En las antiguas rocas de lo que hoy es un desierto amarronado, pero que en tiempos ancestrales debe haber sido un estuario fértil como para sustentar una fauna diversa, un equipo multidisciplinario e internacional descubrió los restos fósiles de una nueva especie de dinosaurio que vivió hace 69 millones de años, antes de que alguna causa todavía misteriosa apagara el larguísimo imperio de los grandes saurios que dominaron la Tierra. Fue en el norte de Chubut, en la misma área donde se descubrieron hace unas cuatro décadas los restos de Carnotaurus. El nuevo ejemplar, que pertenece a la misma familia, fue bautizado con las voces de raíces tehuelches Koleken inakayali. La primera significa “que viene de arcillas y agua”, en referencia a los sedimentos en los que quedaron enterrados sus restos, y la segunda rinde homenaje al cacique “Inakayal”.
“Lo encontramos poco antes de la pandemia, en un lugar donde había algunos huesos en la superficie, como la falange de la uña de un pie, lo que ya nos indicó que se trataba de un carnívoro –cuenta Diego Pol, investigador del Conicet en el Museo Argentino de Ciencias Naturales y primer autor del trabajo, que se publica en la revista británica Cladistics–. Algún tiempo después, cuando se reactivó el proyecto y empezamos la excavación, nos dimos cuenta de que en realidad era una concreción donde se había preservado la mitad posterior del esqueleto articulado, lo que nos indica que el animal probablemente murió y fue arrastrado hacia lo que era una costa tipo estuario donde quedó sepultado”.
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Justamente, la parte que se conservó (las patas completas) de alguna manera complementa lo que se conocía del Carnotaurus, cuyas patas traseras prácticamente no se conocen. “Y en este caso, si bien no tenemos el cráneo entero, encontramos varios huesos que se fueron desarticulando cuando el animal quedó enterrado y, entre ellos, los del techo craneano, la parte de arriba, que nos muestra que, a diferencia de aquel, no tenía cuernos”, agrega Pol.
El Koleken también es más pequeño: mide unos cinco metros de largo, en comparación con su primo, de unos siete y medio, pero era un animal que no había terminado de crecer, tendría unos seis o siete años, por lo que quizás podría haber llegado al tamaño de Carnotaurus.
El ejemplar hallado en esta oportunidad suma otro integrante al álbum familiar de los carnívoros de la Patagonia, los abelisáuridos, de los que ya se conocen seis o siete especies. “Son un montón, es la familia de carnívoros más exitosa del Hemisferio sur –subraya Pol–. Acá, en África y en la India fueron los dominantes desde hace más o menos cien millones de años hasta la extinción (hace 66 millones). Es decir, que durante más de 30 millones de años fueron ‘los’ carnívoros de esta parte del planeta”.
“El ejemplar de Carnotaurus está mucho más completo –explica Fernando Novas, también investigador del Conicet en el MACN, y coautor de este trabajo–. Conserva el cráneo articulado, las mandíbulas, la serie cervical, las vértebras del lomo, las costillas… El esqueleto está prácticamente completo, con excepción de algunos elementos de la pata, incluidos los pies. Eso no lo tenemos. Y el extremo de la cola. Quiere decir que el nuevo dinosaurio aporta datos novedosos. Tiene menos huesos que Carnotaurus, pero aún así pueden ser comparados y nos permiten justificar que estamos frente a un nuevo integrante de la familia, un nuevo carnívoro que convivió con aquél hace unos 69 millones de años.
Es decir, Carnotaurus puede haber sido el rey de los carnívoros para ese momento en la Patagonia central, pero no era el único: lo tenía a este primo compartiendo los paisajes de aquel momento. Del mismo modo en que hoy en las planicies africanas un león compite por sus presas con un leopardo, un chita y otros carnívoros adversarios, también los abelisáuridos compartían el ambiente con numerosos grupos de herbívoros: los saurópodos, los titanosaurios, de cuello y cola largos, cuadrúpedos, que los hubo del tamaño de un elefante y hasta formas descomunales, como el Patagotitan. Y convivían además hadrosaurios, que eran dinosaurios con pico de pato, de los que se supone que andaban tanto de manera cuadrupedal como bipedal y fueron muy abundantes en América del Norte, pero también llegaron hasta estas tierras. También fueron descubiertos en las mismas rocas que el Carnotaurus y que este nuevo representante restos de anquilosaurios herbívoros con el cuerpo cubierto de un escudo como para defenderse de las dentelladas de los depredadores. Seguramente, los abelisáuridos deben haber incorporado en su dieta aquellas presas que les permitían derribarlas. Así como un león no va a capturar a un elefante macho adulto, sino que consumirá los juveniles, o los individuos enfermos o moribundos, lo mismo habría ocurrido en la Patagonia con estos dinosaurios depredadores”.
