Durante mucho tiempo se gestó en la política argentina la mitología del “peronismo verdadero”. La cuestión nació, claro, en los tiempos de la proscripción y la persecución del movimiento, que se desarrolló a la par de sus estrategias para seguir manteniendo influencia en la política real, cuando las leyes (que con frecuencia no surgían en las formas que la constitución indica y que solían provenir de la voluntad de grupos armados que ocupaban ilegalmente el poder) dejaban fuera de la lucha política legal a las corrientes que respondían a la conducción de Perón. El final de esa saga pareció tener un momento constitucional: fue el regreso, la victoria electoral y la asunción de la presidencia por el líder del movimiento, entre los años 1973 y 1974. Sin embargo, aun cuando la salvaje dictadura impuesta en 1976 -hoy reivindicada desde la fuerza vencedora en las últimas elecciones- fue expulsada del poder, esa disputa por el “peronismo verdadero” siguió viviendo entre nosotros.
Por supuesto que la contrarrevolución neoliberal conducida por Menem desde 1989 rehabilitó la cuestión: la supervivencia de un peronismo persistente y siempre igual a sí mismo habilitó interesantes malabares para incluir en la historia nacional y popular del país uno de los procesos más intensos de entrega del patrimonio nacional y avances contra las conquistas sociales heredadas de los tiempos de Perón y Evita.
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La crisis terminal de 2001 y el posterior ascenso de Kirchner, decisivamente favorecido por la gestión transitoria de otro peronista -Eduardo Duhalde- rehabilitó la cuestión de la verdad peronista. Entre 2003 y 2015 las nuevas generaciones incorporadas a la vida democrática conocieron una saga de recuperación práctica del “mito peronista” a través de una política que, con dificultades y altibajos, como son todas las historias políticas, volvió a reunir la experiencia popular presente con las huellas históricas del movimiento de Perón.
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Ahora bien, después de la derrota de 2015 y sin que el triunfo electoral de 2019 pudiera alterar el rumbo, nuevamente la cuestión del “peronismo verdadero” ha vuelto a cobrar centralidad. Pero esta vez no son las voces cuestionadoras del statu quo colonial del país las que activan el regreso de lo verdadero. El centro del reclamo “identitario” del peronismo viene de corrientes más bien identificadas con aquello que en los años setenta buscaban la centralidad del movimiento desde una perspectiva más afín con una derecha violenta, macartista y de dudoso compromiso democrático. Sería algo así como la resurrección del “lópezrreguismo”. Su tono tiene reminiscencias antisemitas, discriminatorios (no antifeministas porque ese es hoy un territorio peligroso) pero invariablemente conservador y, ante todo, persecutorio de lo diferente.
Desde esta reflexión, no se pretende la inhabilitación política de esta corriente, porque se sostiene que el peronismo es una fuerza plural y lo ha sido siempre. Perón sostenía que en el peronismo cabía la derecha, el centro y la izquierda, porque esa composición plural y políticamente tolerante expresaba a la Argentina. Por eso en 1973 designó ministros que militaban en el comunismo y activó intensamente los vínculos políticos y diplomáticos con la Unión Soviética y con Cuba y convirtió a nuestro país en una nación activista a favor de lo que entonces era el “tercer mundo”, los “países no alineados”. Eso no se contraponía con una política realista de convivencia y armonía con la principal potencia capitalista mundial, de entonces y de ahora, con Estados Unidos. Hasta ahí el relato histórico real. Ciertamente tampoco la izquierda del movimiento compartió en plenitud esa práctica de la “tercera posición” del gobierno de Perón. Esa divergencia, entre otras que separaron al líder y a sus seguidores -especialmente juveniles- tuvo trágicas consecuencias, para el peronismo y para el país.
Acaso hoy la historia trágica esté volviendo en forma farsesca. El macartismo hacia el interior del peronismo parece ser un recurso retórico de una interna. Y de una interna que tiene muy poca existencia real, porque quienes la impulsan tienen una muy escasa influencia directa en la lucha al interior del peronismo. Es algo así como el intento de revivir un fantasma –históricamente trágico- para intentar un sustento ideológico a ciertas pretensiones individuales o de grupos muy restringidos. Sin embargo, la cuestión merece atención. Porque en la Argentina estamos viviendo una aguda crisis ideológica y existencial: ¿quién podía pensar hace tres o cuatro años que un mensaje agresivo y violento -contra el Estado, contra la democracia, contra las mujeres, contra la diferencia, en general- pudiera conseguir un triunfo electoral y la erección de un régimen que prospera en democracia, pero se propone destruirla para erigir un capitalismo sin reglas.
Es posible que estemos ante la necesidad de construir un nuevo pensamiento de época. Cuyo adversario-enemigo no sea el peronismo, el comunismo o el liberalismo, sino que sea este nuevo engendro que viene intentando crecer en el mundo y se ha instalado victoriosamente entre nosotros. Por supuesto que la lucha contra este engendro ideológico no está divorciada de la que se viene librando durante décadas contra la dependencia, contra un imperio decadente y agresivo, contra las fuerzas mundiales que se oponen a un nuevo orden mundial democrático y cooperativo. La verdad es que la lucha contra el orden imperial tiene su clave en la defensa de la democracia y la justicia social, esos conceptos “monstruosos” para el actual presidente de nuestro país.
La voz de orden popular y nacional entre nosotros es la de la unidad. Son muchas las discusiones pendientes entre las fuerzas que queremos un país libre y próspero. Y tenemos que crear condiciones para que esas discusiones tengan lugar. Lo primero para lograrlo es combatir nuestros propios prejuicios. Poner en duda nuestras “verdades” para poder enriquecerlas con las verdades de los otros. Para nada nos están haciendo falta los catecismos políticos que fomentan la división interior. El papa Francisco dijo hace unos años en un reportaje al periódico italiano La Stampa: cuando me invitan a una reunión ecuménica, mi obligación es concurrir como católico, de otro modo yo no agrego nada al ecumenismo. Participar en la discusión argentina como peronista no significa crear muros ni agitar diferencias de dudosa entidad. La cuestión no son las etiquetas. Son las convicciones y la voluntad de abrirle paso a nuevas verdades superadoras que ayuden a avanzar hacia una etapa que supere esta tragedia política que estamos sufriendo.