No deben sorprender las reacciones adversas que genera toda reforma laboral que implique mayores derechos, porque cada vez que los sectores empresarios se refieren a ese tema lo hacen justamente para erradicar los existentes a los que califican de excesivos y contrarios al desarrollo productivo del país.
¿Un camino sólo de vuelta?
Los cambios que se operan en el mundo del trabajo exigen contrastarlos con la normativa existente, para establecer en qué medida es apta para regularlos e introducir, en su caso, las modificaciones que fueren menester.
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Se trata de una máxima a la que recurrentemente apelan los sectores empresariales, para dar cuenta de un supuesto tipo de obsolescencia de la legislación del trabajo y la consecuente necesidad de reformarla.
El énfasis se pone en la dinámica de los procesos productivos de bienes y servicios, las nuevas tecnologías que le imprimen un ritmo vertiginoso, los requerimientos en orden a la organización del trabajo y las actuales formas -más laxas- de vinculación laboral acordes con esas otras variables.
Es notorio que el razonamiento que preside esas formulaciones se asienta sobre cuestiones relativas a la productividad, competitividad y rentabilidad del capital, prescindiendo de toda otra consideración y, muy particularmente, del factor humano comprometido.
También es notable advertir, que la actualización de las leyes laborales que se pretende sólo importa supresión o reducción de derechos para las personas que trabajan sin contrapartida alguna, y en ese sentido le confiere un carácter netamente regresivo.
Sin negar que el Derecho debe captar las realidades que está llamado a regular, es preciso advertir que su misión no se restringe a validar lo que suceda sino a intervenir positivamente en el desarrollo de las relaciones sociales -entre éstas, la de producción-, en función de los principios y valores en los que se funda.
De allí que la “modernidad” que pregona el Neoliberalismo en sustento de las reformas laborales, como resulta de las experiencias acumuladas en los las últimas décadas, en nada se condice con el ostensible atraso que suponen y que las remontan incluso a épocas anteriores al reconocimiento de los derechos sociales.
El trabajo futuro
La pandemia ha funcionado como disparador de una cantidad de temas que, en mayor o menor medida, ya se venían presentando como desafíos que era necesario afrontar, debatir y darles un curso determinado.
El trabajo se contaba entre ellos, por la insuficiencia y fragilidad del empleo existente como por su distribución y las condiciones en que se desempeña.
La precarización laboral es un signo de época, que deriva de la expulsión de muchas personas hacia la informalización pero que también se constata dentro de la formalidad en donde se advierten sobrecarga de tareas, reducción salarial, exposición a mayores riesgos y aumento de la siniestralidad con deficiencias serias en los sistemas de prevención y cobertura.
Hablar de “trabajo futuro” impone tomar en cuenta esos datos de realidad en miras a una intervención regulatoria útil y positiva, a la vez que atender a que son las personas que trabajan las que ocupan el lugar central y son los sujetos de preferente tutela del Ordenamiento Jurídico.
La oposición y prevalencia de los derechos económicos respecto de los derechos laborales no puede admitirse desde la perspectiva de los derechos humanos, ya que ambos los conforman junto a otros (sociales, culturales, civiles, políticos) que es preciso armonizar adecuadamente.
Se cae en esa errónea concepción desde perspectivas economicistas, para las cuales la actividad productiva esta ceñida al afán rentístico del capital y a su acumulación sin límites cualquiera sean los mecanismos adoptados, las consecuencias que deparen y el grado de satisfacción que ofrezca para un desarrollo equitativo con justicia social.
La jornada es un buen comienzo
Difícil será encontrar el momento propicio para replantearse el tiempo de trabajo, si para ello se enuncia como premisa una etapa de bonanza o una inclinación filantrópica del Capital, máxime cuando los límites máximos vigentes (de 8 horas diarias y 48 semanales) fueron una de las iniciales reivindicaciones obrera a mediados del siglo XIX, se plasmó en el Convenio N°1 de la OIT en 1919 y rige en Argentina desde hace casi 100 años.
En nuestro país fue la Ley 11.544 la que dispuso esas limitaciones, sancionada en 1929, el año en que se verificó la mayor crisis económica del siglo XX.
Los excesos a la jornada máxima, sin embargo, constituyen una transgresión corriente habilitada legalmente por vía de las “horas extras”, cumplidas incluso superando la cantidad permitida y como un recurso para complementar remuneraciones insuficientes.
La extensión del tiempo de labor conspira contra mejoras salariales, la creación de empleo y la seguridad en el trabajo dada su probada incidencia en materia de accidentes. Aspectos, que por sí mismos justificarían establecer límites inferiores a los que rigen actualmente.
La incorporación de tecnología brinda también alternativas en ese sentido, a la vez que favorece una mayor productividad cuyos beneficios también corresponde que abarquen a las personas que con su trabajo lo hacen posible.