Lo que se surge del análisis de la anatomía del Koleken es que eran animales veloces con una cola rígida. “Los estudios de biomecánica sugieren que eran capaces de desarrollar altas velocidades, sobre todo en línea recta –destaca Pol–, por lo que deben haber sido cazadores activos. Las manos eran muy pequeñas, pero muy fuertes. Y tenían una mordida poderosa”.
El pequeño tamaño de sus manos y brazos es algo que intriga a los paleontólogos. “El más antiguo de los abelisaurios que encontramos fue en Chubut y tiene 170 millones de años, es del Jurásico; o sea, que data de casi 100 millones de años antes que éste –explica Pol–. Ya en esas especies se observa que la mano no tiene funciones de depredación. Y con el correr de la evolución incluso fueron reduciendo el tamaño de los miembros anteriores. Para cuando llega el Cretácico, tienen bracitos diminutos. Al perder las garras y reducir sus manos dejaron de tener la función de capturar la presa, de depredación, como en otros carnívoros. Entonces, probablemente dejaron de utilizarlas para comer. Muchas veces, si a lo largo de la evolución algo no se usa, se va reduciendo e incluso se pierde. Pero en este caso, lo interesante es que a pesar de que los brazos son cortitos, las articulaciones muestran que eran muy móviles, y también se observan inserciones de músculos bien desarrolladas. O sea, que podían moverlos mucho, no eran completamente inútiles. No se sabe muy bien cuál puede haber sido la función. Se descarta que los usaran para alimentarse, pueden haberlos utilizado para la comunicación visual, para atraer al sexo opuesto… Es uno de los rasgos más llamativos de esta familia”.
Del aspecto exterior, se sabe que el cráneo de los abelisaurios tiene siempre una superficie muy rugosa, como con tubérculos, algo que normalmente se presenta acompañado por estructuras duras o escamas bien protuberantes, como sucede en los cocodrilos. “De Carnotaurus hay impresiones de piel que muestran que eran de diferentes tamaños –agrega Pol–. Lo que sí nos permite asegurar es que no tenían plumaje, eran bien bien ‘reptilianos’”.
La trascendencia del hallazgo radica en que aporta una nueva pieza al rompecabezas de este grupo de depredadores, cuya primera especie la dieron a conocer precisamente paleontólogos argentinos. “Fue en 1985, en un trabajo encabezado por el célebre José Bonaparte –recuerda Novas, que participó en aquel hallazgo–. En ese momento, tuvimos la suerte de describir al primer abelisaurio, que dio pie a bautizar a la familia entera, el Abelisaurus comahuensis. Ese animal fue el primer representante de esta agrupación conocido en el mundo. Ya en ese trabajo pudimos probar con Bonaparte que sus parientes más próximos eran unos documentados en la India, unos restos fósiles cuyas relaciones de parentesco no se entendían. El hallazgo del Abelisaurus comahuensis, con su cráneo en gran parte completo, fue algo así como una piedra de Rosetta que permitió ir entendiendo que la evolución de los dinosaurios del Hemisferio sur, del llamado super continente de Gondwana, había seguido carriles evolutivos diferentes de los que habitaban la masa continental del norte, conocida como Laurasia. Aquí, los que predominaron no fueron tiranosaurios y velociraptores, comunes en lo que hoy es América del Norte y Asia, sino otras criaturas. Y los abelisaurios fueron de los más abundantes y más diversos. No sabemos bien cuál fue el motivo de la desaparición, si bien se sospecha del impacto de un meteorito que habría causado trastornos ecológicos en todo el planeta. Esperamos en el futuro descubrir más fósiles, más próximos al momento en que impactó el meteorito, hace 66 millones de años, y tener datos novedosos de qué fue lo que ocurrió con los ecosistemas de los continentes del Sur en el momento de la extinción de los dinosaurios”.
El hallazgo de Koleken inakayali integra una serie de la que se van a publicar otros en el transcurso del año. Estos descubrimientos se producen dentro de un proyecto financiado por la National Geographic Society en el que participan más de 70 investigadores del Conicet en diferentes especialidades de la paleontología. “Hay botánicos, otros que estudian invertebrados, flora, geólogos, todos tratando de entender cómo fue el fin de la era de los dinosaurios. Intervienen más de 12 institutos. Vamos a estar trabajando en rocas de esa época para documentar cómo fueron los últimos millones de años del imperio de los dinosaurios”, concluye Pol.
Es un proyecto conjunto entre el Museo Paleontológico Egidio Feruglio, el Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia, la Fundación Félix Azara, y la Universidad Nacional de Río Negro, y fue publicado por investigadores del Conicet junto con colaboradores de otros países. Además de Pol y Novas, el equipo de investigación incluye a Mattia Antonio Baiano (del Conicet, Museo Ernesto Bachmann, Universidad Nacional de Rio Negro), David Černý (de la Universidad de Chicago), Ignacio Cerda (CONICET-IIPG, UNRN) y Michael Pittman (de la Universidad China de Hong Kong).