente calidad de los equipos de neuroimágenes empleados en cada país, a que la población puede no ser representativa, o a que los grupos de pacientes y controles tengan diferencias significativas. “Todo esto lo abordamos –aclara–. Mostramos que el uso de diferentes equipos no tenía ninguna asociación con la modulación de los relojes que fuimos encontrando, no había vínculos con la edad cerebral (por ejemplo, a mayor calidad de los equipos, más juventud). Además controlamos por género y nivel educativo. Estos son modelos probabilísticos, establecen la probabilidad de que un sujeto tenga un cerebro más viejo o más joven, y luego hacemos análisis específicos para ver cómo estos gaps están asociados con diferentes predictores”.
Los datos que utilizaron provienen de estudios compartidos por la red BrainLat, otros son de un consorcio llamado EuroLab y otros, de bases de datos de libre acceso. Los sujetos tenían un rango de edad entre 20 y 80 años, con una proporción similar entre hombres y mujeres.
Acerca de los indicadores utilizados, Ibáñez admite que todos tienen debilidades. El de calidad de aire que emplearon es el de la OMS, que estima la cantidad de material particulado de más de 2,5 micrómetros a partir de datos de monitoreo terrestre, modelos atmosféricos y observaciones satelitales, incluso en áreas no monitoreadas desde el terreno.
De acuerdo con Andrea Pineda Rojas, investigadora adjunta del Conicet en el Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera, tanto la OMS como las comunidades de sensores de bajo costo y las de imágenes satelitales están tratando de que esos datos puedan complementar los de las estaciones de referencia sobre contaminación ambiental. Los datos satelitales permiten estimar concentraciones de contaminantes en toda la columna de aire y luego se usan métodos para inferir el valor en superficie (a la altura de las personas), que es lo que respiramos.
Para estimar desigualdad estructural emplearon el coeficiente de Gini [que mide la concentración en la distribución de los ingresos entre la población].
Algunos científicos son críticos de este tipo de trabajos porque cuando el cerebro envejece, su superficie se atrofia y cambia, de modo que con las técnicas disponibles para estudiarlo, se pierden las referencias de a qué región se le está asignando la señal que se registra. El problema, según comentan, es “cómo se construyen las redes funcionales cerebrales (que son utilizadas para luego predecir la edad cerebral del individuo). Aducen que esas redes sufren de un problema insoluble: para definir qué zona del cerebro se conecta con otra, se usa un umbral de correlación entre la actividades de 100 zonas elegidas. Pero resulta que el más informativo, el que revela mejor todas las conexiones, es al mismo tiempo el más variable. Esto limita seriamente el uso de estas redes cerebrales para comparar entre grupos e introduce variabilidad. Por otro lado, son trabajos muy difíciles de replicar.
Los autores aclaran que éste es un estudio piloto que después necesitará de validación clínica. “Es un análisis de la potencialidad de estas medidas para que en el futuro puedan ser utilizadas en el diagnóstico”, dice Moguilner. Y agrega Báez: “Todavía hay un salto grande entre los resultados de nuestro estudio y la posibilidad de aplicar esto a nivel individual. De hecho, una de las posibilidades a largo plazo es usar estos índices personalizados para predecir el riesgo que tienes de sufrir una enfermedad neurodegenerativa de acuerdo con índices estructurales de dónde viviste, de las características del país en el que estás”.
“Para mí, es importante mostrar que el exposoma, básicamente la desigualdad social y estructural, tanto como las disparidades de salud, y las enfermedades comunicables y no comunicables que tienen una asociación directa con los niveles de desigualdad de los países, no solo impactan en la salud general, sino también en el aceleramiento cerebral –concluye Ibáñez–. Con buenas políticas públicas podríamos detener el aceleramiento cerebral de las personas más vulnerables. Ésta es una medida de carga acumulada. El año que viene esperamos ya tener procesados datos de la genética de estos sujetos y vamos a poder ver cómo la carga genética también modula estos relojes. Todos estos datos recaen sobre una sola medida, que es como un scoring y puede ser muy informativa para crear modelos de riesgo y de prevención. Estamos empezando a hacer ahora otros relojes, de metilación [una modificación química del ADN a medida que las células se dividen], para ver relojes epigenéticos y ya tenemos unos resultados espectaculares. Y queremos desarrollar una medida de todo el cerebro, pero dado que en ciertos individuos ciertas áreas del cerebro van a envejecer más rápido que otras, en lugar de un promedio general, podríamos medir múltiples relojes diferentes asociados con distintas redes cerebrales para ver si eso nos permite distinguir diferentes patologías. La red BrainLat está explotando después de casi seis años de juntar y juntar y juntar datos”.