Es realmente absurda la resistencia a revisar lo atinente al régimen de jornada, con vistas a reducir su extensión diaria y/o semanal, tanto como inviable condicionarlo exclusivamente a las convenciones colectivas. La fijación por ley de nuevos límites es imprescindible para que obtengan alcance general, lo que no obstaría a delegar en la negociación colectiva otras alternativas que pudieran adecuarse mejor a sectores específicos sin violentar los nuevos parámetros legalmente establecidos.
Una nueva agenda
El discurso neoliberal ya ni se preocupa por mostrar algún “derrame” apreciable en favor de las personas que trabajan, en sustento de los proyectos flexibilizadores que permanentemente nos presentan como soluciones para el mundo del trabajo.
Si se trata del problema de la desocupación no propone empleo, sino ocupación intermitente mayormente sin relación de dependencia o con una de muy baja densidad sujeta totalmente a la discrecionalidad patronal.
En lo que respecta al grado de certeza de conservar el puesto de trabajo, menos aún, tanto en función de las modalidades de contratación que propicia como del fomento de la tercerización que difumina la figura del empleador y somete el destino laboral a los vaivenes de esas triangulaciones empresarias.
Los intentos que en ese sentido se han verificado en los últimos años fueron resistidos por el Movimiento Obrero, pero actuando a la defensiva de las “reformas laborales” propuestas.
Posiblemente esa fortaleza en la resistencia también manifieste una debilidad propositiva, al no avanzar en una agenda que vaya más allá de los requerimientos empresarios y que plantee otros que sean de interés para los trabajadores.
La reducción de la jornada laboral, por sí misma y por los demás efectos que acarrea es un ejemplo; aunque no es el único tema que podría ser impulsado y objeto de debate, incluso con posibilidades de introducirlo en el ámbito parlamentario contando con legisladores de extracción sindical.
La carrera entre la inflación y el salario también ayudaría a saldarla en favor de este último la disminución del tiempo de trabajo, sin merma de la remuneración -único modo en que puede implementarse una medida de esa naturaleza para ser efectiva-, a la vez que serviría para elevar los pisos que sirvan de base a las negociaciones sectoriales.
En esta materia todavía sigue pendiente la implementación de sistemas de participación en las ganancias, una garantía consagrada en la Constitución Nacional (art. 14 bis) desde hace más de 60 años que reconoce aisladas y esporádicas iniciativas sin un debate profundo.
Al igual que en el “control de la producción y colaboración en la dirección”, que esa misma norma constitucional dispone, que importaría una necesaria democratización de las relaciones laborales en una etapa, en la cual desde el empresariado enfáticamente se afirma que hace falta un esfuerzo compartido.
La concentración del capital en grandes Grupos Económicos ha estado acompañada por diversas estrategias de fragmentación empresaria, deslocalizaciones productivas, aparente autonomía entre empresas subordinadas, controladas o bajo una misma dirección, subcontrataciones y externalización de diferentes áreas.
Lo que ha redundado en perjuicio de las y los trabajadores, tanto en el cumplimiento de las obligaciones patronales durante la relación de trabajo como cuando se extingue el vínculo y debe afrontarse el pago de las indemnizaciones. La cuestión en todo caso no es el modo en que las empresas decidan organizarse, sino la responsabilidad que deben asumir solidariamente en materia laboral y de la que no puede excluirse a la principal beneficiaria de los servicios.
El Régimen de Riesgos de Trabajo instaurado en 1995 (Ley 24.557 - LRT), cuya última modificación en 2017 (Ley 27.348) acentuó los peores aspectos del sistema, ha demostrado la falta de aptitud para la prevención de accidentes y enfermedades laborales, la ausencia de controles por parte de las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo (ART) en las cuales fue delegada esa fiscalización y la promoción de medidas de seguridad en el trabajo, la inconsistencia en materia de prestaciones (asistenciales, dinerarias e indemnizatorias) y la implementación de trámites para los reclamos plagados de complejidades y arbitrariedades que se agravaron con motivo de la pandemia.
Los vicios de ese Régimen tampoco encuentran un camino idóneo para sortearlos o neutralizarlos, al impedirse un acceso inmediato a la Justicia, con lo cual se configura una mayor discriminación en perjuicio de las víctimas.
Hacia una ampliación de derechos
Las crisis imponen una serie de padecimientos sociales que es necesario atender en debida forma, a la par que brindan la oportunidad de explorar nuevas maneras de resolver situaciones que las preceden y que es preciso darles solución guiadas por la equidad.
En el mundo del trabajo emergen conflictividades de diversa naturaleza, por las tensiones propias de los intereses en juego, cuya superación no es factible alcanzarla con las viejas fórmulas flexibilizadoras que propone el Neoliberalismo.
Es un tiempo en el cual deben abordarse con amplitud los desafíos que se presentan, sin conformarse con la discusión en torno a limitar derechos, sino justamente propendiendo a su ampliación en todos los campos y, particularmente, de los derechos laborales que presentan una serie de asignaturas pendientes.