Tras las imágenes que en el video veo, escribo en mi libreta: “Hasta el más mínimo gesto, por insignificante que parezca, es la ratificación de la única voluntad que nos debiera guiar: la de vencer”. ¿Cuánto tiempo se puede mantener la voluntad de vencer? ¿Quinientos, mil años? ¿Acaso es una cuestión de tiempo? Y si así fuera ¿no sería, acaso, el tiempo necesario para que madurara un proyecto de poder?
Estas dos cuestiones, la del gesto mínimo que hace a la condición de resistir, como la del encuadre de todo gesto resistente en una perspectiva de poder, fueron puestas de relieve por la Marcha del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir.
Dicen que son treinta y seis naciones. Dicen que son treinta y seis naciones que habitan aquello que la mayoría conoce como Argentina. Dicen que son treinta y seis naciones sometidas a una limpieza étnica para que Argentina fuera como es. Dicen que tienen sus propias culturas, sus lenguas, sus onomatopeyas, sus nombres. Dicen que sus territorios ancestrales y sus lugares sagrados son eso: suyos. Dicen que tienen sus medicinas, sus médicas y médicos y sus propios conceptos de salud. Dicen que sus muertos les pertenecen y que no aceptan que los despojos yazgan en museos ni vitrinas. Dicen -porque para decir hay que decirlo todo- que en sus comunidades y en los territorios que todavía habitan hay machos y patriarcas que violan y someten a sus compañeras, a sus hijas, a sus sobrinas y hasta a sus nietas; como los blancos y, tal vez, para no ser menos que estos que son sus genocidas. Dicen también que hay jóvenes, mujeres y hombres, que se espejan en los ojos de Rafael Nahuel. Dicen que la megaminería, el extractivismo, la degradación de las fuentes de agua potable, la tala de bosques nativos, la depredación de la vida en el mar, el consumismo de la sociedad capitalista, la polución ambiental de la sociedad capitalista, la explotación y la opresión de la sociedad capitalista y la mierda toda de la sociedad capitalista, nada tienen que ver con el buen vivir.
Dicen esto, todo esto y aun sus silencios lo dicen, las mujeres indígenas que, “bajo la bendición” de la lluvia torrencial que venía desde el Este, les calaba los huesos al momento de llegar, este 22 de mayo, a la Santa María de los Buenos Ayres gobernada por el negacionismo de los protofascistas ante la pandemia. Querían llegar ahí, ritualizar ahí, en la ciudad “donde Dios atiende”, el origen de todos los virus y de todas las pandemias. Por eso llevaron sus medicinas, para ofrendarlas en ese altar de lo público, en ese altar del común que es la plaza. Sin proponérselo -porque, vamos, no es que su resistencia, su gesto resistente comenzó ahora ni hace unos años- reactualizaron ese otro gesto de aquellas mujeres, las del Pañuelo Blanco quienes, también sin proponérselo, abrieron camino al feminismo joven, popular y revolucionario que hoy campea en todas las plazas de este atribulado país. Ocurre que las mujeres en movimiento, originarias y no originarias, vienen escribiendo la Historia a contrapelo del patriarcado, esto es, sin ánimo de figurar pero siendo ellas.
Vuelvo a las imágenes del video. La cámara recorre un semicírculo formado por mujeres. Algunas portan Whipalas, otras las Wenufoye mapuche, casi todas visten sus atavíos ancestrales. El audio, por si el registro del video fuese confuso, no deja dudas: llueve y a baldes, mientras la silueta del edificio del Congreso se empeña en dibujarse a través del aguacero. Moira Millán, esa weichafe mapuche que es tan capaz de destacarse por su palabra firme y templada como por su escritura rotunda y bella, empuña un megáfono. Dice que han llegado allí tras dos meses de caminata. Dice que el terricidio tiene que ser declarado delito de lesa naturaleza y lesa humanidad. Dice que están hartas de tanto odio misógino y racista. Dice que la pandemia ha proliferado por la forma de vivir de esta matriz civilizatoria. Dice que se han largado a caminar porque son palabras vivas ante tanta muerte. Dice que el virus de la Covid es terrible pero que hay virus más letales como el del odio, el de la mezquindad y el del egoísmo. Dice que mientras debatían si entrar o no a la ciudad recibieron la noticia de que una niña de 7 años, de la comunidad indígena Tapiete, en Salta, había sido violada. Moira Millán no lo dice pero, en ese exacto momento, la lluvia pertinaz lava las lágrimas de varias y varios protagonistas del ritual en la plaza.
Hablan luego las mujeres del semicírculo. Algunas son blancas; el color de su piel no desmiente, antes bien reafirma, el carácter indómito de su presencia feminista y la sororidad que las embarga. Todas ellas, sin distinción de orígenes ni pieles, son pocas, pero la imagen las multiplica por millares y millares a lo largo de siglos y siglos. Cuando la última pronuncia su saludo Millán toma el megáfono. Dice Moira que ahí están para parar el terricidio y aún no termina de decir que están ahí porque luchan por un Estado Plurinacional cuando, de todas aquellas gargantas, al unísono, brota un solo grito, gutural, estridente, agudo y muy femenino: es un grito de resistencia que, en aquella soledad de la plaza y bajo el aguacero implacable, no puede ser sino un grito de poder popular.
La imagen que muestra la cámara, conmueve. Hay abrazos. Hay sonrisas. Es el momento de mayor intensidad de la lluvia y un pibito, que está mirando la escena en la Patagonia recóndita, a través de la pantalla de una compu, dice: “Hasta el cielo se emocionó”.
No era para menos.
(*) Secretario de Comunicación de la CTA de los Trabajadores